En las bodas católicas se suele leer la carta de San Pablo a los Corintios, que yo creo que no se entiende mucho o que está tan leída que ha dejado de entenderse, y que tiene algo admonitorio que desazona. En otras ocasiones se lee algún fragmento del Cantar de los cantares; me gusta más, porque con todo su sistema de perspectivas y de colinas por las que se asoman y bajan trotando los amantes, parece una etapa de la historia de la pintura más que un libro, y porque al oírlo ahí todos juntos en los bancos de la iglesia nos imaginamos la vida como debería ser, y como quizá es realmente: cabras y gacelas y nosotros correteando para siempre entre cedros y fuentes en la cenefa sin fin de una vasija.
¿No leen nunca en las bodas el Eclesiastés, que aunque suena como si te arrojasen arena del desierto a los ojos, propone este ligero plan epicúreo, idóneo para inaugurar un matrimonio o lo que sea: “Vamos, come tu pan con alegría, bebe tu vino con gratitud en el corazón; a Dios le complace lo que haces. Blanca sea tu vestimenta en todo momento, y que a tu cabeza no le falten los ungüentos. Pasa la vida con alguien a quien ames, todos los días que pases bajo el sol, porque esto se te ha concedido en el mundo de los vivos, por las penas que sufres bajo el sol. Todo aquello que tu mano sea capaz de hacer, hazlo, mientras tengas fuerzas. Porque no hay acción, no hay invención, en la tierra a la que nos dirigimos”?
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Cuando era más joven y más vulnerable, fuimos a pasar unos días que teníamos libres a un pueblo de montaña. Era verano. Nos bañamos en el río a su paso por un pueblo abandonado, e imaginamos a sus antiguos habitantes. En otros pueblos vimos muchas iglesias románicas a las que les habían arrancado las puertas pero que conservaban color en los capiteles e incluso trozos de frescos, cosa que yo no había visto antes. Bebimos una cerveza en una terraza natural que se abría a un paisaje donde el sol volcaba su tarro de miel y en la que había una fuente dedicada a una santa cuyo nombre no habíamos oído nunca. Subimos a un castillo en ruinas donde soplaba mucho viento y que en un muro tenía una abertura por la que encuadramos el horizonte. Íbamos por carreteras sin quitamiedos, tan serpenteantes, tan empinadas, con cortados tan verticales a los lados, que las manos se me agarrotaban congeladas al volante y llegué a guardarme en el bolsillo una nota donde les decía a mis padres que les quería. De día hacía calor y por la noche nos poníamos chaqueta y calcetines. Una de las noches coincidió con las lágrimas de San Lorenzo y las vimos desde un descampado delante del hotel; hubo que atravesar la enorme zona de aparcamiento, con todos los coches apacentados e incongruentes con el espectáculo de las estrellas móviles. De día comíamos un bocadillo en cualquier muro, pero para las noches habíamos dado con un restaurante bastante encantador especializado en brasas. Por variar, una noche que nos sentamos a cenar me apeteció tomar pescado, pero no había. “¿Por qué no pedimos pulpo?” “No”, me dijo, “porque la semana que viene yo me voy a Galicia, donde hay el mejor pulpo, y no tiene sentido que me tome un pulpo en este pueblo de montaña”. Como yo no tenía dinero porque llevaba varios meses sin trabajo, cenamos conejo a la brasa por cuarta noche consecutiva.
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Parece que el amor emana del corazón. Durante muchos años no entendí lo que era el corazón. Más precisamente, diré que no lo notaba. “Sigue a tu corazón”, “el corazón no se equivoca”, “haz lo que te dicte el corazón”. Me esforzaba con todas mis fuerzas y no conseguía ver qué era el corazón, pero más preocupante era no poder distinguir lo que quería y lo que dictaba. También cuando era pequeña, y creo que viene al caso el recuerdo, creía que se pensaba con las orejas, porque era en las orejas donde percibía la intensa actividad de estar concentrada.
He tenido dos visiones en mi vida, las dos muy sencillas. O más bien las visiones sobrevienen. Una mañana que cruzaba la glorieta de Neptuno en Madrid, vi de pronto y con toda claridad que llevaba en el pecho, entre las costillas, una alcancía rota de la que salían varias monedas de oro. No la vi como vemos las cosas con la mente, la vi como estoy viendo las letras de este artículo que escribo, cuando consigo decir algo con ellas. No es que a partir de entonces supiese amar mejor, pero la visión no la he olvidado. ¿Cómo no pensar que aquello tenía algo que ver con el corazón?
Había leído, claro, a Oscar Wilde decir en la Balada de la cárcel de Reading que el corazón tiene que romperse. También lo dice Leonard Cohen: para que entre la luz. Y esta es la frase de Léon Bloy que eligió Graham Greene para abrir El fin del romance: “nuestro pobre corazón tiene lugares que no existen todavía, en los que entra el dolor para que puedan existir”.
Son frases misteriosas y aunque sigo sin entenderlas del todo creo que lo que dicen es muy importante.
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Una amiga mía profesora se acercó en el recreo a un niño desconsolado: “lloro porque no tengo sentimientos”. ¡Yo lloro por lo mismo y le saco treinta años! Pero por algún lugar hay que abrir la grieta. Vamos. ~
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).