En esta oportuna y amplia recopilación de los textos de Hannah Arendt aparece una carta que escribió al director de la New York Review of Books en 1970. Era la respuesta a una reseña de J. M. Cameron de sus libros Entre el pasado y el futuro y Hombres en tiempos de oscuridad. La reseña de Cameron, escribió, es “bienintencionada y extraña porque logra manifestar agrado y desagrado por los libros casi con la misma intensidad”.
Pero, frente a la escritura de Arendt, sentir agrado y desagrado con la misma intensidad por lo que uno lee es cualquier cosa menos extraño. De hecho, esa ambivalencia parece ser la actitud correcta. Lo que resulta raro es que, a lo largo de los años, Arendt se haya convertido en una figura tan polarizadora. Por un lado, hay una legión siempre creciente de entusiastas que la consideran una de las figuras más importantes del pensamiento político del siglo XX. Por otro lado, hay numerosos detractores que encuentran en su obra muchas cosas que los irritan.
Merece la pena considerar por qué provoca reacciones tan extremas. Parece tener algo que ver con las contradicciones de su personalidad pública: un icono de la alta cultura europea en Estados Unidos, una intelectual judía en Alemania y una intelectual pública cuando apenas había mujeres que ocuparan esa posición. Más recientemente, se ha convertido en un icono de los antisionistas, aunque ella misma no lo fuese. Luego, por supuesto, está todo el lío de Eichmann (sobre lo que hablaré más tarde).
Arendt nació en Hannover, Alemania, en 1906, en una familia judía burguesa asimilada. En 1924, se inscribió en la Universidad de Marburgo, donde Martin Heidegger se convirtió en su profesor y mentor, así como en su amante. Él estaba casado y tenía 35 años; ella, dieciocho. Su breve relación y su larga amistad marcaron el pensamiento de Arendt para el resto de su vida.
La recopilación
((Página Indómita publicará la traducción al español en dos volúmenes. El primero está en prensa.
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abre con dos ensayos sustanciosos sobre la “tradición”, que es como ella se refiere a la tradición de pensamiento político en Occidente, de Heráclito a Hegel, o más bien desde Platón y Aristóteles hasta Marx. La tradición, tengo que subrayar, significa aquí la tradición del pensamiento político. De hecho, la principal preocupación en sus textos es la idea de política. Su idea de socavar la tradición se veía concentrada en la idea de política, como la de Heidegger se concentraba en torno a la noción del Ser. Heidegger creía que solo había una indagación importante en la filosofía, “olvidada” en todo el pensamiento occidental: la ontología, la naturaleza del “Ser”.
¿Por qué pensaba Heidegger que la tradición filosófica se había echado a perder? La tradición estaba controlando la imagen, la imagen era que todos los modos de existencia se modelan sobre artefactos como la alfarería. El principal error era ver el modo humano de existencia bajo el modelo de un artefacto. Lo que hace de un artefacto el paradigma del ser es que, además de tener una forma, un artefacto tiene una función (sirve a un propósito humano), y por tanto alienta una actitud instrumental y calculadora hacia los seres que se ven juzgados solo por su función de utilidad. Esta actitud, cuando se generaliza, es incorrecta. Creo que la influencia más duradera de Heidegger sobre Arendt fue que adquiriese de él su rechazo a ver la existencia humana en términos instrumentales.
El acercamiento de Heidegger y Arendt a la tradición consistía en retomar (o “recordar”) de los fragmentos esparcidos del pasado ideas que merecía la pena considerar de nuevo. Al regresar a la antigua Grecia, o más bien a su fantasía de cómo era la antigua Grecia, intentaban recuperar la experiencia y el lenguaje que precedían a conceptos como el Ser (para Heidegger) y la política (para Arendt). Ambos se consideraban pensadores radicales en el sentido etimológico de la palabra. Para Heidegger, las raíces son profundas, se remontan a los filósofos presocráticos, que a su juicio todavía conservaban el eco primordial de la gran cuestión del Ser, una cuestión luego desbaratada por la tradición. Para Arendt, las raíces se remontan a la antigua polis griega, o ciudad-Estado, que ejemplificaba Atenas. Atenas representaba la verdadera esencia de la política como la llamada más elevada del hombre, hasta que los filósofos de Platón en adelante degradaron la política a favor de la vida solitaria de la contemplación.
