Jane Austen, Françoise Sagan, Violette Leduc, Sylvia Plath, Emily Dickinson, Mary Shelley, Beatrix Potter… De primeras, no hay mucho en común entre estas escritoras que no comparten ni el origen ni la época ni los géneros literarios que cultivaron (novelas de formación, relatos autobiográficos, poemas líricos o metafísicos, cuentos góticos, libros para niños). En los últimos veinte años, sin embargo, cada una de ellas ha merecido una película entera –dos en el caso de Jane Austen– o parte de una, en el caso de Las horas (Stephen Daldry, 2002), tríptico en el que una de las tramas gira en torno a Virginia Woolf, pero al que la novela Mrs. Dalloway da toda su coherencia. La moda de las películas sobre escritoras hasta parece amplificarse a partir de 2010. Solo en el año 2018 se estrenaron no menos de tres filmes de ese tipo: Colette de Wash Westmoreland, Mary Shelley de Haifaa al-Mansour y Astrid de Pernille Fischer Christensen, sobre la novelista juvenil Astrid Lindgren.
¿Cómo entender la atracción de cineastas por figuras que, como sus equivalentes masculinos, no son nada cinematográficas? Si la representación de escritores –personajes sobre todo estáticos– plantea por lo general problemas de puesta en escena que los realizadores resuelven con mayor o menor habilidad, ¿hay particularidades notables en el tratamiento a las escritoras? O, dicho de otro modo, ¿cómo tratan la cuestión del género las películas que les han dedicado?
A través de una selección de ejemplos sacados de los últimos treinta años veremos en primer lugar que las vidas de las escritoras llevadas a la pantalla permiten abordar, a través de esas figuras ejemplares, la condición de mujer y, muy a menudo en este caso, las injusticias que padecieron. De todos modos, lejos de aferrarse al estatus de víctimas, las escritoras revisten también, y a veces en el mismo seno de las películas, una dimensión evidentemente transgresora que tiende hacia una emancipación de la dominación masculina. En ese sentido, veremos la importancia que revisten la cuestión del nombre y la de la autoría, punto de unión crucial entre la problemática de la escritura, presentada como el tema principal de estas películas, y una reivindicación fundamental del feminismo que consiste en hacer a cada mujer autora de su destino.
Las escritoras, ejemplo de la desigualdad de las mujeres
Como era de esperar, los destinos trágicos han gozado del favor de los cineastas, que han puesto su mirada en escritoras neuróticas (Violette Leduc en Violette) y/o con depresión severa que a veces las llevó al suicidio (Sylvia Plath en Sylvia, Virginia Woolf en Las horas). Ligar el genio al defecto del artista es, desde luego, un recurso dramático tradicional de las películas sobre escritores, que permite dar un poco de gracia a figuras muy cerebrales. El asunto del origen de esos problemas psicológicos y de su manejo adquiere a veces un tono acusatorio en las películas dedicadas a escritoras, cuando la suerte que espera a las mujeres no se presenta directamente como una de las causas de sus desgracias.
La película de Christine Jeffs sobre Sylvia Plath (2003) parece imputar la responsabilidad del suicidio de la poeta al abandono de su marido, Ted Hughes, otro poeta de la película al que las feministas del otro lado del Atlántico hace tiempo erigieron como símbolo de la asfixia del genio femenino por la dominación masculina. En la película, el personaje del marido infiel que abandona a sus hijos al cuidado de una esposa presa de la depresión se presenta de manera negativa no solo por su comportamiento en la esfera privada, sino también por la visión antirromántica de la escritura que profesa. Al ver a su mujer –encarnada por Gwyneth Paltrow– presa de los tormentos de la creación, Ted Hughes, al que da vida Daniel Craig, enuncia sin ambages su prosaica concepción de la escritura como trabajo: “Solo tienes que elegir un tema y meterte de lleno en él.”
