El sello Ace Books le había ofrecido mil dólares como anticipo por En el camino, pero Jack Kerouac no lo firmó. Allen Ginsberg llevaba tiempo esparciendo sus manuscritos entre los editores y le había conseguido un contrato que calificó de “piojoso”, aunque aquella carta de febrero de 1952 sonaba más a broma. “¡Cómo! ¿Ningún millón?”, le escribió antes de augurarle éxito: “Será la Primera Novela Americana”.
Cuando Kerouac recibió esas palabras estaba en San Francisco junto a Neal Cassady, protagonista de una novela que había acabado el año anterior tras un encierro de tres semanas. Fue durante el mes de abril y atado a la máquina de escribir donde había volcado en tromba las experiencias en la carretera junto a Cassady, Ginsberg y William Burroughs, vaciándose hasta la última gota. Conseguir el éxito literario no era algo accesible. Al menos, de momento.
Desde que el 17 de julio de 1947 tomó un autobús a Denver, Colorado, Kerouac había rayado el mapa de Estados Unidos en coche y autobús, solo y acompañado, pagando el billete o levantando el dedo a la orilla de la carretera. Era la tarea acelerada y viva, casi devota, de un hombre que había decidido –si es que las pasiones se deciden– zambullirse en el instante.
En el camino se desbordaba, como la erupción de un volcán. Sus letras estaban vivas y palpitaban y su ritmo era tan endiablado que cortaba el aliento. No era un texto que encajara en parámetros conocidos, y eso repelía a los editores; tampoco ayudaba la estética. Escrito en un rollo de papel desplegable de casi cuarenta metros, su apariencia era la de un amasijo atragantado de palabras: ni el más alucinado de los editores hubiera pensado que un coleccionista pagaría por él dos millones y medio de euros medio siglo después.
Por entonces, el joven escritor continuó esbozando libretas y novelas, viviendo atropelladamente y probando suerte en editoriales, pero en 1954 estaba tan cansado que cambió el título de la novela para hallar el imposible acomodo de En el camino mientras seguía enviando manuscritos. “Los demás [manuscritos] –le confesó a Ginsberg en una carta de junio de aquel año– están en los cajones de mi agente, sin leer y recogiendo polvo; ¿de qué coño sirve?”.
Finalmente, Viking Press publicó el libro en 1957 y apenas dos días después de ponerse a la venta llegó a las páginas de The New York Times. Contra pronóstico, el habitual crítico del diario, conocido por su dureza, no estaba disponible, por lo que fue Gilbert Millstein el encargado de hacer una elogiosa reseña que lo presentaba como el nuevo Hemingway. Los milagros se empezaban a suceder.
Aquella alabanza del Times suponía un oasis de celebración de una novela forajida, y las mismas críticas que habían imaginado los editores al rechazarla ahora se amplificaban en público. Y si Truman Capote llegó a decir que más que escribir, Kerouac “tecleaba”, Nelson Algren comentó que las palabras del novelista no eran prosa, sino “autoindulgencia”.
El dinero, el favor del público, la gloria, los platós de televisión y las entrevistas parecían la resaca concentrada de años de indiferencia, que explotaba ahora. Y él lo iba a aprovechar. En el camino, escribió un Kerouac satisfecho, estaba “metiendo ruido”.
Padre de la generación beat
Kerouac había llegado a Nueva York en 1939 procedente de Lowell, la pequeña ciudad de Massachusetts en la que había nacido 17 años antes. Una beca como jugador de fútbol le permitió matricularse en la Universidad de Columbia en 1940; nunca llegó a graduarse porque luego de una lesión prefirió leer a Shakespeare y ejercitar la escritura que sus cualidades deportivas. La universidad le quitó la beca y él tuvo que dejarla.
Pero la ciudad ya lo había imantado y su primera novela, El pueblo y la ciudad, ahondaba en aquel contraste. Para alguien que venía de un pequeño lugar atravesado por el río Merrimack, hijo de una familia que perdió su negocio de imprenta; para un niño monaguillo que garabateaba historias en cuadernos, para un club de lectura y una pequeña revista, Nueva York era deslumbrante.
Allí probó las primeras drogas, se acostó con las primeras mujeres –algunas de ellas prostitutas–, libó los libros de Thomas Wolfe, se zambulló en el jazz y la poesía y conoció a los amigos a los que estaría unido el resto de su vida. Un cóctel que definiría la médula de la llamada generación beat, nacida en la misma ciudad en la que iban a acabar la mayoría de sus escritos.
En el año 2001, la Biblioteca Pública de Nueva York compró más de un millar de sus documentos, entre los que estaban manuscritos, cuadernos, cartas, objetos personales y sus diarios. Sobre estos últimos, por cierto, había puesto la condición de no divulgarlos hasta que no falleciera Stella, su esposa, sobre quien cayó el legado del escritor tras la muerte de la madre del escritor en 1973.
