Uno de los fundadores de Simon & Schuster, la colosal editorial estadounidense que a fines del año pasado fracasó en su intento de fusionarse con Penguin Random House, hizo en 1962 una sutil y atinada distinción, imposible de traducir al español sin que suene irremediablemente boba, entre un editor y un publisher: “un editor elige manuscritos, un publisher elige editors”. Para decirlo brevemente, el primero tiene los pies en el mundo de las letras; el segundo, en el de los números (o mejor, en el de los pesos y centavos). Pero Lincoln Schuster fue más allá de su propio chistorete: “Un buen editor debe pensar y planear y decidir como si fuera un publisher, y al revés: un buen publisher debe comportarse como si fuera un editor; a su sensibilidad literaria debe agregar una sensibilidad aritmética”.
Raúl Padilla fue una especie de publisher institucional: un imaginador de proyectos capaz de orquestar equipos (y sumar voluntades y recursos) para volverlos realidades. Que el lector busque en otro sitio el balance de su labor universitaria o como promotor del cine nacional, y aun el retrato en marcados claroscuros de su actividad política; lo que puedo hacer de botepronto es uno que pondere sus iniciativas en torno a los libros y la lectura.
Descubro en las múltiples semblanzas que se han publicado en las últimas horas que el veinteañero Padilla, incluso antes de presidir la Federación de Estudiantes Universitarios, animó un par de publicaciones con nombres crípticos, A y Omeyotl, experiencia que seguramente no dejó mayor huella en él, pero en varias ocasiones lo escuché referir sus andanzas como librero, en un emprendimiento familiar llamado Don Quijote, y como organizador de una feria municipal, de donde le vendría una afición por los libros más allá de la mera lectura. Su gran acierto, quizás al principio sólo con carácter instrumental pues la rectoría de su universidad estaba entre sus metas de corto plazo, fue la fundación en 1987 de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, a la que en sus primeras ediciones sin duda el adjetivo le quedaba más que grande.
Dirigida al alimón por Maricarmen Canales y Margarita Sierra, luego fugaz y confusamente por María Luisa Armendáriz, más tarde por la infatigable Nubia Macías y hoy por la también editora Marisol Schulz, la fil supo crearse su propia identidad, fuera del fárrago capitalino, con una fuerte presencia primero de bibliotecarios estadounidenses —que fueron durante algunos años una especie de rey Midas venido del norte— y luego con visitantes de todo el mundo. Para su imaginativa oferta profesional sin duda se benefició de los consejos y el padrinazgo de Peter Weidhaas, director histórico de la Feria de Fráncfort y un enamorado del mundo libresco de América Latina.
Dentro del coctel que disfrutamos los que vamos a Guadalajara para cerrar el año a comienzos de diciembre, perdura la entrega del Reconocimiento al Mérito Editorial, una especie de cálido abrazo entre pares que ha distinguido a figuras clave de la escena iberoamericana, como Arnaldo Orfila Reynal, Neus Espresate, Jorge Herralde, Beatriz de Moura y Adriana Hidalgo, entre otros pesos completos de la industria.
De corta duración pero en la misma sintonía, gracias a Raúl se creó el Centro Internacional de Estudios para Editores y Libreros, que a cargo de Jesús Anaya permitió hacer realidad una idea largamente anhelada en el gremio: la profesionalización del editor. Es una lástima que su Maestría en Edición, de la que hubo apenas dos camadas, haya quedado trunca antes de tiempo. Quizá su egresada más distinguida sea Sayri Karp, la hoy directora de la Editorial Universitaria de la UdeG, otra de las originales invenciones de Raúl, que quiso explorar con una empresa parauniversitaria un modelo que se librara de la artritis que a menudo afecta a los departamentos de publicaciones de las instituciones universitarias.
En su paso como rector de la Universidad de Guadalajara, Padilla logró que se destinara el ex templo de Santo Tomás de Aquino a ser sede de la Biblioteca Iberoamericana Octavio Paz, inventada en 1991 a raíz de un encuentro de mandatarios de todo el continente y que tuvo durante dos décadas y media a Fernando del Paso como director.
Por si tal aglomeración de nombres célebres no fuera suficiente, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes apadrinaron en 1994, con el estipendio que recibían del gobierno mexicano como creadores eméritos, la Cátedra Julio Cortázar, coordinada por Padilla, una singular caja de resonancia que la UdeG ha puesto a disposición lo mismo de escritores que de politólogos, de periodistas que de historiadores, con el deseo de mantener vivo un género literario venido a menos: la conferencia para un público no especializado. Remate de estas hibridaciones literarias fue el acercamiento que propició entre la Fundación Universidad de Guadalajara y la Bienal de Novela Mario Vargas Llosa. (Quizás el mayor tropiezo onomástico de Raúl ocurrió cuando, por un berrinche, fue necesario retirar la fórmula “Juan Rulfo” del premio que anualmente concede la feria, uno de cuyos grandes atributos es considerar a todas las lenguas romances como un espacio lingüístico relativamente uniforme.)
Concluyo fijando la mirada en un amplio predio de Zapopan, considerado “lejano” incluso por los propios tapatíos, en el que conviven la Biblioteca Pública del Estado de Jalisco Juan José Arreola, la Librería Carlos Fuentes y el Centro Documental de Literatura Iberoamericana Carmen Balcells. No dudo de que la apuesta del gobierno estatal, de la UdeG y de empresas como Telmex por crear un polo de desarrollo urbano merezca ser bautizada con el título de una novelita de Italo Calvino, La especulación inmobiliaria, pero se requería una visión de largo plazo para sembrar una hermosa cineteca, un teatro más que versátil, un museo de ciencias ambientales y las tres referidas instituciones en ese páramo.
Supongo que al ver los deschistados estands de la primera feria del libro alguien habrá desdeñado esa jugada, y hoy tiene que morderse la lengua (aunque, claro, la suntuosa arquitectura del reciente conglomerado cultural dista mucho de la precariedad de la primera FIL). Hoy tal vez sorprenda que la librería más grande del país, medida por los metros cuadrados destinados a la exhibición de ejemplares, esté ahí, pero yo confiaría en el ojo de quien contribuyó a elegir ese enclave mirando lejos en el tiempo.
Sería ridículo creer que Padilla ideó cada detalle de estos proyectos o que son fruto de su ingenio en soledad, como lo sería pensar que el dueño de una gran editorial conoce al detalle cada una de las obras que publica. Sin conocer la recomendación de Schuster, Raúl supo unir su sensibilidad literaria con la aritmética. Muchos de los que habitamos el mundillo del libro se lo reconocemos sin tapujos.