La política, en general, son solo dos cosas: protocolo y guerra cultural. Alrededor de estos dos temas gira un tipo de periodismo político que combina el periodismo deportivo (especialmente con las encuestas, que son carreras de caballos, pero obviamente también con el partidismo y el sesgo de cada medio) y el periodismo del corazón (“Pablo Casado no saludó a Ángel Garrido en la fiesta del 2 de mayo”).
La guerra cultural no es más que la moralización del debate público. La prensa pasa por ese filtro su aparente función de exigir rendición de cuentas: importa analizar las actitudes individuales y la autenticidad e integridad personal. Incluso el factchecking o la obsesión con la hemeroteca responden a un nuevo paradigma en el cual lo más importante es pillar inconsistencias personales o deslices banales. No creo que estemos lejos del escrutinio privado a los presidentes estadounidenses (Obama fumaba marihuana de joven, sí).
La politización de los últimos años (o más bien mediatización de la política: ahora hay programas políticos en prime time) ha sido gracias exclusivamente a esa moralización. “Después de años de juerga política y crediticia –escribe Jorge San Miguel-, de repente nos preocupaba mucho si nuestros representantes viajaban en business o en turista, se exigía el mandato imperativo desde viñetas en los periódicos y se publicaban correos personales para indagar en la moralidad de tal o cual foto de safari.”
El protocolo, por su parte, sirve para moderar y civilizar la guerra cultural, que está llena de desplantes, hipérboles y mentiras. La democracia son sus formas, como se suele decir. Pero la prensa a menudo lo convierte en un teatro de vodeviles o en un subgénero del corazón. Rivera fue recibido en la Moncloa por Pedro Sánchez en una sala más pequeña que donde recibió a Casado, y extraemos conclusiones inmediatas. Los análisis sobre sus caras tras la reunión. Las especulaciones sobre su mala relación. Las preguntas en rueda de prensa que se asemejan a las ruedas de prensa tras un partido de fútbol. No es el protocolo visto como el respeto a las instituciones y a las formas, que a menudo no es un capricho sino una manera de respetar el pluralismo (el presidente no puede hacer determinadas cosas saliéndose del protocolo y al hacerlo deslegitima a la oposición). Es el protocolo visto como ve la revista ¡Hola! la boda de un miembro de la Casa Real.
Hay una ansiedad constante en el periodismo sobre aspectos insustanciales. Pero como son temas políticos, como tratan (o parece que tratan) sobre la política y la democracia y nuestro bienestar y nuestras libertades, no pueden verse como temas banales. Se combinan el mantra contemporáneo de la profesión de elaborar “contenido” con una autoimagen de guardianes de la libertad. Recuerdo la indignación de algunos compañeros en la carrera de Periodismo ante la poca formación en periodismo deportivo que nos daban: como nos habían enseñado que ser periodista era ser el cuarto poder, hasta el periodista que cubre en Radio Marca la liga italiana debía considerarse una pieza esencial en la democracia.
Detrás de esto, del protocolo, la guerra cultural, del periodismo político y del corazón, detrás del teatro de vodeviles hay más cosas, a veces más importantes. Están el poder y los intereses económicos, por ejemplo. Y están aspectos que, en lo esencial, y a pesar de los grandes cambios en el sistema de partidos y en las nuevas sensibilidades culturales, no han cambiado. El PSOE de hoy es socioliberal y en cierto modo económicamente ortodoxo, ha gobernado con presupuestos de derechas y ha endurecido su política de fronteras. Pero al mismo tiempo ha sido capaz de recuperar la hegemonía cultural progresista y la ilusión de la izquierda a través de la guerra cultural. Es algo de lo que se queja a menudo la izquierda más a la izquierda de la socialdemocracia: la Gran Recesión ha cambiado Occidente y ha alterado radicalmente los sistemas políticos, pero la economía sigue igual.
El PSOE es el partido que mejor ha sabido separar el “teatro” del “mundo”, como dice el sociólogo Emmanuel Rodríguez:
Las llamadas democracias, en ausencia de golpe de Estado o de ocupación militar, son un teatro sin final. En este nivel, solo podemos prever el movimiento de los personajes, sus tics, sus reiteraciones y ritornelos, pero poco podemos decir de la trayectoria a largo plazo de sus interacciones. […] En el mundo habitan las mil fuerzas que componen la vida de los espectadores, y que de una u otra manera aparecen representadas por boca de los actores del teatro. En este nivel reina el caos y, por eso, el espectador que vive en el mundo se ve la mayor parte de las veces reducido a una comprensión incompleta. Su manera de aproximarse a la política requiere de la mediación teatral y de la identificación con alguno de los personajes de la escena.
El votante perdido del PSOE volvió a casa no porque el partido denegara el artículo 135 o recuperara la reforma laboral o derogara la ley mordaza. Volvió a casa porque se vio seducido por los nuevos actores y sus nuevos papeles, y por un nuevo guion. El PSOE ganó las elecciones porque asumió sin ambages y sin complejos que la política real es solo guerra cultural.
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).