Muchos años antes, en 1944, Kerouac había conocido a Allen Ginsberg y William Burroughs, los cimientos del grupo de escritores beat, el término que nombró lo que llevaba fraguándose varios años. “Beat quería decir derrotado y marginado pero a la vez colmado de una convicción muy intensa”, escribió Kerouac en la revista Esquire, donde definía la materia prima de sus obras: “Teníamos nuestros propios héroes, nuestros propios místicos, escribíamos novelas sobre ellos, las cantábamos, y componíamos larguísimas odas a los ángeles nuevos de la América subterránea”.
En el camino y el poemario Aullido, de Ginsberg, se convirtieron en las biblias beat por su estilo espontáneo e intenso y su ritmo desbocado, como improvisado, que bebía de los ritmos del jazz. Kerouac lo aprendió de Charlie Parker, a quien rindió culto durante sus conciertos en Nueva York y adoró más allá de su muerte –que coincidió con su 23 cumpleaños–, además de recordarlo en su Mexico City Blues durante una jam session: “Wail, Wop/ Charlie reventaba sus pulmones para alcanzar la velocidad/ Que los velocistas querían/ Y lo que querían/ ¿Era su Desaceleración eterna?”.
Más que una generación, sin embargo, lo beat fue un molde en el que se vertieron diferentes estilos que Kerouac y Ginsberg llevaron a las últimas consecuencias. La crítica ardía en rabia, aunque aquella prosa anárquica y revuelta de Kerouac, casi desvencijada, siguiera un método que desmenuzó en un texto, Esencias de prosa espontánea. En mitad del aparente caos, él tenía su orden.
Ese molde literario necesitaba un héroe de carne y hueso, así que cuando Kerouac conoció a Neal Cassady en 1947, vio en él la figura que encajaba en aquel hombre “derrotado y marginado”. Su biografía alimentaba la leyenda: había nacido en una carretera mientras sus padres viajaban a California y presumía de haber robado 500 coches de adolescente. Iba a ser –y fue– el héroe que espolearía a Kerouac, el espejo de una derrota personal cubierta de gloria literaria.
Tras el repentino éxito de En el camino, los editores vieron un filón para sacar los manuscritos que enmohecían en los despachos. El trabajo acumulado salió a borbotones y, en apenas tres años, vieron la luz Los subterráneos, Los vagabundos del dharma, Doctor Sax o Maggie Cassady, aunque otros tantos escritos fueron desempolvados tras su muerte en 1969. La última obra, hallada entre la montaña de documentos, se tituló El Mar es mi hermano y fue publicada en 2011.
La radiografía de una época
A mitad de siglo, Estados Unidos vivía la euforia tras años de depresión y dos guerras que partieron el mundo. La economía hinchaba las velas y, por primera vez, una generación empezaba a disfrutar de la abundancia. Atrás quedaban los tiempos de penurias, y eso permitía buscar otras cosas. Eso permitía, también, hacerse preguntas.
En pleno desarrollo económico, las carreteras se multiplicaron, el turismo se expandió y los coches, aquellos en los que Kerouac y Cassady se movían frenéticamente, se convirtieron en símbolo de libertad. La vieja ruta 66, que había servido de huida a los derrotados de la Gran Depresión, estaba ahora jalonada por restaurantes, moteles y neones. Estados Unidos entero vivía un anhelo compartido del que Dorothy Parker advirtió a los padres de entonces: “La mejor forma de mantener un hijo en casa es hacer el ambiente agradable y desinflar las ruedas del coche”. Porque las carreteras, los coches y las luces también eran una metáfora de lo que estaba pasando.
Aquella semilla que había germinado en Nueva York en los años cuarenta llegó al oeste, donde otra fecha –la noche del 7 de octubre de 1955– pasó a la historia. En la galería Six de San Francisco, Ginsberg había organizado una velada poética anunciando que “una destacable colección de ángeles se reúnen al mismo tiempo y en el mismo lugar”.
Kerouac rechazó leer sus versos en público pero acudió encantado para ver al propio Ginsberg, a Gary Snyder, Philip Whalen, Michael McClure y a Philip Lamantia. La performance de Aullido, sin embargo, sepultó a las demás lecturas. Fue un éxito que contenía todos los ingredientes de la nueva época en el envoltorio beat –los ritmos, el público, el ambiente– y que la editorial City Lights editó al año siguiente con gran repercusión. También le granjeó un juicio al editor, Lawrence Ferlinghetti, que fue acusado de obscenidad.
