Antonio Gamoneda
Esta luz. Poesía reunida. Volúmenes 1 y 2
Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2019, 672 y 512 pp.
No lo afirmo para que se me perdonen los pequeños reparos que apuntaré después, pero es justo comenzar esta página explicando que Antonio Gamoneda fue un poeta completamente crucial para mí cuando, por culpa de las coplas de Manrique, empecé a leer poesía en serio. Por razones que, esas sí, ya no vienen al caso, llegué a la decisiva compilación de Edad (Poesía 1947-1986) en 1993, y pocas veces viví en aquellos primeros años de lector de versos un impacto similar al que me ofreció ese libro, especialmente las páginas que recogían Blues castellano, y muy especialmente poemas tan literalmente impresionantes como “Después de veinte años” o el “Blues del cementerio”. Recuerdo bien la conmoción incomparable de esa lectura, que se mantuvo a lo largo de los años y de las sucesivas visitas a ese libro, un trabajo que hay que apuntar en la lista de méritos de Miguel Casado, y que, tras el Premio Nacional de Poesía de 1987, activó un interés por la obra de Gamoneda que no ha dejado de crecer hasta hoy mismo y que lo ha convertido en uno de los principales poetas españoles vivos, de los más prestigiosos y aclamados.
Cuando en 2004 toda la poesía del autor volvió a reunirse en Esta luz, de nuevo con paratextos de Casado, siempre correctos y meritorios, se mantenía mi “lealtad” hacia el Blues castellano y el Gamoneda más inteligible, pero mis deslumbramientos, muy matizados ya y mucho más cautelosos, se habían desplazado hacia las zonas de su obra protagonizadas por el misterio, por la alegoría, por un recuerdo de la guerra, el miedo y el dolor que ya no era directo ni obvio, sino que se agazapaba en palabras enigmáticas y hermosas que acertaban a expresar una perspectiva muy dura, casi luctuosa, de la vida: en esos movimientos poéticos hay una honda desesperación, sí, pero es una desesperación fértil, y el resultado son palabras fúnebres pero duraderas, exitosas en su propósito de cantar y preservar un mundo en el que cualquier vitalidad o cualquier alegría han sido arrasadas, extirpadas. La Descripción de la mentira o el Libro del frío levantaban una suerte de mitología castellana que era ya perceptiblemente distinta, siendo en el fondo la misma: los mimbres y temas de su poesía eran idénticos, pero el tono y la forma habían mutado hacia un lenguaje nuevo que, más o menos, ha sido ya definitivo en Gamoneda. Versículos sublimes o por lo menos estimulantes (“Hubo un tiempo en que mis únicas pasiones eran la pobreza y la lluvia. / Ahora siento la pureza de los límites y mi pasión no existiría si supiese mi nombre”) convivían allí con otros lastrados por su solemnidad exagerada, o por un tremendismo desenfocado, o por la simple elección de sustantivos que asumían numerosos riesgos y que en demasiadas ocasiones, de hecho, deshacían el hechizo (“Voy a pactar con tu desaparición y tú me serás dócil como manteca puesta sobre la garganta”, “No pongas lombrices encima de mi alma”…), hasta el punto de que podía llegar a hacerse involuntariamente cómico lo que pretendía ser estremecedor (extremo al que sí han llegado muchas veces algunos discípulos de Gamoneda, como César Antonio Molina –que es, por otro lado, un poeta interesante, con momentos muy buenos– u Olvido García Valdés). En ese sentido, y si se me permite el exceso, la obra de Gamoneda es a la poesía un poco lo que el Atlético de Madrid al fútbol, es decir, algo capaz de alcanzar las gestas más gloriosas, las conquistas más inexplicables y, digamos, milagrosas, y al verso siguiente caer hasta lo grotesco, permitirse batacazos y hasta ridículos difíciles de creer.
Esa irregularidad (todos los poetas del mundo son irregulares, no se puede no ser irregular, pero algunos lo son más que otros) continuaba en Arden las pérdidas, su sobresaliente libro de 2003, pero mucho más contenida, más controlada, sin excesos ni por arriba ni por abajo: los versos se hacen más cortos, y aquí leemos los poemas más lacónicos que Gamoneda ha publicado nunca, más aún que los de los años cuarenta, antes del inaugural y ya estupendo Sublevación inmóvil: “Las uñas de animales inexistentes arrancan nuestros ojos en los sueños. / Así es la noche.” El tono, como se ve, seguía siendo triste, pesimista, herido…, pero con ese libro, de alguna manera, se concluía algo en ese sentido, como si el autor ya hubiese conseguido liberarse de todo el dolor que necesitaba expresar, y a partir de entonces, desde Cecilia (libro dedicado a su nieta y en el que encontramos a un Gamoneda casi feliz, con esperanza, con dulzura…), hubiese resuelto unas deudas atávicas, un deber remoto y difícil que tenía que ver con lo heredado, con la injusticia telúrica y también la injusticia histórica.