Arendt creía que la vida contemplativa es la negación de la política. Desde su punto de vista, los seres humanos son animales sociales capaces de deliberación mutua. La contemplación solo es buena para los ermitaños, los ángeles y la gente aislada: el opuesto de los animales sociales. Heidegger utilizó la célebre metáfora de que los humanos son “arrojados al mundo”. Es una mala metáfora. No nos arrojaron al mundo. Nos educaron adultos que nos cuidaban. No sobreviviríamos una semana sin ellos. Este hecho crucial de nuestra completa dependencia de los demás, creo, hace de la política una noción central de la existencia humana. Y es aquí donde ubico el pensamiento político de Arendt. Para ella la política no es una superestructura sino la base de la existencia.
Frente a ello, la noción de la política de Arendt no es política en ningún sentido reconocible. En su conferencia “Libertad y política” (publicada en esta colección) argumentó que no puede haber política sin libertad ni libertad sin política: la libertad es la capacidad que tiene cada individuo para iniciar un nuevo comienzo en el mundo. Un nuevo comienzo es un asunto serio: significa comenzar una nueva vida, una nueva idea de la cultura y el lenguaje, pero con la condición de que sea reconocida como tal. La política permite acciones que crean nuevos comienzos. La política, en la versión de Arendt, no se trata, de forma predominante, de alcanzar decisiones con respecto al bien común, o cualquier otro bien, y sin duda no se trata de servir a los intereses de este o aquel grupo. Tampoco trata de la gestión del poder. La visión que Arendt tiene de la política es la opuesta a la política del poder que se expresa en la fórmula leninista del “¿Quién, a quién?” (Kto kogo?: quién derrocará a quién).
Arendt considera la política una especie de arte performativa, donde la vanguardia tiene el papel de proponer nuevos comienzos. Las artes performativas, tan distintas a las artes visuales, parecen especialmente adecuadas porque el arte que produce artefactos ya está teñido de una actitud instrumental hacia la vida: está dirigido hacia un producto. La política debería apartarse de una actitud tan instrumental. La naturaleza efímera del habla es el mejor medio para manifestar la especificidad humana. Trata de ciudadanos que se muestran entre sí su unicidad a la hora de discutir asuntos comunes de manera no violenta. Esta forma de exposición, creía Arendt, estaba encarnada en la práctica de la polis griega hasta que la pervirtió Platón, que no consideraba la política otra cosa que un instrumento para mantener la ley y el orden a fin de habilitar a unos pocos para que cumplieran el ideal humano de llevar una vida mental pura.
La política también se parece a las artes escénicas porque, en la visión de Arendt, permite que las personas se muestren unas a otras en toda su individualidad. Pero ese estaba lejos de ser el caso de Atenas. La asamblea ateniense (ekklesia) en Pnyx, que tenía unos seis mil asientos, era más un partido de futbol en un estadio que un encuentro cara a cara en una sala íntima de un ayuntamiento. La visión que Arendt tenía de la polis griega estaba tan cerca de la ciudad-Estado histórica como los grandes cuadros de Poussin de la región geográfica del Peloponeso. No importa. El suyo es un mito de los orígenes, no un relato histórico. Arendt es generosa con otras criaturas, y concede a cada una la capacidad de empezar algo nuevo en el mundo. La política debería crear las condiciones para que esta capacidad florezca. Arendt utiliza el término “pluralidad” para describir la distribución general de la capacidad para la novedad entre los individuos (a diferencia de lo que ocurre en el pluralismo liberal, la pluralidad no se ve como un atributo de los grupos).