El aliento libertario acabó por colarse entre las grietas conservadoras del país. Los beat estaban contribuyendo a expandir el renacimiento de la ciudad, que tuvo su estallido en California –la contracultura– en los años sesenta y cuya herencia se siguió propagando durante las décadas siguientes. Tan solo dos años después de la muerte de Kerouac, Bruce Cook publicó La generación beat, y poco después Allen Ginsberg creó la Escuela de Poesía Incorpórea Jack Kerouac, que sigue funcionando en la Universidad Naropa de Colorado. Por su parte, el Jack Kerouac Project financia estancias a escritores en la cabaña de Orlando donde el novelista escribió Los vagabundos del dharma.
A eso se unen las continuas reediciones y biografías del novelista, además de las investigaciones y preguntas que siguen en el aire. Bill Morgan y David Standford, tras rebuscar y editar en 2010 la enorme correspondencia entre Kerouac y Ginsberg, tampoco supieron responder al enigma: “Aún no se puede asegurar qué lugar ocupan en la historia”.
Es así como la vigencia beat se mantiene, y de ello también dan fe los libros volcados al cine, como Big Sur en 2013. Pero En el camino fue el anhelo más esperado. El propio Kerouac le había propuesto a Marlon Brando que comprara los derechos. “No se preocupe por la estructura del libro: yo sé cómo comprimir y arreglar la trama”, le sugería al actor, que no se tomó la molestia de responder, y el proyecto de la película tuvo que esperar muchas décadas hasta estrenarse, por fin, en 2012.
Una vida llena de sobresaltos
Es difícil separar la vida personal de Kerouac de su literatura. Él, un tímido que forzó por buscarse a sí mismo, tampoco lo tuvo muy claro. Acabó casándose tres veces pero en su imaginario –“un coche rápido, una larga carretera y una mujer al final del camino”– había muchas mujeres más. También en la realidad, volcado febrilmente en tantas amantes. Y aunque a ello contribuía su actitud, su aspecto también formaba parte de la ecuación. Al conocer a Salvador Dalí a finales de 1956, el artista le dijo que era más guapo que Marlon Brando.
Pero ni su belleza ni el éxito literario ni una vida rica en experiencias amortiguaron un desengaño que iba en aumento. Tampoco aliviaron su desengaño las profundas raíces religiosas de su infancia, que siguió cultivando (con matices): si alguna vez sus padres le imaginaron sacerdote, él prefirió adorar la carretera y una versión más sofisticada de la fe, desde que Ginsberg le transmitiera su pasión por las enseñanzas budistas.
En 1955 conoció a Gary Snyder en San Francisco y su convicción budista se redobló. No solo estaba conociendo al poeta que poco después participaría en la histórica velada de la galería Six, sino a un guía espiritual que acabó protagonizando Los vagabundos del dharma. Pero, en realidad, toda la obra de Kerouac, además de sus diarios, cartas y poemas, están atravesadas por la filosofía oriental.
Para Kerouac, los años sesenta transcurrieron discretos, embarcado en sucesivas mudanzas con su madre y Stella, su última esposa, mientras seguía escribiendo y bebiendo con su fervor habitual. El tiempo pasaba con la cadencia de siempre, pero su desengaño se aceleraba, como si los fantasmas y los viejos héroes lo persiguieran. Se encerró en sí mismo, se fue desentendiendo de su pasado y de sus convicciones, y fue señalado por sus incoherencias. Años después, su viejo amigo Bill Burroughs trató de sacar del error a quienes pensaban que Kerouac había cambiado. “Siempre había sido conservador”, dijo en una entrevista recogida en El libro de Jack. Una biografía oral de Jack Kerouac.
En caída libre por el mismo abismo de alcohol por el que habían caído su padre y su hija no reconocida, como si la desgracia fuera en sus genes, siguió escribiendo hasta que su hígado se rindió en 1969.
Si Allen Ginsberg le había dedicado en vida su Aullido –escribió que había escupido inteligencia en once libros en la mitad de ese número de años–, en 1975 acudió a la tumba de Kerouac junto a Bob Dylan. El cantante era un ferviente admirador del novelista y ambos, como homenaje, leyeron versos de Kerouac.
En Rolling Thunder Revue, el documental sobre Dylan dirigido por Martin Scorsese y estrenado este año, el propio músico reconoce que En el camino fue su biblia de juventud. También aparecen las imágenes de la visita al cementerio de Lowell para visitar la tumba de aquel novelista tímido, mujeriego y volcánico. Y una confesión del Dylan actual: que va releer todas las novelas de Kerouac. Porque cincuenta años después de su muerte, hay pasiones que siguen intactas.
es periodista. Ha colaborado en medios como Gatopardo, El País o El Malpensante.