Esa posición de profesional de la escritura contraria a los valores del arte que generalmente prevalecen en las películas sobre poetas pretende condenar al personaje masculino a ojos del espectador. A decir verdad, el asunto de la creación poética queda en cualquier caso como un anexo en este filme que solo reserva un poco de hueco a su obra como tal y sigue, sobre todo, con una fascinación un poco morbosa la caída de Sylvia Plath en la depresión hasta su suicidio final.
De una manera menos masoquista y más explícitamente feminista –reveladora de la renovación de este asunto en los años 2010–, Violette, de Martin Provost (2013), levanta el retrato de una persona atormentada, Violette Leduc (interpretada por Emmanuelle Devos) y su salvación a través de la escritura. Más que a esta única escritora, el cineasta destaca la solidaridad femenina. Se ve el papel esencial que desempeñó Simone de Beauvoir –interpretada por Sandrine Kiberlain– en la carrera literaria de Leduc, a la que animó a escribir y ayudó a publicar. En la película, la escritura se presenta al mismo tiempo como un rescate individual (“No conozco mejor salvación que la de la literatura”, afirma Beauvoir en una entrevista dada a la bbc y reconstruida para la película), pero también como un asunto de salvación pública. El filme muestra también la importancia que le da la autora de El segundo sexo a ese destino singular de la joven bastarda en busca de amor y reconocimiento. En ese sentido, invita a Violette Leduc a hacer “algo constructivo” a partir de la demolición de la que fue objeto, sobre todo al contar en Ravage su calamitoso aborto: “servirá a muchas mujeres”, cree ella entonces. Precisamente este pasaje del libro es el que defiende Beauvoir ferozmente frente a Gallimard, cuando dice con firmeza a los hombres que tiene delante: “hace falta que estas cosas se cuenten de una vez por todas”. A cambio, cede frente al editor al censurar el pasaje del libro sobre los amores lésbicos de Violette Leduc, un corte que esta vivirá como una “mutilación”. La violencia simbólica aparece en la película como la causa de una crisis nerviosa de la heroína, que será tratada por la institución psiquiátrica con una violencia que no tiene, esta vez, nada de metafórico puesto que la internan y tratan con electroshocks.
El encierro de las mujeres que se consideraban desviadas y la violencia de los tratamientos físicos infligidos como consecuencia de evaluaciones médicas dudosas y apresuradas está en el centro de otra película anterior consagrada a una escritora. Un ángel en mi mesa, de Jane Campion (1990), cuenta el destino de Janet Frame (interpretada por Kerry Fox), víctima de un diagnóstico erróneo de esquizofrenia por el que estuvo encerrada durante ocho años en un hospital psiquiátrico y por el que fue sometida a centenares de electroshocks. En la película, el tratamiento parece castigar sobre todo que Frame no se conforme con el destino trazado para ella, tal y como muestra la escena imaginada por Campion y su guionista Laura Jones en la que la heroína, paralizada por la mirada escrutadora de un inspector, se va de repente del aula en la que estaba dando una clase y huye al campo. La vemos entonces quitarse la ropa demasiado ajustada de institutriz. Esta huida impulsiva se presenta como la causa directa de su internamiento.
En la película de Jane Campion, la joven es literalmente salvada por la literatura, puesto que la concesión del premio a una de sus novelas le evita in extremis la lobotomía que le esperaba. El galardón recibido providencialmente le da los medios para viajar y dedicarse a la creación literaria, presentada en la película como un verdadero salvavidas. Si la tentación de explicar la obra por la vida es recurrente en los biopics y responde a evidentes imperativos de guion, en el caso de las escritoras la escritura aparece todavía de manera más clara como una salida, como una estrategia de afirmación propia, incluso de supervivencia, haciendo a estas autoras, a veces desafiantes, portavoces de su sexo.
Numerosas escritoras se presentan en la pantalla como víctimas del control social y biológico que se ejerce sobre ellas, al menos durante una parte de su vida, pero ellas encarnan también, y a veces al mismo tiempo, una forma de transgresión, sobre todo por comentarios progresistas que se les atribuyen, en ocasiones de manera apócrifa.
