Evo Morales fue demasiado lejos para Bolivia

La caída del presidente boliviano no solo debería inquietar a los tiranos de izquierda como Maduro. También debería aterrorizar a los populistas de extrema derecha.
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Evo Morales lleva muchos años atacando la democracia boliviana. Desde que llegó al cargo en 2006, ha concentrado cada vez más poder en sus propias manos, ha denunciado a la oposición en términos cada vez más despectivos, y ha puesto a sus seguidores en instituciones clave desde la emisora pública del país a su más alto tribunal.

Cuando Morales empezó a chocar con el límite de dos legislaturas para los presidentes estipulado por la constitución que él mismo había defendido en 2009, su enemistad hacia cualquier apariencia de Estado de derecho se hizo aún más evidente. En 2016, celebró un referéndum vinculante que le permitiría permanecer en el cargo de manera indefinida. Cuando una mayoría de bolivianos rechazó la propuesta, Morales recurrió a su control cada vez más fuerte de las instituciones para salirse con la suya: en 2017, el Tribunal Supremo sentenció que poner límites a la duración de su tiempo en el cargo violaría los derechos humanos de Morales.

Gracias a esta extraña decisión, Morales pudo presentarse a otra legislatura en el cargo este año. Para garantizar su elección en la primera ronda, celebrada el 20 de octubre, necesitaba obtener una mayoría de los votos o superar a su seguidor más inmediato en al menos un 10%. A medida que pasaba la noche, y la comisión electoral oficial del Estado actualizaba los resultados en tiempo real, resultaba claro que iba a quedar muy lejos del objetivo.

Fue entonces cuando el recuento de los votos se congeló repentinamente. Durante 24 horas, el sitio web de la comisión electoral no ofreció más actualizaciones. Después se anunció oficialmente el resultado final: supuestamente, Morales había obtenido el 47,1% y Carlos Mesa el 35,5%, ganando la elección directamente.

La poderosa evidencia circunstancial de fraude electoral logró inspirar lo que años de ataques más sutiles a las instituciones democráticas no habían logrado hacer: millones de bolivianos salieron a la calle para pedir una elección justa. Los amenazaron y golpearon bandas progubernamentales. De forma paulatina pero segura, el ánimo del público se volvió contra Morales. Parte de la policía y el ejército de Bolivia dejaron claro que ya no estaban dispuestos a cumplir sus órdenes violentas.

Cuando una misión independiente de observadores de la Organización de Estados Americanos (OEA) publicó su auditoría de la elección este sábado, el secreto quedó revelado. Después de que la OEA anunciara que había habido “claras manipulaciones” en el voto en un informe muy duro, Morales aceptó nuevas elecciones. Unas horas después, cuando decenas de sus aliados empezaban a abandonar el barco que se hundía, dimitió de su cargo.

La partida de Morales señala tanto un cambio en la política latinoamericana como una punzante refutación de la ingenuidad de partes de la izquierda occidental. Aunque siempre ha habido pruebas contundentes de sus inclinaciones antidemocráticas, nuevos líderes socialistas como Hugo Chávez en Venezuela y Morales en Bolivia se celebraron ampliamente como el futuro rostro de América Latina.

Ahora no queda prácticamente de ese atractivo. Chávez y su sucesor, Nicolás Maduro, han hecho que Venezuela sea profundamente autoritaria y escandalosamente pobre. Mientras tanto, los bolivianos han salido en grandes cantidades a evitar que Morales se vuelva contra ellos con su creciente violencia diaria. Como sostiene uno de los eslóganes más famosos de la izquierda latinoamericana, el pueblo unido jamás será vencido.

Desde el este al oeste, desde el sur al norte, el sueño de la llamada ola rosa de América Latina se ha convertido en una pesadilla. Y no se debería perdonar a los muchos estudiosos, escritores y políticos que durante han años han elogiado a aspirantes a dictadores como Maduro y Morales que han sacrificado los derechos de un pueblo lejano en el altar de su ideología rígida.

Temporada de protestas

De Beirut a París, y de Santiago a Hong Kong, millones de personas han salido a la calle para hacer responsables a sus gobiernos. Sería tentador creer que todos esos movimientos de masas están causados por los mismos factores y buscan los mismos objetivos.

