Pequeñas felicidades de ‘Intolerancia’

La fábrica de Intolerancia está tejida con hilos finísimos. Para encontrarlos sólo es necesario olvidarse de lo colosal.
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Descritos por la crítica, los grandes logros y las grandes carencias de Intolerancia (1916) de D.W. Griffith pueden intimidar a cualquiera. Un crítico hiperbólico escribe por ahí que nunca se había hecho nada tan grande, tan caro, tan ambicioso. Otro, que su sistema de montaje cruzado entre cuatro historias de eras distintas, la caída de Babilonia, la pasión de Cristo, la Matanza de San Bartolomé y un melodrama moderno, cambió “para siempre” la sintaxis cinematográfica. Otro, que es una obra summa que ha influido tanto a los constructivistas rusos como a Welles como al mejor Coppola como a Christopher Nolan… Lo pequeño no tiene sitio en Intolerancia, ¿cierto?

Falso. En esta película existen felicidades tan breves que se las perderá quien se distraiga un instante. Griffith podía atarear el cuadro como pocos. Lo hace de una forma muy pictórica o decididamente cinematográfica. La presentación de la historia de la matanza de los hugonotes sucede en la corte de Catalina de Médici y Carlos IX. Se trata de un gran tableau vivant, toda la mitad superior del cuadro irrumpida por rostros, por animales, por lámparas, por adornos, por un tapiz y en ese tapiz –cuadro dentro del cuadro– una escena medieval: más gente, más animales. La toma dura unos segundos, que son insuficientes para inspeccionar en serio ese ocupadísimo encuadre:

Otras composiciones no podrían sino darse en cine. En el suspenso anterior a la ruptura de la huelga de la historia moderna (llamada La madre y la ley) vemos, en una calle, a vecinas de los huelguistas a la expectativa. Ocupan los porches de sus casas, sus patios delanteros, algunas la banqueta. La más cercana a la cámara está en la esquina inferior derecha del cuadro; la más lejana, en la esquina superior izquierda. Nadie o casi nadie se mueve. Esto podría ser fotografía y nada más, pero sucede en el tiempo: es tensión. La inmovilidad estirada cronológicamente resulta en un suspenso que un momento después se resuelve en violencia:

Se ha dicho mucho que la unión de las cuatro historias de Intolerancia es demasiado vaga o demasiado arbitraria. Superficialmente acaso es verdad. La Madre Eterna que mece la cuna es un eslabón muy endeble; el subtítulo La lucha del amor a través de las eras y el intertítulo “Cada historia muestra cómo el odio y la intolerancia, a través de los tiempos, han luchado contra el amor y la caridad” parecen ideas calzadas a posteriori. Pero pasada la superficie existen detalles, reverberaciones y motivos que aportan redondez. Un ejemplo. En la opulencia de la corte francesa del siglo XVI, donde todo parece o está posado, un niño desvía un instante la mirada y bosteza. Muchos minutos después (y muchos siglos antes) nos encontramos en el palacio del rey Baltasar de Babilonia. En la escena hay versos eróticos que parecen de Salomón o de cummings (“The fragrant mystery of your body is greater than the mystery of life”), hay mujeres semidesnudas en voluptuoso baile, hay una arpista, otra que descansa como la maja de Goya, otra que se moja en una fuente. En medio de todo esto, un hombre cabecea: se está quedando dormido. Ambas son tomas muy cortas, de poco más de un segundo, pero hacen un apunte orgánico: el aburrimiento cortés a través de las eras.

Las rimas pueden encontrarse en la caracterización. Al principio de la historia actual la solterona Mary T. Jenkins ha organizado una fiesta, un little affair. Un joven la atrae y la Jenkins acude a él, coqueteándole no sin torpeza. El joven en realidad buscaba a una muchacha sentada un poco más allá. Jenkins se lleva ambas manos al rostro adolorido por la verdad de que el tren ya la dejó. “She is no longer a part of the younger world”, nos dice un intertítulo. La fiesta continúa. Mujeres de la liga de la templanza intentan sumar a Jenkins a su causa –la que daría pie a la Prohibición–. Luego viajamos en el tiempo a Francia y el principio del cortejo de la hermosísima Ojos Cafés. Cuando la reencontramos, la solterona Jenkins está con las manos en el rostro adolorido, en la misma posición en que la vimos tras el desaire de su coqueteo. Es como si hubiera podido ver también el florecimiento de un amor cuatrocientos años atrás y eso le hubiera traído de vuelta la amarga verdad de su celibato. (Es la imagen hasta arriba del post.)

Hay cortes rapidísimos que son énfasis bien colocados y también pequeñas afrentas del ritmo. En La madre y la ley el Mosquetero del Barrio Bravo intenta seducir, con artimañas, a la Querida. La Sin Amigos mira esto desde la ventana, muerta de celos. El Chico aparece y se desata una pelea entre él y el Mosquetero; éste lo noquea. La Querida se desmaya. La Sin Amigos cuela un arma por la ventana y mata al Mosquetero, después deja caer la pistola en el departamento. La acción sucede en nueve tomas, de tres en tres: 1) medium shot de la Sin Amigos, 2) medium shot con iris de la pistola entre la cortina, 3) long shot del Mosquetero que recibe el primer balazo; un nuevo disparo: 1) medium de la Sin Amigos, 2) de la pistola, 3) long shot del Mosquetero, que se tambalea y cae muerto; otro grupo de tres tomas: 1) medium de la pistola, 2) long shot de la mano que la lanza al cuarto, 3) close-up del arma en el piso:

Cuatro tomas del arma, la más corta de las cuales dura siete cuadros, la más larga 15; las otras, 10. Ninguna alcanza a durar un segundo pero es suficiente para crear una fugaz e insistente percusión, como si se tratara de los acentos de un decasílabo (agudo) que de pronto se acelera. Así:

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La fábrica de Intolerancia está tejida con estos hilos finísimos. Para encontrarlos nomás hay que olvidarse de lo colosal.

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Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)


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