Mujeres transgresoras
En las películas que les dedican no es raro escuchar a las escritoras denunciar la condición de la mujer, tanto en el seno de la pareja como en la sociedad. Es lo que le sucede a Colette, encarnada por Keira Knightley, que no castiga tanto las faltas de su marido, interpretado por el carismático Dominic West, como las mentiras de él y la asimetría de las relaciones en la pareja (él evoca las famosas “necesidades masculinas” para sus reiteradas infidelidades). Al rechazar su estatus de “pobre mujercita”, Colette exige de él completa honestidad y rechaza verse limitada a la esfera doméstica al decir con valentía: “Quiero formar parte de las cosas.” La cuestión de los derechos de autor, que Willy consigue usurparle, se convertirá en motivo fundamental de la ruptura. Este asunto, cuyas implicaciones simbólicas se abordarán más adelante, tiene una dimensión económica, recurrente en los biopics sobre escritoras. Al principio de Confesiones íntimas de una mujer (Diane Kurys, 1999), sobre la relación entre Sand y Musset, la dependencia material de las mujeres con respecto a sus maridos es uno de los reparos que la novelista tiene contra el matrimonio, y esta reivindicación toma una forma evidentemente más estructurada en Violette, donde Simone de Beauvoir hace de la independencia financiera un requisito indispensable para la emancipación de las mujeres y se dedica de manera más general a dar contenido político y significado feminista al desgraciado destino de Violette Leduc.
Esta autonomía necesaria está asociada a otra reivindicación muy concreta pero fundamental, la de tener “una habitación propia”, como decía Virginia Woolf en el célebre ensayo del mismo título, de 1929, que es ya un clásico de la literatura feminista. La necesidad de las mujeres de poder salir de la esfera doméstica para dedicarse a una actividad creativa no está formulada de manera explícita por la novelista en la película Las horas, pero se adivina de manera oblicua en el destino de los tres personajes femeninos que la película entrelaza. En esta adaptación de la novela homónima de Michael Cunningham, el director conecta las vidas de tres mujeres en un momento preciso de su existencia. Situada en 1923, la primera parte de la película está dedicada a Virginia Woolf, bajo los rasgos de Nicole Kidman, en el momento en que está escribiendo Mrs. Dalloway mientras lucha contra la depresión. La unidad temporal solo se rompe con los planos de apertura y cierre de la película que muestran su suicidio en 1941 y orientan así la interpretación del filme. La segunda trama se centra en Laura Brown (Julianne Moore en la pantalla), ama de casa embarazada en Los Ángeles a finales de los años cuarenta, que sufre también de melancolía aguda y que renunciará in extremis a poner fin a su vida, pero que abandonará a su marido y a su hijo. Por último, la tercera parte de la película está dedicada a Clarissa Vaughan (Meryl Streep), editora neoyorquina a comienzos del siglo XXI que asiste, impotente, al suicidio de su autor (y amor de juventud) Richard Brown, de quien se descubrirá que es el hijo abandonado tiempo atrás por Laura Brown, la heroína de la segunda trama del filme. Aunque Laura no entra propiamente en la línea de los artistas malditos retratados en la película, su conquista de un espacio propio se presenta como una necesidad vital y está, en cierto modo, ligada a la literatura. Para escapar del espacio doméstico que la oprime, la joven madre se refugia en una habitación de hotel en la que ha previsto suicidarse y se zambulle en la lectura de Mrs. Dalloway. Una imagen fantasmal la muestra sumergida en las aguas –un eco del suicidio de Virginia Woolf–, después cambia de opinión bruscamente y vuelve de manera provisional a su casa. Pero la continuación de la película cuenta que terminó por abandonar definitivamente a su familia para hacerse bibliotecaria en Canadá. Ese empleo le asegurará no solo su independencia económica, sino que le “salva[rá]” la vida, como explica de manera retrospectiva en la escena que recoge todos los hilos de la película. En esa escena se explicitan las implicaciones feministas del filme: no quiere el perdón por el abandono que hundió a su familia en la desgracia, sino que presenta su acto como el resultado de una alternativa simple entre la muerte, a la que la condenaba su desdicha, y la vida que se le presentaba al irse: “Elegí la vida”, dice.
