En La familia, la propiedad privada y el amor, Silvio Rodríguez cantaba contra las instituciones burguesas desde esa pasión tan comunista que puede parecer romántica, pero es solo política. Con menos lirismo pero idéntico ardor, Marx y Engels ya habían establecido un vínculo necesario entre el capital y la familia burguesa, uniendo sus destinos en la fatalidad: la segunda desaparecería tan pronto como fuera derribado el capitalismo.
Si la familia burguesa se sostenía por medio de las ganancias privadas, los desposeídos del mundo, la clase proletaria, eran también huérfanos de familia. En el siglo XX, la Escuela de Frankfurt haría suyo este razonamiento, no sin infligirse un cierto castigo y caer, por el camino, en la neurosis. La mayoría de sus miembros eran los hijos acomodados de judíos alemanes burgueses, de padres enriquecidos con actividades industriales o financieras. Como explica Stuart Jeffries en Gran Hotel Abismo, esta posición social les permitió invertir su juventud en la disertación, la filosofía, los viajes, merced a las pagas que recibían de sus familias a final de mes.
Pero aquel dinero era fuente de contradicciones y remordimientos: al fin y al cabo sus familias representaban todo aquello que aspiraban a combatir, siquiera desde la “teoría crítica”. Habían desarrollado una relación difícil con la figura del padre, que resultaría en una obsesión edípica. Conforme los miembros de la Escuela de Frankfurt fueron renunciando a la vocación transformadora del marxismo, fue también ganando peso entre sus preocupaciones el psicoanálisis.
Habían crecido bajo el dominio de un padre provisor, autoritario y capitalista, al que juzgaban con severidad intelectual, pero del que, sin embargo, no lograban emanciparse económica ni moralmente. Erich Fromm identificaría el orden capitalista con la sociedad patriarcal y ensalzaría el valor edificante del vínculo madre-hijo: en una sociedad matriarcal no habría luchas ni conflictos ni propiedad privada. El amor materno era, como escribe Jeffries, “la materia de los sueños utópicos”.
El auge del nazismo y la Segunda Guerra Mundial hicieron, no obstante, que la opinión de la Escuela de Frankfurt sobre la familia cambiara. Creyeron que la familia podría ser el último bastión contra el apogeo totalitario y colectivizador, allí donde la solidaridad de clase se había mostrado insuficiente para detener la seducción de los obreros por el nazismo. Pero, sobre todo, el horror hizo emerger en ellos, bajo un sustrato de resentimiento filial y arrogancia moral, la piedad. Hitler había perseguido, arruinado, empujado al exilio o hacinado en campos de concentración a los padres de estos filósofos, que ahora se descubrían ante sus hijos impotentes y vulnerables, desposeídos de aquella autoridad y aquel estatus que habían sido el objeto de sus rencores, pero también la razón de sus certezas vitales.
Muchos de los postulados de la Escuela de Frankfurt, también en lo referente a la familia, están en el origen del proceso revoltoso que sería mayo del 68, aunque a su máximo exponente, Theodor Adorno, le escandalizara aquella deriva de exhibicionismo y cócteles molotov que encontraba tan alejada del sosiego intelectual de la teoría crítica.
De aquel tiempo datan también las reivindicaciones identitarias que después se han constituido en algunos de los movimientos políticos de izquierda actuales: el feminismo, el ecologismo, la defensa de los derechos LGTBI, el indigenismo… Pero la relación política de la izquierda y la familia ha continuado siendo objeto de controversia. Aquella crítica maternal que ejerciera Fromm en El arte de amar está hoy muy presente en una nueva izquierda que reivindica una “ética del cuidado”, una izquierda en la que las viejas críticas al capitalismo industrial se empapan de posmodernidad cambiando el blanco de sus ataques por el patriarcado. Es también una doctrina que parece chocar con otro feminismo: aquel que se había esforzado durante la segunda mitad del siglo XX por romper la relación entre feminidad y crianza.
En un artículo de hace unos meses, Sergio del Molino relataba cómo la familia había dejado de ser “carca” para hacerse “progre”. Esta transformación tenía que ver con una batalla, aquella que el progresismo había dado para arrebatar la familia a la Iglesia y la tradición, que habían hecho de ella un uso monopolístico. En efecto, lejos de encontrarse amenazada por la posmodernidad, la familia ha ensanchado sus orillas en las últimas décadas para incorporar a sus orgullosas filas a los excluidos por la moral conservadora: los hogares monoparentales, los bebés-probeta y, de forma muy notable, las nuevas familias a las que ha dado pie el reconocimiento del matrimonio entre personas del mismo sexo.
Con todo, parece que los dilemas entre la izquierda y la familia no han terminado. La enésima diatriba tiene que ver con la gestación por sustitución, que ha dividido al feminismo y, en último término, ha alumbrado una pregunta compleja: ¿Es la paternidad un derecho? Como casi todos los dilemas del mundo actual, la cuestión ha sido planteada por mediación de la tecnología. Los avances técnicos en medicina permiten que una pareja en la que la mujer ha perdido la capacidad de gestar pueda tener un hijo gracias al concurso de otra mujer fértil que se presta para gestar el embrión.
El debate presenta varias dificultades, la mayoría de las cuales tiene que ver con la incapacidad de fijar un marco para la discusión. Por ejemplo, es árido discutir si una propuesta altruista puede ser garantista cuando se equipara gestación subrogada con vientres de alquiler. En todo caso, la cuestión plantea dilemas que incorporan distintas dimensiones: la moral, la ideología, la tecnología o el derecho. ¿Puede una mujer adulta decidir libremente gestar para otra? ¿Se pueden poner barreras legales nacionales a la técnica en un mundo global donde existe libertad de circulación de personas y capitales? ¿Cabe la condena moral sobre un uso consciente del propio cuerpo que respete el derecho a la salud? ¿Podemos detener el desarrollo tecnológico después de que Hegel advirtiera: “La técnica siempre comparece”? ¿A quién pertenece, si es que cabe el uso de la propiedad, el feto gestado por sustitución? Y, de nuevo, ¿ha de ser el deseo de satisfacer el amor biológico filial un derecho?
Algunos de quienes se oponen a la gestación por sustitución aseguran que no existe tal derecho. Pero, entonces, ¿por qué debe la sanidad pública financiar los tratamientos de fertilidad de las parejas que tienen dificultades para concebir? ¿Acaso el derecho a los tratamientos de fertilidad está escrito en las estrellas? La cuestión es mucho más simple que todo eso y, al mismo tiempo, más compleja: los derechos, como las instituciones, son ficciones legales que las personas convenimos para ordenar nuestra convivencia.
Por otro lado, la gestación subrogada también plantea interrogantes sobre la gobernanza del capitalismo global. Su práctica descontrolada puede abrir la puerta a la mercantilización del cuerpo, siendo las mujeres de clase social inferior las más vulnerables a su tentación económica. Pero, al mismo tiempo, la ausencia de regulación establece una brecha por razón de renta en el acceso a la paternidad: los más ricos pueden contratar fuera de sus fronteras nacionales los servicios de gestación subrogada que su país prohíbe, pero que sí se permiten en otros lugares.
Así, la familia, la propiedad privada y el amor seguirán siendo el origen de discusiones políticas y morales en el seno de la izquierda, y el cambio tecnológico llevará estos dilemas más lejos de lo que Marx, renegado padre de una prole extensa, nunca imaginó.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.