Hay, sin embargo, algo equívoco en la generosidad de Arendt. Es como el adagio de Napoleón de que “cada soldado del ejército francés lleva en la mochila un bastón de mariscal de campo”, sabiendo perfectamente que solo unos pocos llegarán a lo más alto. Incluso si la capacidad para los nuevos comienzos está distribuida, como las huellas dactilares, entre todos los seres humanos, solo unos pocos selectos lograrán un nuevo comienzo en el mundo. Recordemos que para Arendt una acción tiene significado solo si otros la reconocen como tal, y eso hace las posibilidades de un nuevo comienzo tan poco probables como convertirse en mariscal de campo en el ejército de Napoleón.
Un capítulo de Thinking without a banister se titula “Labor, work, action”. Marx elevó el trabajo y la labor, mientras que Arendt considera que el rasgo más distintivo de la vida humana es la acción política. Comparte esta visión con los antiguos griegos, que dejaban el esfuerzo del trabajo a los esclavos, para que los ciudadanos de sexo masculino pudieran dedicarse a la noble tarea de la deliberación política.
No veo ningún valor en la distinción entre labor, trabajo y acción. Para Arendt la labor satisface las necesidades perecederas de la vida humana, como la comida. Estas necesidades no son distintas de las necesidades de los animales, sostiene Arendt, y por tanto quien hace la labor de satisfacerlas no hace algo distintivamente humano. Por supuesto, los humanos necesitan consumir calorías. Pero el sostén humano es diferente al sostén animal. Los humanos dedican tiempo y labor a concebir y preparar comidas elaboradas. Preparar comidas humanas es de hecho algo distintivamente humano. De modo similar, tanto los humanos como los animales “trabajan” cuando se refugian. Pero, de nuevo, el refugio humano es totalmente humano.
En la distinción entre hablar y hacer, la acción se entiende a menudo como algo que está en el lado de hacer. No es así para Arendt. Para ella, el discurso que implica a otras personas es el paradigma de la acción humana. Somos criaturas que cuentan historias, y contar historias es para Arendt la precondición de la política. La política es un dominio autónomo de la actividad humana, que no puede ni debería reducirse a la economía o cualquier otra capa de la actividad humana.
Aquí Arendt estaba pensando algo importante, que deberíamos considerar sin el exceso de equipaje de la noción de “nuevos comienzos”. Necesitamos, creo, una distinción entre la política efectiva y la expresiva. La política efectiva es la que puede producir cambios en el mundo o evitar que sucedan. La política expresiva es una expresión de actitudes hacia lo que la política efectiva hace o deja de hacer. En extrañas ocasiones, las protestas de hoy pueden convertirse en las políticas de mañana, y a veces lo hacen con consecuencias dramáticas como en el caso del abolicionismo, las sufragistas o Solidaridad, pero la protesta política pública en la vida cotidiana es más expresiva que efectiva. Solo una pequeña cantidad de gente participa en una política cotidiana efectiva. La mayoría de los ciudadanos, por preocupados o comprometidos que puedan estar, normalmente no son nada más que espectadores o diletantes morales, sin ningún efecto sobre lo que ocurre en el dominio público cotidiano. La noción de la política de Arendt cambia el peso hacia la política expresiva. Con su indiferencia hacia el uso instrumental de la política, se ocupa del modo en que muchos ciudadanos, que no son totalmente indiferentes, se comprometen. Los duros pensadores políticos del “quién a quién” pueden despreciar la política expresiva y considerarla un teatro callejero. Pero la idea de que la política expresiva es la forma que concierne a la mayoría de nosotros es a la vez precisa y significativa.
La revolución y la libertad son temas centrales en el pensamiento de Arendt. La conexión, para ella, es clara. La libertad es la capacidad de crear nuevos comienzos. La revolución debe producir esos comienzos, a veces de forma radical, como en los casos de las revoluciones estadounidense o francesa. Pero la conexión es todavía más profunda, puesto que la libertad es el objetivo de la política. En los regímenes totalitarios no hay política, porque no hay un espacio público para mostrar nuevos comienzos. La libertad es una idea totalmente política: debe implicar a otra gente para que se le reconozca como tal, de otro modo carece de significado.
