Imagen: Miguel Gutiérrez/EFE/EFEVISUAL

Caracas sin agua, sin luz, sin certezas

Venezuela sufrió cinco apagones generales durante el mes de marzo. En esta suerte de “período especial” cunde el pánico. Escasez de alimentos y medicinas. Sequía: se requieren 600 megavatios para bombear el agua a Caracas. La paciencia comienza a agotarse.
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Lunes 25 de marzo. Caracas, que apenas había recobrado la normalidad tras el apagón general que sufriera Venezuela el pasado jueves 7 de marzo, de pronto cae en un nuevo estado cataléptico: la luz se va a la 1 y las 20 de la tarde. La gente entra en pánico. Sabe que no habrá agua. Porque el agua que llega a la ciudad lo hace a través de unos sistemas (el Tuy I, el II y el III) que requieren de mucha energía. Pánico: la Sociedad Venezolana de Nefrología ha reportado que durante la oscurana anterior murieron –es apenas una cifra de las tantas cifras tristes– 22 enfermos renales que no pudieron dializarse. Pánico: ya se sabe que muchos quedarán atrapados en los ascensores. Pánico: ya se sabe que quienes están en terapia intensiva o que quienes están siendo operados –si las plantas eléctricas de los hospitales donde se hallan no se activan; y muchas no se activaron la vez pasada– corren el riesgo de fallecer. Pánico: el metro dejará de funcionar y la gente tendrá que desplazarse a pie en una capital en penumbras y donde campean el crimen y la anomia. Pánico es la palabra de moda en este país desde hace un buen tiempo.

Lo primero que se pierde es la comunicación telefónica y la conectividad. Aislamiento total. Busco un radio de pila. Por fin encuentro una noticia: el apagón ha alcanzado casi toda la geografía. Venezuela, país petrolero y con grandes reservas energéticas. Venezuela, que antes transmitía electricidad a Colombia y a Brasil. Ya sabemos que, al no haber luz, el sistema de pagos colapsará. No podremos comprar nada. La mayoría de los comercios cerrarán. Y los que puedan abrir, como la cadena Farmatodo, que cuenta con una planta eléctrica, dado que los puntos para pagar se vuelven muy lentos, cobrarán en dólares o en efectivo. No hay efectivo: país en hiperinflación. Tampoco hay dólares: el salario mínimo es miserable. Llega la noche. Cielo estrellado: un matiz poético en medio de tanta tragedia. Me viene a la mente  el “Poema de los dones”, de Jorge Luis Borges: “Nadie rebaje a lágrima o reproche/ esta declaración de la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía/ me dio a la vez los libros y la noche”. Un estruendo me saca de la abstracción lírica: los vecinos comienzan a sonar cacerolas (ollas) y a gritar improperios contra Maduro. Es un coro de altos decibeles sazonado con bilis.

El martes es otro día perdido. No hay clases. No hay trabajo. Los bancos cierran. La gente vaga por las calles: rastrea un puntico de luz donde captar la señal de wi-fi. Busca agua. Venezuela, que alberga al río Orinoco, el tercero más grande de América Latina, muerta de sed. Camino por la avenida Francisco de Miranda, en el este de la ciudad. El 99 por ciento de las tiendas están cerradas. En una esquina, hay un tenderete. Es de un frutero. Sortario: justo en el sitio en el que se encuentra, hay luz. Eso ocurre: en una calle, en medio de los apagones, puede haber un edificio con electricidad y al lado otro sin ella. Compro unos cambures. Potasio para agarrar fuerzas. Le comento que es afortunado por tener luz. Réplica de evangélico: “Dios es grande”. Al día siguiente me enteraría de que una paciente de 81 años falleció en el Hospital Central de Maracay (Aragua, a hora y media de Caracas) por los “coletazos” del megaapagón. Estaba recluida en el área de medicina interna. Presentó un problema respiratorio. Los ascensores no funcionaron (por no haber luz) y no pudieron trasladarla a terapia intensiva para conectarla a la ventilación mecánica. Dios es grande con unos; con otros, no.

