Después del triunfo de Joe Biden en las elecciones primarias de Arizona, Illinois y Florida el martes 17, la contienda por la candidatura del partido demócrata a la presidencia de Estados Unidos está prácticamente decidida. Hace tres semanas, Biden regresó de entre los muertos para arrasar en Carolina del Sur con el apoyo abrumador del voto afroamericano, cimiento de la coalición demócrata en las últimas décadas. Además de los afroamericanos, Biden convenció a un bloque crucial: los votantes suburbanos más moderados, cuya presencia en las urnas será fundamental en las elecciones de noviembre. La victoria en Carolina del Sur derivó en un súper martes notable, en el que Biden consolidó la ventaja sobre Sanders.
En la política, el éxito llama al éxito.
El resultado de hace unas horas en tres estados tan diferentes como decisivos en la carrera presidencial debería dar por terminada la larga búsqueda de Bernie Sanders de la candidatura demócrata, para consolidar así a Biden como el contendiente que tendrá que enfrentar a Trump dentro de unos meses, en una elección definida ya no por la economía y la impopularidad del propio Trump, sino por lo único que parece importar ahora: la pandemia del coronavirus y sus secuelas.
Es posible que, antes de la publicación de este texto Sanders ya haya decidido retirarse. Sería la conclusión correcta. La batalla contra Trump será de pronóstico reservado, incluso después de su insensata respuesta a la crisis que se vive. Trump apuesta por un partido demócrata dividido. Sanders debe saber que la prioridad ahora es negarle a Trump esa ventaja que tanto ansía.
Pero es posible también que Sanders insista en negarse a abandonar sus aspiraciones. Aunque comprensible, esa obstinación sería un error. Sanders y sus seguidores, muchos de ellos jóvenes entusiastas y también cientos de miles de votantes latinos, harían bien en analizar con cuidado las causas del fracaso. Algunas son enteramente atribuibles a él. Después de su victoria en Nevada, que parecía definitiva por su contundencia, Sanders prefirió insistir en un mensaje de antagonismo frente a los demócratas más moderados. Se resistió a crear alianzas o a tratar de acercar a antiguos rivales. Por si fuera poco, insistió en una de sus viejas terquedades: defender los supuestos logros del régimen castrista, aun cuando sabía de la importancia de la elección en Florida. Biden, en cambio, se dedicó a consolidar alianzas políticas. Logró persuadir a sus antiguos contrincantes y a figuras de enorme relevancia de apoyarlo a la brevedad. Se dedicó, en suma, a hacer política. El resultado está a la vista. Sanders creyó que podía ser candidato de los demócratas ignorando a buena parte del partido y antagonizando a otra. Resultó, evidentemente, una fantasía.
Otros factores contribuyeron a la derrota de Sanders. Quizás el más importante sea la peculiar dinámica que nos ha dejado la pandemia. Es natural que, en tiempos de crisis, los electores busquen seguridad antes que disrupción. Aunque no hay manera de comprobarlo por ahora, es probable que el clima de incertidumbre y temor haya servido para consolidar a Biden. Sanders no tiene la culpa de esto. Nadie controla el paso de la historia.
¿Qué le queda ahora a Sanders? Aunque perdió la batalla por la candidatura, no cabe duda de que ha ganado buena parte de la contienda ideológica. El partido demócrata se ha movido a la izquierda. Sus votantes más jóvenes lo han hecho de manera clara. El futuro pertenece al movimiento progresista que Sanders ha encabezado. Ahora le toca pensar en la prioridad: sacar de la Casa Blanca a Trump. Porque una cosa es irrefutable: no hay revolución si Trump sigue siendo presidente de Estados Unidos. No hay ni siquiera la restauración de la normalidad. Sanders seguramente lo sabe. Es hora de que demuestre estar a la altura. La historia se lo agradecerá y, algún día, lo recompensará con un presidente o presidenta producto de su movimiento. Por ahora, sin embargo, es el tiempo de Biden.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.