Arendt celebraba los nuevos comienzos como el don de cada uno de llevar a cabo lo que es totalmente improbable y totalmente inesperado. Las revoluciones encienden la chispa de los milagros y “la continuada existencia de la humanidad sobre la tierra depende esta vez del don del hombre de ‘realizar milagros’”. Con esta idea de salvación, Arendt celebra las buenas revoluciones: es decir, las que están ancladas en la libertad. Pero la salvación del mundo por medio de un acto milagroso es poco frecuente. La mayoría de nosotros vivimos en un mundo de rutinas triviales. Arendt tiene un desdén heideggeriano por la rutina de las masas: su cultura es filistea y los manipulan constantemente. Trata este arraigado pesimismo cultural en su ensayo “Cultura y política”. Si el puritanismo confiriese respeto y dignidad a una forma corriente de vida, Arendt sería la antipuritana definitiva. Como Heidegger, adora el heroísmo. Funde la conformidad con el conformismo, las convenciones necesarias para gobernar la vida corriente. El ensayo muestra cómo oscila entre dos tendencias aparentemente contradictorias que han definido su forma de pensar: una simpatía por la revolución y una tendencia conservadora. Aunque puede ser liberal en asuntos específicos, no es una liberal.
El pensamiento de Arendt es muy relevante para nuestro debate actual sobre la ciudadanía. Aporta su experiencia personal y la autoridad moral del vagabundo “indocumentado” y apátrida. Arendt tiene muy poca confianza en la idea de cosmopolitismo que tenía Karl Jaspers, otro de sus mentores filosóficos. “Nadie puede ser ciudadano del mundo como es ciudadano de un país”, escribe. La protección de los derechos solo se puede hacer efectivamente en el marco de un Estado. Necesitamos pasaportes. Pese a todo lo que se dice sobre la globalización, nuestro mundo es todavía internacional y no cosmopolita.
Al mismo tiempo, Arendt observa de cerca los Estados-nación y no le gusta lo que ve. En la colección está incluido un breve ensayo sobre el Estado-nación y la democracia que resulta muy pertinente en nuestro tiempo. Arendt merece doble crédito por subrayar la importancia de la ciudadanía en la protección de los derechos, mientras que también es escéptica sobre la capacidad del Estado-nación para garantizar estos derechos. En la Hungría de Orbán, la Polonia de Kaczyński, la India de Modi, la Turquía de Erdoğan, la Rusia de Putin, la Inglaterra del Brexit, la Italia de Salvini, el Israel de Netanyahu y los Estados Unidos de Trump, hay una sensación creciente de que la plena ciudadanía es un derecho que solo se permite a la mayoría étnica o religiosa. Los otros pueden, en general, ser tolerados como residentes. “El pueblo”, desde ese punto de vista, constituye el Estado-nación y cualquier poder que fiscalice su gobierno, sean los tribunales o la constitución, debe ser por tanto despojado de autoridad.
Arendt era sionista y se identificaba como judía cuando importaba, es decir, entre judíos asimilados en los años más oscuros. Pero pertenecía a una rama del sionismo, liderada por Martin Buber y Leon Magnes, que se oponía a la creación de un Estado-nación judío en Palestina. En 1933, cuando Hitler subió al poder, Arendt huyó a París, donde empezó a trabajar para una cantidad de organizaciones judías. Con la ocupación de Francia, escapó a Estados Unidos por Portugal, escribió en revistas para la comunidad judía inmigrante y se hizo editora en Schocken.
En mayo de 1942, Arendt asistió a la conferencia Biltmore en Nueva York donde Ben-Gurión presentó lo que después se conoció como el plan Biltmore para establecer un territorio autónomo judío. Fue probablemente la primera en admitir el cambio dramático en la política oficial del movimiento sionista que representaba este plan e identificaba correctamente a Ben-Gurión como el primer motor de este cambio. Su enemistad con el primer ministro israelí no está suficientemente reconocida como motivo de su controvertido libro Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal (1963). Pero veía el juicio de Eichmann como parte del ejercicio de Ben-Gurión para construir un Estado-nación.