Venezuela vive una suerte de “período especial”. Visité La Habana cuando la Unión Soviética cortó el subsidio que le daba a Fidel Castro. Vi montones de bicicletas que parecían viejas osamentas: destartaladas, remendadas. No había gasolina. Jamás me imaginé que viviría una situación semejante en mi país, que tiene las mayores reservas de petróleo del mundo y que, incluso en la era chavista, nadó en una orgía de dólares. El miércoles vuelvo a la calle. Me voy caminando a la pastelería más emblemática de Caracas: la Danubio. Cerrada. Afuera está el personal. No hay luz. No tienen planta. Un empleado me confiesa que para poder llegar a trabajar (no sabía que tampoco abrirían ese miércoles) tuvo que empeñar el reloj. Lo entregó a un prestamista para que le diera dinero en efectivo y así poder pagar el transporte. Esta metáfora de la responsabilidad me sacude. Una clienta que vive cerca comenta que el día anterior, el martes, tuvieron que regalar los dulces para que no se perdieran. En la noche, otra vez los improperios contra Maduro.

Converso con un vecino. Es traumatólogo. Me comenta que esa mañana tenía pautada una operación en la clínica donde trabaja, que cuenta con planta eléctrica. La paciente ya estaba lista para entrar al quirófano. Huyó de pronto. Le dio un ataque de pánico. No dijo una palabra. Simplemente, se fue. ¿Y si se acabara el combustible de la planta eléctrica? ¿Y si surge una emergencia en el quirófano y me muero?

El jueves ya hay luz en Caracas –no en toda la ciudad; en unos sectores, sí; en otros, no– y me dispongo a recorrer los mall. Me voy al Centro Comercial Ciudad Tamanaco (CCCT). Es un ícono de la Caracas moderna. Los bancos funcionan. Pero muchos negocios están cerrados. Hablo con el dueño de un restaurante. Pide anonimato. En dictadura muchos temen mostrar su rostro. Le pregunto cuánto dinero perdió con el apagón. Me muestra una nevera. La voltea: se quemó con los altibajos de la electricidad. Nadie lo indemnizará por ello. Luego blande un aparato: es para que la gente pague con tarjeta. No funciona. Luego me muestra otro. Es más moderno. Pero las operaciones son muy lentas. Los clientes se cansan de hacer cola. Y desertan. Luego habla del flujo de caja. En un día normal, vendía cerca de 1000 dólares. Este jueves (con luz) ha hecho un aproximado de 400 dólares. Claro está: debe pagar la nómina de once empleados; la electricidad; el alquiler del local; los insumos para preparar la comida. Hace una mueca de impotencia. Sigo al McDonald’s. El empleado me cuenta que no hay agua. Tienen bomba, pero las fallas de electricidad la dañaron. Así que venden hamburguesas, pero sin carne. Ergo: nadie las compra.

Viernes 29 de marzo. Una noticia esperanzadora: la Cruz Roja Internacional anuncia que en quince días comenzará a ingresar la ayuda humanitaria a Venezuela. Se beneficiarán 650.000 personas. Negociaciones de alto calibre: Maduro se negaba a reconocer la crisis. Llega la noche: a las 7 y 10, otro apagón masivo. Toda Venezuela sin luz. El sábado 30, lo mismo: a las 7 y 12 pm se cae el sistema eléctrico. Un suiche que no da más puede hacer que una nación entera regrese a la Edad Media. El chavismo ha invertido cerca de 40 mil millones de dólares en el sector energético. La corrupción se “chupó” el dinero. El domingo 31, el blackout se produce en la mañana: 9 y 41. Ya la gente está harta. Histérica. O en perfecto venezolano: arrecha. Estallan protestas en sectores populares de Caracas, antes bastiones del chavismo: la avenida Fuerzas Armadas, La Pastora, Lídice, Cotiza, El Valle, Coche.

Claman por lo básico. Piden agua. Piden luz. Piden medicinas. Piden comida. No demandan delicatessen. Las exigencias son casi fisiológicas. La respuesta del gobierno: envía a los escuadrones de la muerte a sofocar las manifestaciones. Los temidos colectivos: hombres que se desplazan en moto, que a veces usan pasamontañas y que disparan a casas y edificios con desparpajo. Maduro los aúpa. Diosdado Cabello, también. Así va Venezuela: cada vez más parecida a un estado fallido.

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(Caracas, 1963) Analista política. Periodista egresada de la Universidad Central de Venezuela (UCV).


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