La transgresión asociada a los personajes de las escritoras no se sitúa solo en el plano verbal sino también en el de las costumbres y las conductas. Mary Shelley (2018) nos recuerda que la joven Mary Wollstonecraft, interpretada por Elle Fanning, solo tenía dieciséis años cuando inició una relación ilícita con un hombre casado, Percy Shelley, y dejó la casa familiar para vivir con él, una manera de afirmar su voluntad de primar sus deseos sobre los imperativos familiares y sociales. Más temeraria todavía es George Sand, interpretada con naturalidad y sencillez por Juliette Binoche en la película de Diane Kurys Confesiones íntimas de una mujer, centrada en la relación fogosa con Musset, al que sacaba diez años. Sin embargo, tanto en un caso como en el otro las escritoras cuyas vidas se ponen en escena no escapan del todo del estatus de víctimas identificado más arriba: sus compañeros se revelan al final de las películas como tóxicos y cada vez más negligentes. Nada que ver en cambio con el caso de la joven Françoise Sagan, enamorada de la libertad, a quien la misma Diane Kurys presta la extrañeza de los rasgos de Sylvie Testud en su película de 2008. Insistía en el viento de libertad que hacía soplar a su alrededor la joven novelista, inconformista, espléndida, y, además, bisexual. Se trata de un rasgo común a muchos biopics de escritoras donde la tentación homosexual es una de las formas más recurrentes de transgresión. Esta puede estar simplemente sugerida, como en Las horas, donde se ve a Virginia Woolf dar un beso en los labios de su hermana, o explícitamente desvelada, como en el caso de Violette Leduc, a través de la evocación de su relación lesbiana de juventud y también del amor desenfrenado –en una única dirección– que manifiesta a lo largo de la película por su benefactora, Simone de Beauvoir. En el caso de Colette, la preferencia por las mujeres se sugiere en toda la película, pero se afirma sobre todo en la última parte, donde la escritora se libera del control de Willy y comienza una relación con la célebre Missy. Ese cambio se traducirá también, como se verá, en un cambio de estilo en la indumentaria.
En el plano visual, el carácter transgresor de las escritoras se traduce en que las películas acentúan determinados aspectos físicos o elecciones de vestuario atípicas. En la película de Campion, la rebeldía de Janet Frame se caracteriza por su cabellera roja hirsuta que la hace reconocible a lo largo de la película a pesar de los cambios de actriz que le dan vida según las diferentes épocas de su vida. De manera simbólica, en el filme todo el mundo parece querer domesticar ese cabello rebelde y, del mismo modo, la joven parece siempre incómoda, literalmente “desajustada”, en la ropa que lleva.
La extrañeza parece aquí más sufrida que elegida, pero en otros casos la adopción de un atuendo particular es una elección y participa en la construcción de una personalidad de escritor que el desarrollo de la fotografía y después de los medios audiovisuales han contribuido a inmortalizar. Al tratarse de escritoras, la construcción de esta figura pública implica a veces una apropiación de los códigos masculinos. Desde este punto de vista, la evolución del vestuario del personaje de Colette en la película de Wash Westmoreland es significativa. Willy, el Pigmalión de su marido, mantiene hábilmente la confusión entre Colette y su heroína Claudine para lanzar la célebre serie del mismo nombre de la que hace una marca registrada, pero la escritora acabará liberándose de esa imagen forjada por su esposo para adoptar un traje de hombre como su compañera Missy, la famosa travesti con la que inicia una atrevida carrera artística.
