Llegaron los populistas al poder. En abundantes memes, tuits, posts, notas, artículos, ensayos, libros y películas documentales se dijo que vendrían. No nos llamemos a sorpresa.
Sabemos quiénes son y qué piensan. Su líder pidió que lo anotaran en la lista. Cuando estalló la crisis hipotecaria en Estados Unidos en 2008 y luego cuando esa crisis se extendió al mundo entero se proyectó una imagen poderosa: la del liberalismo económico ligado a la corrupción y la desigualdad. Indignaos, se les dijo entonces a los jóvenes en Francia y en España. Hicieron vistosos happenings en Wall Street. Durante esas protestas, en torno a ellas, se quebró algo en lo profundo del modelo liberal. A las protestas siguieron los desahucios, los embargos, las hipotecas vencidas, el desempleo, millones de jóvenes que ni trabajaban ni estudiaban –ni estaba en el horizonte que lo hicieran–, la migración, la inseguridad. En esa imagen, el liberalismo económico no solo quedó identificado con la corrupción y la desigualdad sino que sobre todo se mostró carente de opciones que despertaran algún tipo de esperanza. De esa percepción de agotamiento se alimentó el populismo para crecer en América Latina y en Europa.
Conocemos las raíces del populismo (rusas y norteamericanas en el siglo XIX), sus manifestaciones más extremas (los movimientos populistas en Italia y Alemania que derivaron en el fascismo, el peronismo en Argentina), sus estrategias generales (utilizar las herramientas de la democracia liberal para terminar minar la democracia), su culto al líder purísimo, su rechazo a la democracia representativa, su estrategia schmittiana del amigo/enemigo, su estilo divisorio y confrontativo, su uso y abuso de los medios de comunicación, las cadenas nacionales, la propaganda en las bardas y en los libros de texto.
Eso es el populismo, pero también es más que eso. Es una forma de vivificar la democracia mediante la participación social, un mecanismo distinto de redistribución económica, una mirada compasiva (algunos dirían, clientelar) sobre los olvidados y desplazados del sistema. “El populismo ha sido uno de los rasgos distintivos de la política mexicana desde que la Revolución se transformó en gobierno. Hoy se critica al populismo con razón pero esa crítica no debe ocultarnos sus aspectos positivos; en una sociedad como la mexicana, en que los pobres son tan pobres y los ricos tan ricos, el populismo, aunque manirroto y demagógico, equilibró un poco la balanza en el pasado” (Octavio Paz, “Hora cumplida”, en El peregrino en su patria, 1987.)
Los populistas están en el poder. No les gusta llamarse así, fingen no reconocerse. (Como muchos liberales no se reconocen neoliberales. A nadie le gusta que lo etiqueten por lo que supone de fijeza y compromiso.) Su modelo alternativo no es muy claro. No son socialistas sino nacionalistas, que es una de las formas de aplicar el capitalismo. Por eso mismo López Obrador contribuyó a la firma del nuevo tratado de libre comercio con EU y Canadá, que es en sí mismo un tratado neoliberal; por eso mismo ofreció respeto a la autonomía del Banco de México y respeto a los contratos. No plantea un país solidario sino justiciero. No anticapitalista sino antineoliberal. Propone en su discurso un país asistencialista, que no es el modelo que siguen los países nórdicos. Así como es confuso y contradictorio su modelo económico, es claro que ya eligieron su enemigo: el nebuloso neoliberalismo. Se trata de una caricatura para sostener movilizada e indignada a la masa, hoy llamada por motivos estratégicos pueblo.
En las pasadas elecciones, de forma contundente se rechazó el modelo liberal. Toca al liberalismo renovarse. Como nunca, su tarea central –poner diques al poder absoluto– está vigente.