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“¿Qué es una inteligencia infinita?”, plantea Borges en una nota al pie hacia el final de su ensayo “El espejo de los enigmas”, incluido en Otras inquisiciones, su libro de 1952. Propone un ejemplo como respuesta:
Los pasos que da un hombre, desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte, dibujan en el tiempo una inconcebible figura. La Inteligencia Divina intuye esa figura inmediatamente, como la de los hombres un triángulo. Esa figura (acaso) tiene su determinada función en la economía del universo.
Se me ocurre una analogía: un lector perfecto podría intuir una novela completa de una forma tan clara y precisa como los lectores normales podemos interpretar un microcuento: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Tanto si son cincuenta caracteres como mil páginas, cada palabra tiene una determinada función en la economía del texto.
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Como no somos lectores perfectos, hacemos lo que podemos. Se nos escapan guiños, malinterpretamos referencias, olvidamos detalles. Por eso, se suelen afirmar cosas como que nunca dos personas leen un mismo libro: cada una construye un libro diferente a través su propia lectura. Y hasta ahí no hay mayores inconvenientes.
El problema llega con las traducciones. Porque el traductor es, antes que nada, un lector. Y la traducción es una versión de su propia lectura. Cuando el traductor se pierde las alusiones o no ve las sutilezas, determina que lo mismo les sucederá a quienes accedan a la obra por medio de su traducción.
Un ejemplo clásico es el de la papa de Leopold Bloom, en el Ulises de Joyce (publicado, recordemos, en 1922). En el capítulo 4, Bloom está por salir de su casa. En el umbral se toca el bolsillo y comprueba que ha olvidado el llavero. “La papa la tengo” (Potato I have), dice. Esa frase, como apunta Ricardo Piglia en su libro El último lector, parece no tener ningún sentido allí. La papa vuelve a aparecer de manera enigmática en el bolsillo de Bloom al final del capítulo 8. En el capítulo 14 alguien empieza a echar luz sobre la cuestión, al preguntarse: “¿Papa contra el reuma?”.
En el 15, la cuestión se aclara por fin. Primero, a Bloom se le aparece el espíritu de su madre, que se levanta la falda y muestra que en la bolsa de su enagua lleva, ella también, una papa. Después una prostituta llamada Zoe mete la mano en el bolsillo izquierdo del pantalón de Bloom y saca una papa negra y arrugada. “Talismán. Una herencia”, explica Bloom. Y unas decenas de páginas más adelante, cuando reclama a la chica que se la devuelva, añade: “No vale nada, pero es una reliquia de mi pobre madre”.
Bloom, por superstición, lleva siempre una papa consigo. Por eso, cuando va a salir de su casa, la siente en su bolsillo, pero el sentido de aquel “Potato I have” solo se puede descifrar unas cuatrocientas páginas después. Como si Joyce hubiera escrito para lectores perfectos, que pudieran intuir la novela completa de una sola vez.
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José Salas Subirat, el primer traductor del Ulises (publicó su versión en 1945), no era, desde luego, un lector perfecto. Y al principio no entendió lo de la papa. La expresión “Potato I have” la tradujo como: “Soy un zanahoria” (en el sentido de “soy un tonto”, por haber olvidado la llave).
El problema, anota Piglia, es que en la novela “se alude a algo que no tiene explicación y compone una cadena que se comprende luego de haber recorrido todo el texto […] Cuando Salas Subirat traduce ‘zanahoria’ revela la misma sorpresa que sufre el lector que no ha leído todo el texto y no puede establecer la conexión, que solo es posible al releer: para entender hay que leer todo el libro”.
Pero las connotaciones de la papa van más allá. Era la comida clásica de los campesinos irlandeses, y la plaga que afectó su producción fue la principal responsable de la hambruna que asoló el país entre 1845 y 1849, conocida como “el Holocausto irlandés”. El saldo fue de un millón de muertos y más de un millón de emigrados, lo que causó que el número de habitantes de la isla cayera entre un 20 % y un 25 %. El propio Joyce, por otra parte, sufría de reuma y andaba siempre con una papa en el bolsillo, por consejo de un tío suyo. De modo que, para entender del todo, no basta con leer todo el libro: hay que leer también sus alrededores.
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La técnica que Joyce usó como nadie a lo largo de todo el Ulises es la del monólogo interior, la representación del flujo de la conciencia de los personajes: sus pensamientos, sus recuerdos, sus asociaciones de ideas. En el capítulo dedicado al monólogo interior de su libro El arte de la ficción, el escritor británico David Lodge usa como modelo, como no podía ser de otro modo, el Ulises. Y uno de los tres fragmentos que analiza es el párrafo del capítulo 4 en donde aparece la papa.
Lodge coincide en que la dichosa papa en el bolsillo “desconcierta al lector que lee el texto por primera vez”. Pero agrega que esa es una de las claves para que el monólogo interior funcione: “Semejantes adivinanzas añaden autenticidad al método, pues es obvio que el flujo de conciencia de otra persona no puede resultarnos totalmente transparente”.
También es monólogo interior el “not there” que Bloom piensa justo antes de tocar la papa, cuando se lleva la mano al bolsillo y advierte que la llave no está. “La omisión del verbo —afirma Lodge— transmite el carácter instantáneo del descubrimiento, y el leve sentimiento de pánico que implica”.
Salas Subirat tradujo ese “not there” como “no está”, frase que no omite el verbo. ¿Es por eso menos certera la traducción? En castellano, el efecto del monólogo interior se mantiene, aunque si hemos de seguir el análisis de Lodge sería más exacta la traducción sin verbo del español José María Valverde (de 1976): “Ahí no”. En cambio el argentino Marcelo Zabaloy (en 2015) traduce: “No estaba”. Aquí el verbo no solo está explícito, sino que además se conjuga en pasado, lo cual deshace el monólogo interior: Bloom, como es obvio, piensa en tiempo presente.
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Zabaloy, por su parte, fue el primero de los traductores del Ulises a nuestro idioma que escribió papa y no patata. Hace poco le preguntaron a Concepción Company, lingüista mexicana nacida en Madrid, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, si deberían tenerse más en cuenta las variantes latinoamericanas para elaborar diccionarios y gramáticas. “Ese es el ideal —contestó ella—, y creo que estamos en el camino de mostrar la riqueza del español americano, que además aporta aproximadamente el 92 % de los nativos de lengua española”.
Al elegir un ejemplo para completar su explicación, fue como si Company recordara el talismán de Leopold Bloom: “Un peruano y un español pueden tener discusiones acaloradísimas de por qué la palabra patata aparece como primera definición y no papa. En patata se define el tubérculo y el 92 % de los hispanohablantes se sienten en segundo lugar. La gramática dice: en Perú se dice así, en Ecuador así, y en el ‘español general’ de tal modo. Pero ¿cuál es ese ‘español general’ si hay 350 millones de hispanohablantes que lo dicen de otra forma?”.
Estamos muy lejos de ser lectores perfectos. No solo por la incapacidad de intuir de inmediato una novela completa, sino porque no conocemos todos los idiomas y eso nos obliga a leer traducciones. Cada palabra tiene una determinada función en la economía del texto, y el sentido se articula sobre decisiones políticas (de política de la lengua) y sobre qué forma dar en nuestro idioma a expresiones tan breves como not there. ¿“Ahí no”? Cada vez que nos despertemos, la tensión en torno a las traducciones seguirá estando ahí, como la papa en el bolsillo de Leopold Bloom.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.