También George Sand adopta un aspecto masculino –en la película Juliette Binoche lleva pantalones y fuma– para moverse de manera más libre y, con el mismo fin, elige un nombre masculino para poder escribir sin tener que enfrentarse a los juicios reservados a las mujeres. En el filme de Kurys dice que quiere ser “un escritor, no una mujer que escribe”. No será esa la elección de otras escritoras llevadas a la pantalla para las que la conquista de la autoría bajo su nombre propio representa una importante apuesta simbólica y la señal del control de su destino.
La apuesta del nombre: conquistar la autoría
Para las mujeres, durante mucho tiempo, firmar sus obras con su nombre fue una práctica social censurada que les hacía correr el riesgo de ser consideradas como “mujeres públicas”, con todas las connotaciones ofensivas de esa locución. A menudo se vieron empujadas a elegir un nombre, el de su padre, el de su marido o adoptar un seudónimo. El asunto no se plantea de la misma manera dependiendo de las épocas representadas en las películas, pero el problema de la autoría está muy presente sobre todo –¿coincidencia de fechas o tendencia reveladora?– en dos películas de 2018: Mary Shelley y Colette.
La película de la feminista saudí Haifaa al-Mansour muestra una Mary Shelley que se rebela contra la idea de que su nombre no esté en la portada de su Frankenstein. La novela apareció primero de manera anónima con un prefacio de su marido, al que, a partir de ahí, muchos lectores atribuyeron la paternidad de la obra. En la película, es el padre de Mary quien repara esta injusticia asegurando la reimpresión de la novela con el nombre de su hija. Y es también el padre, figura progresista, quien invita a la joven novelista a “encontrar su propia voz” y olvidar la de los otros, frase que una voz en off repite con insistencia en la escena de la escritura de Frankenstein. Un consejo así, viniendo de una tercera persona, figura paterna, tiene, en principio, algo paradójico. Pero es seguramente en Colette donde la cuestión de la autoría se plantea con mayor insistencia. Aunque al principio de la película la joven parece no darle demasiada importancia y dice con modestia “No necesito dejar huella en el mundo”, termina irritándose al ver a su marido, el ambicioso Willy, apropiarse de la paternidad de la serie de Claudine. En principio, ese subterfugio se presenta como un truco comercial en respuesta a la constatación lapidaria y cínica de que la literatura femenina no se vende (“las mujeres no venden”). Willy retoma de manera explícita la metáfora de la paternidad cuando, para subrayar el carácter según él decisivo de su contribución a las novelas de Colette, dice: “sin un progenitor, no habría Claudine”. Es cierto que, como muestra el director, la campaña de publicidad que orquestó magistralmente contribuyó de manera incontestable al éxito de la serie, pero la deshonestidad y la arrogancia del personaje masculino se hacen cada vez más molestas conforme avanza la película. Si al principio Willy puede considerarse en cierto modo ayudante de la escritura, con métodos, es verdad, un poco brutales –¡encierra a la joven con llave para obligarla a trabajar!–, cuando los beneficios económicos de Claudine son mayores, el Pigmalión del comienzo se convierte sobre todo en un explotador; incluso, forzando un poco las cosas, en un chulo. En la película, no son los engaños del marido los que llevan a Colette a romper con él, sino que venda los derechos de Claudine y se quede las ganancias para satisfacer sus necesidades personales. Colette no solo escribió esta serie de novelas, sino que las últimas se nutren completamente de sus experiencias personales y, sin duda, esa es la razón por la que el personaje tuvo tanto éxito “dando una voz” a las jóvenes de su época. Que su marido se apropie de su obra le resulta insoportable. El tiempo que cubre la película se centra en la relación de pareja que estableció con su marido –comienza cuando se conocen y termina cuando se separan–, el crédito final informa de que al final ella obtuvo el reconocimiento gracias a los manuscritos a mano de Claudine que un empleado de Willy no quiso quemar. Aunque muchas de las asperezas del personaje y de su singular carrera quedan en silencio –sobre todo por los límites cronológicos escogidos, la elección de una actriz un poco sosa y el marco restrictivo de la producción hollywoodiense–, la película no es ni más ni menos que el recorrido de un empowerment.