Esa es una buena noticia, sin duda, pero a la vez ha hecho que la poesía de Gamoneda pierda buena parte de su fuerza, como se comprueba en el segundo volumen de Esta luz, recién publicado, que recoge la poesía escrita entre 2005 y este 2019. El hecho de dedicar poemas y hasta libros enteros a asuntos más ocasionales o incluso circunstanciales ha cambiado claramente la poesía de Gamoneda, y no para mejor. Sigue siendo, por supuesto, el poeta que siempre fue, un poeta enorme y verdadero con una mirada profunda y poderosa, pero diríamos que su nivel de autoexigencia se ha relajado, y no poco. Poemas dirigidos a amigos para comentar o celebrar asuntos más o menos particulares o por lo menos imprecisos, pequeños experimentos, textos escritos expresamente para series pictóricas, cuadernos monográficos, no sé si incluso descartes (se incluye ahora, por ejemplo, el Libro de los venenos, excluido siempre del conjunto, curioso pero también aburrido…), comentarios a la actualidad informativa, poemas muy recientes y todavía muy aislados y titubeantes que tal vez no han sido suficientemente reposados (lo digo porque algunos de ellos no superarían ni por casualidad la inflexible severidad con la que Gamoneda ha leído siempre a los demás poetas), ese tipo de concesiones o distracciones que, salvo casos raros, suelen empobrecer la obra panorámica de un autor. También hay aquí y allá intuiciones magníficas, desde luego, pero admite pocas dudas la impresión de que la poesía recogida en el primer volumen es espectacularmente superior a la del segundo. Se podría afirmar, incluso, que la poesía de Gamoneda, su aportación descomunal a la poesía española, está recogida en aquel, y que en este los más interesados pueden encontrar poco más que las curiosidades, los complementos.
La poesía no hay necesariamente que entenderla: la poesía hay que asumirla, asimilarla, cuando el buen lector intuye que es verdadera, que es genuina, que contiene un talento especial, bien distinguible de lo que con tanto hartazgo encontramos en la poesía convencional. Miguel Casado tiene razón al afirmar que el supuesto hermetismo de la obra gamonediana se va deshaciendo conforme se la relee, conforme se insiste, conforme se le dedica tiempo y reflexión, pero al final, en cualquier caso, está bien que la poesía retenga siempre zonas oscuras, que despierte interrogantes, siempre que sean realmente sugerentes y no respondan a esa “caprichocracia” tan abundante, casi habitual, que tanto daño ha hecho a la recepción general de la poesía que merece ese nombre, la que es realmente consciente de sí misma, la poesía que sabe lo que está haciendo y lo hace, además, con inspiración. El propio Gamoneda, en los “Avisos y explicaciones” previas, ya aludidas, afirma que “yo me entiendo, y deseo ser entendido, aunque quizá no me explico mucho”. Es verdad que al decir eso no está hablando exactamente de sus versos, pero creo que podría valer para iluminarlos: no hace falta ser muy sagaz para saber siempre, al menos, de qué nos habla Gamoneda, cuáles son los sentimientos, los recuerdos o los traumas colectivos que despiertan sus palabras, los que le obligan a escribir, pero aunque no fuese así, cuando detrás de palabras tan encendidas e intensas, tan personales e íntimas, se adivina sin esfuerzo la presencia de un poeta tan diferente y rotundo, uno no siente en absoluto la necesidad de desentrañar y comprender todos los detalles, sino que se deja llevar por esa otra realidad que la poesía funda. Gamoneda lo ha dicho muchas veces, y también en su introducción: no es ya que la poesía esté relacionada con la vida o emerja de ella, es que la poesía es vida, sin más, ella misma. En ese sentido, esta nueva edición de Esta luz viene a constatar que la poesía de Gamoneda es, en su mayor parte, poesía viva. Y esa, tratándose de poesía, no es una constatación provisional, sino definitiva. ~
(Zaragoza, 1980) es poeta y crítico literario. Ha publicado los poemarios Un tiempo libre (La Veleta, 2008) y Abierto (Pre-Textos, 2010)