Venezuela era un peso pesado como exportador de petróleo. Ahora ha cambiado de rubro: exporta personas. Resulta llamativo que un pueblo haya pasado de venerar a un mesías como Hugo Chávez a salir en estampida de su patria por aire, mar y tierra. Esas mismas masas que aclamaban al caudillo ahora escapan desesperadas de las fauces del socialismo del siglo XXI. El más reciente sondeo realizado por la encuestadora Consultores 21 (junio de 2018) arroja un resultado dramático: 47 por ciento de los venezolanos desea marcharse del país. El único que no quiere irse es Maduro. En lugar de abdicar al trono, ha optado por la inmolación. Por atornillarse en el poder. Él y su séquito temen quedarse sin fuero. No es poca cosa formar parte de la lista negra del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos. No es poca cosa que te lleven a la Corte Penal Internacional. Lo que para Maduro es un refugio –su zona de confort; su salvoconducto– para casi la mitad de los encuestados constituye un infierno.
El éxodo es de tales dimensiones que Acnur equipara la crisis migratoria venezolana con la de Siria. Pero Siria ha vivido una guerra civil. Venezuela, no. No en teoría. El talante del chavismo es belicoso: es enemigo de los empresarios; cree que la economía se maneja con decretos autoritarios; amenaza con cárcel a los “especuladores”; y tortura a sus adversarios políticos. Ningún país prospera por la mera voluntad de un dictador. Queda entonces la diáspora. Consultores 21 reporta que, hasta mediados de este año, 17 por ciento de los venezolanos había emigrado. Eso equivale a 5,511,965 ciudadanos. La ONU habla de 2.300.000 desplazados. Facebook documenta una emigración reciente de 3.000.000 de personas, según apunta la analista Carmen Beatriz Fernández en un artículo publicado en el portal La Patilla. Fernández cita un sondeo elaborado por la firma Datincorp (febrero de este año): la encuestadora cifra en 7,000,000 millones el número de emigrados. Las estadísticas pueden variar, pero basta con observar una foto del Puente Simón Bolívar, que une a Venezuela con Colombia, para constatar la hemorragia demográfica. Ríos de gente en busca de la Tierra Prometida.
Otra manera de calibrar la dimensión de la diáspora es comparar la data de la estampida con la población de algunos países. Si damos por cierto el número de Datincorp, eso equivale, por ejemplo, a que toda la población de Paraguay (6,639,123 habitantes) se marchara del país. O a que toda la población de Nicaragua (6,082,032 habitantes) emigrara. Si, en cambio, admitimos la cifra de Consultores 21, es como si toda la población de Noruega (5,195,921 habitantes) abandonara el país. O como si toda la de Costa Rica (4,807,850 habitantes) se marchara. Fernández apela a una frase que resume perfectamente el drama: “La Venezuela de hoy ya está constituida por dos países: el de adentro y el de afuera”.
¿Por qué escapan en masa los venezolanos? Porque la edad de oro que el chavismo prometió no llegó. Porque el país está en quiebra. Porque no tienen asistencia médica. Porque no tienen medicinas. Porque no tienen comida. Porque no tienen trabajo. O si lo tienen el ingreso que perciben se reduce a una limosna: este año la inflación en Venezuela cerrará en alrededor de un millón 350 mil por ciento, y para el próximo año escalará a 10 millones por ciento. No son números sacados de un horóscopo: son proyecciones del FMI. Eso acaba con la serotonina de cualquier cuerpo social. Lo que complica las cosas es que la hiperinflación germina en un país en el que se pretende imponer un proyecto de dominación total. Jamás es lo mismo sufrir los rigores de un crecimiento exponencial del costo de la vida en una nación libre que en una subyugada por una dictadura con ideas mohosas sobre el manejo de la economía y dispuesta a matar para sofocar cualquier desorden público. Si sales a la calle a protestar, te puedes convertir en objetivo militar.
Y la cacería contra los dirigentes de la oposición es despiadada. Muchos han huido al exterior: David Smolansky, ex alcalde del municipio El Hatillo (Caracas), escapó por la frontera de Brasil. Le habían dictado una orden de arresto por las protestas de 2017. José Manuel Olivares, médico electo diputado en 2015, también salió clandestinamente: a su esposa le dictaron una orden de captura. Julio Borges, ex presidente de la Asamblea Nacional, debió quedarse en el exilio luego de haberse negado a firmar en febrero pasado un acuerdo favorable al chavismo en el marco de las negociaciones que se celebraron en República Dominicana. Mutó de negociador a terrorista: Maduro lo acusa de estar detrás del atentado en su contra. El ex alcalde metropolitano de Caracas, Antonio Ledezma, logró evadirse del arresto domiciliario y cruzó furtivamente la frontera hasta llegar a Colombia. El número de exiliados crece en la medida en que la dictadura afina sus técnicas represivas. Nadie se salva: ni siquiera la Fiscal General, Luisa Ortega Díaz, antes filochavista. Efecto Saturno: la revolución devora a sus hijos.