El libro ha sido sometido a análisis tan exhaustivos que parece superfluo echar más leña al fuego. Resulta útil que Thinking without a banister contenga observaciones de Arendt en entrevistas y mesas redondas que aclaran su posición, al menos retrospectivamente. Por ejemplo, rechaza con vehemencia la idea, a menudo atribuida a ella, de que todos tenemos un Eichmann dentro: “Siempre he detestado esa idea de que ‘Hay un Eichmann en cada uno de nosotros’. Sencillamente, no es cierto.”
Puede parecer banal hoy, pero no se puede exagerar la novedad de la idea de que los motivos de los cómplices nazis eran banales. Donde se equivoca es al identificar a Eichmann como uno de esos cómplices. Para examinar el verdadero papel de Eichmann, es útil trazar una distinción entre los instigadores del mal y los que lo llevan a cabo. Los instigadores, o empresarios, del mal eran relativamente pocos y eran, en conjunto, más exitosos. El principal arquitecto del Holocausto, Reinhard Heydrich, era un instigador, y no era banal en modo alguno. Eichmann, a causa de su desangelada apariencia en el banquillo, y su intento de presentarse ante los tribunales como una figura totalmente carente de interés, logró engañar a Arendt y convencerla de que solo era un tecnócrata nazi, un cómplice. Pero sabemos lo suficiente y ella debía haberlo sabido en el momento como para situar a Eichmann clara- mente entre los instigadores.
((En una entrevista de 1957 con un nazi holandés llamado Willem Sassen, Eichmann mostró con claridad su opiniones feroces sobre los judíos. La entrevista, de la cual se publicaron algunas partes en la revista Life, también aparece citada en el excelente libro de Bettina Stangneth Eichmann before Jerusalem. The unexamined life of a mass murderer (2014).
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Thinking without a banister incluye una observación sincera y elocuente de Arendt sobre su objetivo a la hora de escribir Eichmann: “Una de mis principales intenciones era destruir la leyenda de la grandeza del mal, de la fuerza demoniaca, para aliviar a la gente de la admiración que tienen hacia grandes personajes malvados como Ricardo III o Macbeth, y así. Había encontrado la siguiente observación de Brecht: ‘Los grandes criminales políticos deben ser expuestos y especialmente expuestos a la risa.’”
Lo que intentó hacer, entonces, fue adoptar un tono irónico brechtiano. Pero esa “risa” no les sentó bien a algunos de sus amigos, no digamos a los judíos del este de Europa de la generación de mis padres, que respondían a lo que consideraban un estereotipo de Arendt que los ridiculizaba (tal como lo expresaba, por ejemplo, su desdeñoso contraste entre el patético fiscal general Hausner –un judío de Galitzia– y los dignos y auténticos judíos alemanes) con un estereotipo propio. “Una yekete intelectual”, la llamaban: con eso querían decir una judía alemana, pero aludían a muchas más cosas: lectora, fumadora nerviosa con un corte de pelo sensato, seca hasta el punto de parecer grosera, nada sentimental en público pero extremadamente sentimental hacia los amigos cercanos, su sobrina y su perro. El estereotipo de la yekete es una mujer que es inteligente, incluso extremadamente inteligente, pero emocionalmente obtusa; capaz de un sarcasmo ácido pero incapaz del humor o de la distancia irónica.
El propio Brecht fracasó miserablemente al hacer de Hitler y el partido nazi una cosa de risa en su obra La resistible ascensión de Arturo Ui. Que Arendt utilizara una estrategia brechtiana al escribir sobre Eichmann era literalmente cianuro. La acusaron de parecer distante hasta el punto de la indiferencia ante el sufrimiento de las víctimas del Holocausto. Pero su intención, dice, era adoptar una ironía brechtiana para ridiculizar a Eichmann y negarle cualquier estatus shakesperiano como el que tendría un archivillano como Yago o Ricardo III. Ya puedo oír a los amigos de mis difuntos padres: ¿Qué esperabas? Humor de yekete.