¿Películas feministas?
¿Adoptan entonces los biopics de escritoras necesariamente un punto de vista feminista? Nada más lejos. Si, como hemos visto, la condición de mujer se aborda en casi todas, no siempre se evitan los clichés relativos a la escritura femenina, presentada como una emanación natural e incontrolada de la sensibilidad de su autora. En ese contexto es interesante constatar que los directores han elegido autoras de textos autobiográficos (Violette Leduc, Janet Frame) o de obras fuertemente influidas por su vida (Sylvia Plath, Colette, Françoise Sagan). La experiencia personal y la íntima desempeñan un papel preponderante, incluso en el caso de relatos descaradamente ficticios, como Frankenstein, cuya puesta en escena sugiere que Mary Shelley lo habría escrito para exorcizar la culpa ligada a la pérdida de su hijo.
La preeminencia de lo íntimo pretende acercar a esos personajes a sus potenciales espectadoras y también por eso los títulos de los biopics dedicados a escritoras se suelen limitar a su nombre (Sylvia, Agatha, Enid, Violette, Astrid), mientras que a los escritores se les designa por su apellido (Wilde, Byron, Capote, Kafka, Hammett). Un ejemplo especialmente llamativo es el de Become Jane (Julian Jarrold, 2007), inspirada en una biografía inicialmente titulada Become Jane Austen. Renombrado, el filme borra su carácter literario –el nacimiento de una vocación– para privilegiar la trayectoria de una mujer. Esta elección es reveladora del posicionamiento de la película, que relega el aspecto artístico a un segundo plano y hace del celibato de Jane Austen la fuente de una decepción tanto más grande que, en adelante, el director toma prestados elementos de la novela romántica para el universo de su heroína. Esta impresión inicial se ve reforzada por la elección de la actriz Anne Hathaway, habitual de las comedias románticas, para interpretar a la novelista.
Pero, al contrario que sus heroínas, la Jane Austen de la película dejará de lado el amor que se le ofrece y, tal y como se escenifica, el éxito de sus novelas no parece compensar la renuncia a la vida conyugal. Esta disyunción entre proposiciones progresistas, mantenidas en la superficie por la heroína, y un relato que defiende los valores tradicionales hace de la película un ejemplo más de un posfeminismo bastante extendido en este tipo de producciones.
El análisis de los biopics de escritoras, de los que se ha propuesto aquí un boceto, puede resultar fructífero en más de un sentido. Los historiadores de la literatura, cada vez más curiosos por las mediaciones del hecho literario, podrán ver en él una contribución a la reevaluación contemporánea del canon, pasando por la puesta al día de figuras desconocidas para el gran público, como Violette Leduc, o hasta ahora poco consideradas (por su juventud), constatando la permanencia de escritoras bien establecidas, como Jane Austen, cuyo prestigio sirve todavía hoy de garantía cultural a una película de época como Becoming Jane.
La historia literaria no es la primera preocupación de los cineastas cuando se interesan por este tipo de figuras que les permiten redibujar destinos singulares y a menudo también, como se ha visto, abordar a partir de estos casos ejemplares la condición de la mujer a través del tiempo. El estudio de estas películas en la filmografía de los diferentes cineastas, aquí muy resumido por espacio, permitiría afinar los análisis. Al hacerlo, los cineastas no hablan solo del pasado, también de su propio tiempo, cuyos asuntos reflejan más o menos conscientemente. Puesto que los filmes examinados en este artículo son del periodo 1990-2018, hay un tira y afloja entre el posfeminismo, de un lado, y la conciencia, reavivada en los últimos años, de una lucha aún no superada. ~
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Traducción del francés de Aloma Rodríguez.
Publicado originalmente en La vie des idées.
es investigadora posdoctoral en la Universidad KU Leuven de Bélgica. Es especialista en las relaciones entre el cine y la literatura, y colabora de manera habitual con Cinematek de Bruselas