Los políticos que permanecen en el país viven una pesadilla. Un caso emblemático es el de Leopoldo López: el régimen lo confinó al anonimato. Está bajo arresto domiciliario. Algo parecido ocurre con Daniel Ceballos, ex alcalde de San Cristóbal (al occidente de Venezuela). Fue excarcelado en junio pasado, pero con medidas cautelares: debe presentarse ante los tribunales cada 30 días y no puede dar declaraciones a los medios o emitir mensajes por las redes sociales. Ergo: liderazgo anulado. El otro que ha sido fusilado (simbólicamente hablando) es el diputado Freddy Guevara. Se hizo famoso por encabezar las protestas estudiantiles cuando Chávez cerró el canal de televisión RCTV. A pesar de que contaba con fuero parlamentario, iba a ser encarcelado por el régimen. Una acrobacia (los líderes venezolanos terminan así, siendo acróbatas: ágiles para esquivar las garras de los esbirros) le permitió correr a tiempo a la Embajada de Chile en Caracas. Allí permanece.
Es cierto que la oposición venezolana ha cometido errores inexcusables: cada líder tiene su propia agenda y no ha habido unidad para enfrentar al régimen. Pero también es verdad que ser opositor en Venezuela es un oficio de alto riesgo. De muy alto riesgo: la semana pasada el fiscal general Tarek William Saab (nombrado por la Asamblea Constituyente, manejada a dedo por el gobierno, para sustituir, ilegalmente, a Luisa Ortega Díaz) anunció que el concejal Fernando Albán, quien había sido detenido tres días antes cuando llegaba de Nueva York, se había suicidado. Albán fue detenido porque supuestamente estaría involucrado en el intento de magnicidio contra Nicolás Maduro. La versión del oficial es que se lanzó desde el piso 10 de las oficinas de la policía política (el tenebroso SEBIN). La oposición sostiene que murió por las torturas y que luego lo lanzaron al vacío para hacer pasar el caso como un suicidio. La Fiscal Luisa Ortega Díaz sostiene que a Albán le colocaron una bolsa plástica en la cara y que murió ahogado.
El “suicidio” de Albán ha supuesto un giro en la opinión que muchos albergan sobre los políticos que han emigrado. A Borges, el expresidente de la Asamblea Nacional, por ejemplo, algunos tuiteros le criticaban que vive un exilio dorado mientras el grueso de los que se quedan en Venezuela pasan trabajo y se exponen a la represión. De ser cierto que lo asesinaron, lo que ha ocurrido con Albán demuestra que la dictadura va en serio con el garrote. Las tiranías están hechas para liquidar física, moral y espiritualmente a quienes se les oponen. No todos lo entienden. Y la dictadura es ambigua.
El chavismo es como Dr. Jekyll y Mister Hyde. Tortura o mata –si acaso mató a Fernando Albán– a los presos. Pero de pronto saca una bandera blanca para lavarse la cara: acaba de excarcelar a Lorent Saleh, quien pasó 4 años en las mazmorras chavistas. Vivió una experiencia traumática: lo tuvieron confinado durante 26 meses en un calabozo siniestro denominado “La tumba”. No podía ver la luz ni tenía noción del tiempo. Sorpresivamente, fue excarcelado. Lo montaron en un avión y lo desterraron a Madrid.
Lo peor que ha hecho el régimen es secuestrar a un bebé de tres años (Ángelo Vásquez) para presionar a su padre, quien supuestamente habría robado unas armas de una instalación militar, para que se entregara. Su madre, Yudexy Vásquez, pidió ayuda al Estado. No la recibió. Tocó otra puerta: la de la diputada opositora Delsa Solórzano. Los verdugos se vieron forzados a devolver al niño: lo dejaron abandonado en un centro comercial. Estuvo un mes en cautiverio. Un bebé convertido en rehén. El caso del diputado Juan Requesens también es patético: el gobierno lo acusó de estar involucrado en el intento de magnicidio contra Maduro. Lo hicieron preso y los cuerpos de inteligencia filtraron un video por Internet en el que se le veía en calzoncillos y manchado de excrementos.
Los venezolanos huyen porque no están garantizados sus derechos políticos y civiles. Porque su calidad de vida está en el foso. Los que se van sufren. Los que se quedan también sufren. Sufren porque el país en el que viven no es el país que fue en el pasado. Sufren porque ahora han sustituido el encuentro cara a cara con sus afectos por el gélido diálogo por Skype o por WhatsApp. Emociones en versión digital. Pero la migración tiene una cara positiva: el envío de remesas desde el exterior, que es una gran ayuda en estos tiempos de hiperinflación. La firma Ecoanalítica estima que en 2017 el flujo de divisas que ingresó al país por este concepto fue de 1,500 millones de dólares. Calcula que para 2018 será de aproximadamente 2,400 millones de dólares. En Venezuela hay dos grupos sociales: los que disponen de moneda dura y los que no. Los que carecen de divisas buscan desesperados una tabla de salvación. Según las Naciones Unidas, 5,000 personas salen a diario de Venezuela. Eso significa que en un año podrían emigrar 1,825,000 venezolanos más. Somos la Siria de América. Sin guerra civil, por fortuna.
(Caracas, 1963) Analista política. Periodista egresada de la Universidad Central de Venezuela (UCV).