Sea como sea, no conozco a nadie, incluyendo sus firmes defensores, que entendiera el libro como sátira, o algo similar a la sátira. Puede que todo el asunto de la “risa brechtiana” sea un pensamiento posterior, para oponerse a la afirmación de que se sentía diferente a las víctimas, quizás intentó transformar una distancia emocional en una distancia irónica.
Eichmann, según Arendt, era incapaz de pensar, y tomó parte en crímenes horrendos por irreflexión. Si Eichmann no tenía ideas, el contraste inmediato que se viene a la cabeza es Heidegger, el pensador profundo, der Denker. Thinking without a banister contiene la elegía “Heidegger a los ochenta”, que defiende que “la gente siguió el rumor sobre Heidegger para aprender a pensar”. (Arendt publicó esa pieza en 1971; murió cuatro años más tarde, a los 69.) Heidegger tenía una inmensa reputación subterránea como “el rey oculto” del terreno del pensar antes de hacerse conocido gracias a sus textos.
Pero, ¿qué decir del hecho de que el irreflexivo Eichmann y el “príncipe del pensamiento” Heidegger eran nazis convencidos? Cierto, Eichmann era un nazi ortodoxo y fanático, y Heidegger era excéntrico, pero los dos eran nazis de todos modos. Arendt incluye una nota al pie apologética, describiendo el “error” de Heidegger sobre el nazismo como totalmente distinto de los errores comunes de sus contemporáneos. Y, por supuesto, Heidegger no estaba en modo alguno cerca de Eichmann, el asesino de escritorio. El asunto aquí no es la asignación de responsabilidad moral por los crímenes nazis, sino la propia versión de Arendt del pensamiento. Si el mayor pensador y el asesino de escritorio que no piensa terminan siendo nazis, de qué vale el pensamiento. Sobre todo para uno que cree, como hace Arendt, que el pensamiento debería ser concreto y no estar envuelto en bruma metafísica.
Con el totalitarismo Arendt intensifica su posición radical sobre la filosofía política, no es solo que la teoría política tradicional esté equivocada, sino que con el ascenso del totalitarismo se volvió irrelevante.
El totalitarismo, sostiene Arendt, es una nueva forma de gobierno desconocida en el pasado. Su novedad no reside en una crueldad especial; las tiranías del pasado eran extremadamente crueles y sangrientas. El totalitarismo tal como lo encarnaban la Unión Soviética de Stalin y la Alemania nazi se basaba en dos pilares: el terror y las fanáticas ideologías ficcionales. El elemento central del totalitarismo son los campos de concentración y los campos de trabajo forzado. El totalitarismo se guía –si esta es la palabra que puede decirse– por la idea de que “todo es posible”, de que no hay límites, morales ni de otro tipo, en lo que puede hacer el régimen.
Arendt cree que frente al totalitarismo nuestra noción acostumbrada de política ha perdido su asidero. Nació una realidad aterradora y carecemos de los conceptos adecuados para lidiar con ella. Esta ruptura histórica trae, cree ella, una ruptura conceptual. Pide un vocabulario distinto y unas sensibilidades diferentes. El mundo a la sombra del totalitarismo es totalmente diferente de todo lo que conocíamos antes. El núcleo de su versión se encuentra en el tercer volumen del libro de 1951, que todavía me parece la parte más impresionante de su trabajo. La cuestión que se debe preguntar hoy no es si su descripción del totalitarismo es adecuada, sino si afrontamos un desmoronamiento de nuestros conceptos políticos. Conceptos demasiado improvisados para afrontar los regímenes totalitarios y los males del siglo pasado.
Hay muchas razones para creer que de inicio no teníamos buenos conceptos políticos, sea antes o des- pués del totalitarismo. Pero la idea de que podemos y deberíamos empezar de cero es una ilusión. Necesitamos el barandal de la tradición, aunque sea un barandal vacilante. ~
Traducción de Daniel Gascón.