Elvira Hernández
Sobre la incomodidad. Apuntes de poesía chilena
Santiago de Chile, Ediciones Universidad Diego Portales, 2018, 76 pp.
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Los trabajos y los días
Buenos Aires, Lumen, 2016, 300 pp.
La poesía chilena se distingue del resto de las tradiciones latinoamericanas por su tendencia a lo discursivo. En sus autores, desde Gabriela Mistral hasta Pablo Neruda, Enrique Lihn o Gonzalo Rojas, encontramos la identificación del poema con un solo proyecto de vida y escritura. Mistral desea escribir “El poema de Chile”; Neruda escribe un Canto General que sirve como piedra fundacional de una perspectiva estética; Rojas juega con sus propias creaciones y las entremezcla sin importarle que estén separadas por la distancia histórica. Incluso casos muy particulares, como el de Vicente Huidobro, no escapan del carácter expansivo e intenso con el que uno suele identificar las poéticas del país sudamericano: aún Altazor, poema que se abre y se fragmenta, está integrado en un discurso que tiende a la cimentación de un “yo”. En este sentido, la poesía de Elvira Hernández, que en lugar de construir proyectos basados en la expansión de su propia voz lírica o en alguna armadura conceptual parece partir de un significante –la bandera de Chile, la ausencia del ser amado, una pintura de Giorgio de Chirico– y cincelarlo por medio del lenguaje, funciona como una rebelión frente a los cánones de la tradición poética de la que proviene. “Mi escritura se ha hecho en el ocultamiento”, dice en su ensayo “Sobre la incomodidad”, y ese ocultamiento es la principal pulsión de su obra.
Perteneciente, en voz y temporalidad, a la generación de Raúl Zurita, Diamela Eltit, Juan Luis Martínez, y otros poetas activistas, la escritora se niega la posibilidad de referir directamente o “adueñarse” de los acontecimientos que entrecruzan sus creaciones. En lugar de exhibir, sugiere. En lugar de proclamar o “tomar la palabra”, indica en silencio. La evolución de esta búsqueda es a lo que nos aproximamos en la antología Los trabajos y los días, que recorre cuarenta años de poesía en orden cronológico. En sus primeros libros, La bandera de Chile (1981) y Cuerpos encontrados en varias partes (1982), atestiguamos el nacimiento de ese proceder debido al impacto que provoca la tragedia. Enfrentada con lo indecible, con la barbarie, la autora fija su mirada en los pedazos, en lo inmóvil, en los yacimientos que apuntan a la dictadura: “La bandera de Chile está tendida entre 2 edificios / se infla su tela como una barriga ulcerada –cae como / teta vieja–” (La bandera de Chile); “Los clavos pasaron por la carne amorosa eterna”, “la culpa apareciendo como mina de cal dinamitada” (Cuerpos encontrados en varias partes). En un orden más bien cubista, puesto en perspectiva contra los ejercicios más abstractos de sus contemporáneos Zurita y Eltit, Hernández construye imágenes de podredumbre y desolación por medio del uso de la metáfora extendida: en el primer libro, la bandera de Chile es Chile mismo; en el segundo, el cuerpo del ahogado que se describe aparece como receptor de toda la violencia estructural que es la razón de ser del poema.
Después de la promesa inaugural que ofrecen sus dos primeros volúmenes, nos encontramos con el que acaso sea el poemario más urgente de su obra. El orden de los días (escrito en 1982, publicado en 1991 en Colombia) funciona como una especie de diario de la descomposición social, testimonio de lo que es vivir cotidianamente bajo la represión. Contiene tanta oscuridad como los dos anteriores, pero también está quebrado por momentos de paz que esclarecen el sufrimiento que busca comunicarse. Ya no estamos frente a la deconstrucción de un símbolo, una imagen o un cuerpo, sino que atestiguamos una quebradura frente a los ojos, un dolor que va más allá de la tragedia y se involucra con una vida que sigue, a pesar de todo: “subieron el pan en dos pesos”; “un hombre le grita a nadie ¡sálvenme! / nadie será testigo en una calle”; “Día 28 / todo permanece igual / es aterrador”; “alguien le escribe a la muerte / escribe los muertos todos con sus nombres / sus inservibles lápidas”. En cierto sentido, El orden de los días podría verse como una respuesta al Purgatorio de Zurita, donde el poeta se posesiona de su país, transmite la circunstancia con una intensidad desoladora, incluso profética. La oriunda de Lebu, en cambio, solo observa y dice: lo terrible de la dictadura, la parsimonia de lo cotidiano, el aburrimiento y el pesar de la existencia, respiran en sus palabras como la vida que conocemos, sin aspavientos.
En los textos que la antología nos presenta después de El orden de los días podemos encontrarnos con momentos que se acercan a la fuerza de este libro, pero las imágenes y el pensamiento están atravesados por otras complejidades. La dictadura y la represión ya no son los ejes de su poética, aunque se filtran constantemente en las imágenes que la autora ofrece. Esto se mira en algunos versos de Meditaciones físicas por un hombre que se fue (1987), Arre Halley Arre (1986), Santiago Waria (1992) y Seña de mano para Giorgio de Chirico (2004), libros donde la potencia de las imágenes, el uso de la fragmentación y la sugerencia de un presente trágico se entremezclan con otras preocupaciones de orden estético e histórico. En esta etapa de creación, Hernández introduce aún más elementos experimentales en su proceso: alusiones a la cultura anglosajona, a lo popular y a la implementación de la política neoliberal en Chile se filtran en sus búsquedas; sin embargo, esta etapa también se enfrenta con lo difícil de nombrar una violencia subyacente, resultando en una poética de lo indeterminado que expande las fronteras de su propio trabajo: “Perseguir la ceguera de su imagen / perseguirlo en la veloz negrura” (Arre Halley Arre), “y yo quise decir algo / con estas palabras que no tienen sabor a nada” (Seña de mano para Giorgio de Chirico). En esa búsqueda de poetizar desde lo menor y lo fragmentario, sin embargo, los poemas de esta etapa se conciben saturados, a veces repetitivos, cosa que logra conciliar en su etapa siguiente de creación. Ese “decir algo con palabras que no tienen sabor a nada” que enuncia en Seña de mano… se convierte en el impulso que domina su escritura más reciente: la de los libros escritos durante los últimos veinte años.
