Adolfo Castañón
Grano de sal y otros cristales
Ciudad de México, Bonilla Artigas/Universidad del Claustro de Sor Juana, 2017, 342 pp.
Se dice que antes de Alfonso el Glotón hubo un Reyes espartano. Yo diría que después de un Adolfo Comelón, ahora hay un Castañón comedido que, con la edad y la sabiduría, ha pasado de ser un “gastrónomo completamente autodidacta” a ser un empedernido “gastrófilo”. Emulando a su maestro Alfonso Reyes en muchos ámbitos, Adolfo Castañón asevera con él que “el escritor es un cocinero e, inversamente, la cocina es un discurso”. Las presentes bodas de los alimentos terrestres y del estilo son consecuencia de varios y previos noviazgos editoriales. El flechazo inicial ocurrió cuando José María Espinasa invitó a su amigo Castañón a escribir una columna, ya bautizada “Grano de sal”, en la revista Casa del Tiempo en los años 1989-1990. Poco a poco el producto del enlace fue atocinándose hasta alcanzar el tamaño actual de unas bien rellenas 342 páginas. Grano de sal y otros cristales es un libro abultado, abundante, abrumador, cuyo riesgo para el lector sería un empache si no estuviese destilado con fino y exquisito estilo.
La inspiración del gastrófilo Castañón no proviene exclusivamente de los escritores-gastrónomos Alfonso Reyes, Salvador Novo, José Fuentes Mares, Álvaro Cunqueiro o Fernando y Socorro del Paso, entre otros, sino también de modelos familiares como su madre, Estela Morán, y el bisabuelo materno Juan E. Morán, cuyo recetario finisecular y algo rulfiano por proceder de San Gabriel, Jalisco, constituye una parte medular de Grano de sal, una suerte de arqueología del gusto mexicano. Pero huelga recalcar que el conocimiento culinario de nuestro escritor se origina en la experiencia saboreada en la cocina de su casa y en las mesas de los restaurantes de México y del mundo. Como lo confiesa en una de las entrevistas reproducidas, no teme ensayar sus propias creaciones como el “Conejo en ciruela” y “La Trucha y la Pera” –un platillo con nombre de fábula de La Fontaine–, acerca del cual asegura: “siempre me ha quedado bien y siempre me ha quedado distinto”. No podría dejar de mencionar otro platillo leído por Adolfo Castañón en la mano abierta del mercado de Tlayacapan: “tajos de cecina asados con láminas de durazno” que, si le hemos de creer, son “una de las pocas puertas que permiten acceder al firmamento desde la sal de la tierra”.
A mi gusto –¡nunca había empleado esta expresión con más pertinencia!–, Grano de sal y otros cristales despierta sobre todo un hambre de virtuoso estilo. La primera sección del libro es un verdadero derroche de gracia e invención, en la que la metáfora sería la tortilla neurálgica de Adolfo Castañón. Sin embargo, sobre todo en esta parte, se insinúa una contradicción inherente a la escritura gastronómica. Si bien, como lo demuestra Adolfo Castañón en cada párrafo, el comentario es un surtidor de imágenes, símbolos y metonimias, en cambio las recetas obedecen a reglas inmutables que difícilmente aceptan transgresiones o una desbordante creatividad. Los recetarios son manuales sumamente ortodoxos, en los que todo se mide en gramos, minutos, cuando no segundos, con una precisión que evoca la Santa Inquisición, y se oponen a la loca imaginación. En cambio, la escritura gastronómica es absolutamente heterodoxa y, hasta diría, sediciosa por antonomasia. Por otro lado, la gastronomía es una práctica que va a contracorriente de la Historia contemporánea: cuando el mundo aspira a la globalización, la cocina se vuelve cada vez más circunscrita a un villorrio o a un terruño. Es un arte arraigado en lo regional y se resiste a las uniones de las naciones. A veces llega a ser tan enclavado que su devoción encarna en el fervor único de un chef.
“Donde hay maíz, hay país”, “Donde hay tortilla, hay patria”, escribe Adolfo Castañón para señalar las dos banderas emblemáticas de México. Con excepción de algunas excursiones en Francia, el apetito del escritor se regodea en la cocina mexicana desde sus orígenes prehispánicos hasta un presente más bien empobrecido por las prisas de la semana laboral y la pereza dominical. Advierte que la cocina es una parte imprescindible de la cultura como sucedía en la novohispana, donde el arte culinario se insertaba “entre la arquitectura barroca, los altares dorados, las formas literarias gongorizantes de sor Juana en el siglo XVII y la gastronomía (como el mole suntuoso como un hábito litúrgico)”. La cocina mexicana es, en efecto, religiosa por su historia y su hechura, y su laicidad, relativamente reciente en un país que comulga cada domingo. Italo Calvino asegura que la cocina de México resulta “de un campo de batalla entre la ferocidad agresiva de los dioses de la altiplanicie y la sinuosa sobreabundancia de la religión barroca”.
Algunos puritanos o remisos marxistas objetarán que escribir sobre gastronomía en un país donde los pobres tienen que contentarse con “las vocales de un discurso en permanente transformación y adaptación” –estas vocales son “el maíz, el frijol, el chile, el tomate, el agave y el chocolate”– es una ofensa o una burla. Es mal conocer a Adolfo Castañón que no desdeña “la cocina del hambre” o la cocina obrera. Menciona, para el caso, “el libro de recetas preparadas por los obreros y trabajadores de la Comisión Federal de Electricidad que se ven obligados a cocinar en sitios inaccesibles, en campamentos, subestaciones, plantas eléctricas y termoeléctricas y al calor de las turbinas, fraguas y crisoles”. Nada desdeñable es la receta que allí reproduce: “Conejo al chiltepín”, que suena tan misteriosa como cantarina. También son reputados los guisados preparados por los albañiles de la construcción capitalina, que, al aportar un ingrediente o una modalidad propia de su lugar de origen, terminan creando un mestizaje interregional de gran originalidad y sabor.
Entre todos los sabores que traduce Adolfo Castañón a su prosa sensitiva, destaca una delicia que, sin embargo, no tiene que ver con comestible alguno aunque la coronaría como la cereza en el pastel de su prosa. Se trata de un episodio acontecido durante una visita al castillo de Chambord, donde el jabalí es el animal protagónico del día. Al final del banquete, en la sobremesa, se desgranan anécdotas digestivas. Adolfo Castañón así recrea el episodio eupéptico narrado por su suegro Lucien: “Una noche de verano, en una granja, Lucien se quedó dormido en un establo vacío, luego de una jornada de trabajo copiosa y de una parca cena. Lo despertó un tamborileo. Afuera, una banda de unos veinte ratones de campo hacía ronda en torno a uno que bailaba en el centro sobre sus dos patas, giraba sobre su eje unos momentos y luego se reintegraba a la ronda para que un nuevo ratón lo sustituyera en la zarabanda. A la luz de la luna llena, los ratones giraban y avanzaban siguiendo un tácito ritmo, rodeando al ‘solista’ que también, sobre sus dos patas, seguía aquella inaudita música. Lucien estaba cautivado y, sin darse cuenta, hizo un movimiento, un leve ruido que sacó de su trance a la ronda y dispersó la constelación.” ¿El baile de los ratones habrá sido un sueño o un milagro divino? Lo seguro es que, aquella noche de luna llena, como recuerda el gastrófilo Castañón, la cena había sido parca. ~