Sin duda hay algunas cosas importantes en común. En cada caso, los que protestan han llegado a la conclusión de que los poderosos no ofrecen respuesta suficiente a sus demandas e ignoran cada vez más sus deseos. Y en cada caso han hecho uso de las amplias oportunidades para la movilización que crean las redes sociales, de Facebook a WhatsApp. Y, sin embargo, las diferencias ocultas entre estos movimientos de protesta son en último término más importantes que sus obvios parecidos.

Un conjunto de manifestantes, como los estudiantes de Chile y los chalecos amarillos de Francia, expresan su descontento con gobiernos democráticos. Demuestran, que, al menos en un importante aspecto, Francis Fukuyama era demasiado optimista en su famosa tesis del fin de la historia: las democracias liberales no son tan hábiles para resolver sus “contradicciones internas” como había proyectado.

En muchos países, una mezcla de estancamiento económico, creciente desigualdad y rápido cambio cultural han hecho que grandes cantidades de ciudadanos se vuelvan profundamente escépticas de sus instituciones democráticas. Al margen de que las protestas de París y Santiago acaben por encontrar expresión en la política de partidos, las fuerzas que las alimentan son similares a las que han hecho que una oleada de políticos populistas ocupe cargos de Brasil a México, de Italia a Estados Unidos.

Otro tipo de manifestantes, en cambio, se encuentran en un estado muy posterior de la lucha entre democracia y autocracia. Los ciudadanos que han salido en grandes cantidades en Caracas y La Paz, e incluso los que empiezan a responder a gobiernos crecientemente autocráticos en Budapest y Estambul, no están desilusionados por los fallos de las instituciones democráticas. Más bien al contrario: a medida que empiezan a ver sus derechos y libertades democráticos amenazados en sus vidas diarias, están más seguros de que deben luchar por ellos.

Esto muestra que la criticada tesis de Fukuyama contiene bastante más sabiduría de lo que muchos creen ahora. Porque, aunque la democracia liberal ha resultado mucho más frágil de lo que muchos científicos sociales asumían hace unos pocos años, no se vislumbra un sistema político alternativo que resuelva mejor sus contradicciones internas. Mientras que los populistas, de derecha y de izquierda, se han mostrado asombrosamente hábiles a la hora de socavar los sistemas democráticos con la falsa promesa de “devolver el poder al pueblo”, sus instintos autoritarios vuelven a grandes sectores de la población en su contra. Los valores centrales de la democracia liberal -la libertad individual y la autodeterminación colectiva- pueden ser más universales de lo que los reveses recientes podrían sugerir.

Escribo estas líneas en Praga, donde hablo en un acto que conmemora el treinta aniversario de la caída del muro de Berlín. El estado de ánimo entre los distinguidos participantes -muchos de los cuales desempeñaron papeles protagonistas cuando el pueblo de Checoslovaquia derribó su régimen comunista hace tres décadas- ha sido llamativamente sombrío: aunque Europa central parecía avanzar de manera segura hacia un futuro democrático hasta hace poco, ahora los populistas amenazan la supervivencia de las instituciones democráticas en muchos países de todo el continente.

En Hungría, Orbán ha logrado erigir lo que es de facto una dictadura. En Polonia, un gobierno de ideas similares acaba de obtener una segunda legislatura aunque (o quizá porque) prometió emular su modelo. Incluso en la República Checa, un presidente populista y un primer ministro multimillonario, cada uno a su manera, atacan la legitimidad de unas instituciones democráticas que costó mucho conseguir.

Pero, volviendo al 10 de noviembre, justo un día después de que las festividades globales que conmemoraban la caída del muro de Berlín alcanzaran su cúspide, los acontecimientos recientes en La Paz deberían hacer que nos atreviéramos a esperar de nuevo un futuro mejor. El pueblo de Bolivia se mostró finalmente contrario a tolerar la pérdida de sus libertades en manos de un gobierno que siempre había prometido expandirlas. Hay buenas razones para esperar que los pueblos de Brasil, Hungría y la República Checa, de manera similar, lleguen a rebelarse ante las falsas promesas de los populistas que ahora los gobiernan.

En ese sentido, la inspiradora victoria del pueblo boliviano tiene un significado que va más allá de América Latina. La repentina pérdida de apoyos de Morales no solo debería asustar a los dictadores izquierdistas en dificultades, como Nicolás Maduro en Venezuela; también debería aterrorizar a los populistas de extrema derecha, como el húngaro Viktor Orbán o el turco Recep Tayyip Erdogan, , que todavía parecen controlar con firmeza el poder.

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

 

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Yascha Mounk es director de Persuasion.


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