El giro a la izquierda de los candidatos que participaron en el reciente debate Demócrata y que tanto preocupa a algunos es, creo yo, hasta cierto punto comprensible porque sin dejar de ser un país básicamente conservador o de centro-derecha, en las últimas tres décadas casi un tercio de los estadounidenses se han movido a la izquierda del espectro político.
De 1992, cuando los liberales eran un raquítico 17% de la población, a 2018, cuando creció hasta el 26%, la tendencia sigue en ascenso. Más importante, quizás, es que en ese mismo lapso la brecha entre liberales y conservadores ha disminuido en 19 puntos. Es decir, mientras que el porcentaje de ciudadanos que se autodefine como conservadores se ha mantenido estable en un 35%, el aumento de quienes se dicen liberales creció al 26% y sigue creciendo.
Otro factor que explica las posturas liberales de la mayoría de los candidatos que participaron en los recientes debates es la costumbre sacrosanta de que en las elecciones primarias son los activistas, tanto del Partido Demócrata como del Republicano, quienes dictan las agendas. Es decir, al inicio de las elecciones primarias usualmente predominan las voces más extremas de cada partido.
Y si a estos dos factores le agregamos que la mayoría de los demócratas que compiten por la nominación se sitúan dentro del ala más progresista de su partido, no es de extrañar que sus propuestas resulten radicales para un votante de centro-derecha o conservador. Aunque justo sería aclarar que entre los veinte y tantos aspirantes a la candidatura no todos son de izquierda y menos podrían ser catalogados como radicales.
Sin embargo, conforme avancen las primarias y la lista de candidatos se vaya depurando, las posturas irán reacomodándose hacia el centro para llegar a la elección general en una posición más moderada. ¿Por qué? Porque casi el 70% de la población se sitúa entre el centro y la derecha del espectro político, es decir 35% son conservadores y 35% moderados.
A los aspirantes Demócratas les queda un poco más de un año para armar bien una narrativa ganadora. Hay que aterrizar las propuestas sobre la educación gratuita y la reforma migratoria; proponer una nueva reforma fiscal que beneficie a la mayoría de la gente y no solamente a los súper ricos; recordarle a los votantes que fue Obama quien sacó al país de la recesión en la que lo dejó el republicano George W. Bush, y con quien se inició la recuperación económica actual.
Hay que invitarlos a hacer memoria del Obamacare, que mejoró substancialmente el cuidado de la salud. Hay que recordar el respeto con el que los aliados veían al país y la incertidumbre y desasosiego que causa el actual presidente.
Hay que tomar nota de que en 2016 Trump perdió el voto popular por un amplio margen, que hoy su índice de aprobación apenas si llega al 40% y que el número de personas que lo detestamos es mucho mayor. En pocas palabras, que aunque sea el presidente en funciones, es un individuo extremadamente vulnerable.
En una entrevista reciente, cuando Paul Ryan, ex líder de la Cámara Baja, hacía una enconada defensa de la majaderías del presidente, describiéndolas como una forma sincera de comunicarse con su base, Judy Woodruff, la honorable periodista de la televisión pública PBS le preguntó si a su juicio esa forma de actuar y hablar “sentaba un buen ejemplo para los niños”. El público que asistía a la entrevista irrumpió en aplausos, Ryan se atragantó, tomo un sorbo de agua y no pudo contestar la pregunta.
La pregunta que el 3 de noviembre de 2020 todos los votantes estadounidenses deberán hacerse es si Trump es el representante de los valores estadounidenses o es una aberración. La respuesta es evidente.
Escribe sobre temas políticos en varios periódicos en las Américas.