Los últimos textos recogidos en la antología siguen las huellas de un regreso a la simplicidad, a la deconstrucción de la imagen poética usada en sus primeros trabajos, pero sin olvidar las posibilidades políticas y estéticas que construyó a lo largo de su obra. En sus últimos libros encontramos poemas más breves, que apuntan certeramente a dolores, espacios habitables y al lenguaje en sí mismo. En ellos se dan cita la inventiva formal y la habilidad para generar discurso mediante fragmentos que también aparecen en sus libros anteriores: textos como los recogidos en Cuaderno de deportes (2010), Seudoaraucana y otras banderas (2017) y Pájaros desde mi ventana (2018) manifiestan este control con el que la poeta ha logrado manejar sus recursos. De entre ellos, Seudoaraucana es el que más ha llamado mi atención, porque establece una relación histórica entre la situación social en Chile de los setenta y la contemporánea, y pone de manifiesto la inconformidad con el castigo histórico para los culpables de la dictadura, la imposibilidad de conciliar el pasado con la calma superficial del presente y, en fin, sirve como un regreso a los intereses que construyeron los primeros tres libros de la autora.
Mención aparte merecen los recursos lingüísticos desarrollados en esta última etapa de creación, que vinculan a Hernández con una poesía de corte más actual, y a veces funcionan como vasos comunicantes entre ideas populares en nuestro contexto como la “Language Poetry” y las poéticas conceptualistas. En Cuaderno de deportes, por ejemplo, enuncia el ejercicio de escribir poesía como “un camino desolado y desollado” y aborda la figura clásica del mecenas del poeta comparándola con el del deportista: le pide a su sponsor, a aquello que la hace escribir, que proteja “estos invisibles granos de arena / porque creo que también ves en lo invisible”. Esta atención a la palabra, esta pregunta originada desde la incertidumbre, le otorga a su última poesía una particular sensación de frescura. Pienso en escritores que trabajan desde la misma cuestión, como Mario Montalbetti (desde una frontera cruzada por lo académico) o Mariano Platt (desde la escritura como búsqueda de plasmar la lengua cotidiana) y descubro que estos últimos libros, a pesar de que se sientan menos viscerales y urgentes que los primeros, son importantes para comprender no solamente la evolución de la literatura chilena, sino que se insertan en una discusión importante para la poesía latinoamericana actual. ¿Cómo recuperar la sinceridad, después de un siglo donde la poesía funcionó para denunciar atrocidades, en una circunstancia donde la violencia es igual de telúrica, pero se encuentra invisibilizada por recursos institucionales y mediáticos? ¿Cómo escribir nuestra condición entre lo precario y lo posmoderno?
Al recoger casi toda una obra, Los trabajos y los días desemboca en este cuestionamiento: no es, como impulsa la tradición chilena, una obra del yo/totalidad/nación, ni una obra cimentada en el ejercicio directo de la denuncia o la proclamación política, sino que es una poesía que tiende al silencio, al espacio donde conviven el lenguaje y la nada, al ser aquí del texto mismo. Por su parte, Sobre la incomodidad funciona como una especie de soporte de la obra poética: por medio de ensayos breves y textos de orden fragmentario, Hernández estudia su propio lugar en la tradición, se posiciona frente al canon y dialoga con sus contemporáneos, así como se acerca a la poesía de autores jóvenes. Sin embargo, por su brevedad, estos ensayos no alcanzan a desarrollar una visión clara del quehacer poético; y no es que tengan que hacerlo, ya que la escritora defiende la posibilidad de la poesía como un área gris entre discursos decididos, como una forma de no-decir frente a un lenguaje contaminado de retóricas vacías. Su obra ensayística, tanto como la poética, se beneficia de este tomar posición en los márgenes.
Escritora declaradamente “menor” en una tradición llena de poetas que parecieran definirse a sí mismos como “mayores”, Hernández encuentra su poder en la indeterminación, reconoce plenamente las posibilidades estéticas y políticas de la lengua, sabe usarlas, pero nunca reclama alguna especie de propiedad sobre ellas. Al dejar este espacio vacío entre obra y autor, entre autor y lenguaje, nos hace enfrentarnos con tres cuestiones a lo largo de su obra. La primera, ¿cómo enunciar el peligro latente?; la segunda, ¿cómo pensar el arte desde una actualidad convulsa?; y, al final, ¿cómo comunicar las intensidades de la historia por medio de la desnudez del lenguaje? A pesar de momentos fallidos, de experimentos que no cuajan y de búsquedas infructuosas, en sus mejores textos esta antología nos permite acercarnos a un futuro en construcción para el proceder literario de nuestro continente. Producto innegable de su espacio y de su época, el trabajo de Elvira Hernández abre un camino para cuestionar nuestro presente: en una realidad donde el poder y sus retóricas se ven socavados por una violencia que rebasa toda certidumbre, quizá lo más sabio sea tender al ocultamiento, a lo indecible del ahora, y escribir desde ahí. ~
(Naucalpan, 1994) escribe poemas y ensayos. Su primer libro, Fracción continua, fue publicado por el FOEM en 2022.