La peste ha devastado muchas veces nuestro mundo, pero cada oleada de la enfermedad es un momento estremecedor en el que la normalidad trastabilla, las ansiedades florecen y las ideas se vuelven tenebrosamente sobre sí mismas. Las pandemias destruyen viejas costumbres. Rompen corazones. La gente se vuelve temerosa. La muerte acecha. Las certezas son arrojadas al viento. La gente siente en las tripas la necesidad de pensar las cosas de nuevo, como yo hago ahora, en cuarentena obligatoria, apuntando los días y las noches, considerándome afortunado por haber logrado escapar indemne del actual pandemonio del Reino Unido y, unos meses antes, de un largo periodo de clases en Wuhan, zona cero de la Gran Pestilencia que ahora tenemos encima.
Entre el dolor y el pánico, la gente quiere entender las cosas. ¿Qué podemos decir de las causas, efectos e importancia de esta Gran Pestilencia? Algunas respuestas ya están sobre la mesa.
Las plagas golpean típicamente sin avisar, pero esta, aunque repentina, es diferente en varios sentidos importantes. Muestra que los jinetes de caballos blancos no siempre aparecen después de las guerras, como fue el caso de la mal llamada gripe española de 1918-1920, una pandemia que probablemente empezó en Kansas y que se calcula que terminó afectando a unos quinientos millones de personas, una cuarta parte de la población mundial de la época. Nuestra Gran Pestilencia es producto de un tiempo de paz, y esa es una de las razones por las que inicialmente trajo complacencia y negación. Más de unos cuantos políticos y millones de ciudadanos siguen sin creer que esté sucediendo. Empecinados en su estupidez, pensando solo en sí mismos, están seguros de que todo es un engaño, una exageración de los medios cuya falsedad pronto se revelará. Es como si sintieran una atracción secreta hacia la pestilencia: quizá, incluso, como sugirió Charles Dickens en Historia de dos ciudades, una extraña inclinación pasajera a sucumbir ante el virus, o a ver cómo otros mueren por él.
En esta nueva pestilencia los chivos expiatorios también son diferentes. Miles de judíos fueron asesinados después de que los gobiernos municipales, los obispos y el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico los acusaran de extender la peste bubónica a mediados del siglo XIV en Europa. Los judíos fueron de nuevo señalados en el primer discurso registrado de Hitler, pronunciado en 1919 en el Hofbräukeller de Múnich, donde se les acusó de “ansia de dinero y dominación” y de extender “la tuberculosis racial entre las naciones”. Los objetivos de hoy no han incluido a judíos, musulmanes o negros. Los discapacitados, los pobres y la comunidad LGBTI se han librado. De momento, esos grupos tienen suerte.
Puede que las cualidades “democráticas” de este virus tan contagioso, su destacada capacidad para alcanzar a cualquiera de forma indiscriminada, golpeando a Harvey Weinstein, Boris Johnson y el príncipe Carlos, reduzcan el espacio para el estigma. Quizá las sociedades civiles de las viejas democracias de nuestra generación hayan aprendido lecciones sobre la importancia de conservar el civismo. El tiempo lo dirá, aunque ya hay pruebas perturbadoras de que los primeros frutos venenosos del prejuicio están empezando a madurar.
Personas mayores de varios países son ahora objeto de medidas de triaje pensadas para descargar presión de sistemas de salud pública sobrecargados; ha habido incluso escalofriantes insinuaciones, en concreto del vicegobernador de Texas Dan Patrick, de que los “abuelos” debían estar dispuestos a sacrificarse por el empleo y el crecimiento económico. Los medios mainstream de la India publican historias que culpan a los musulmanes y sus mezquitas de la expansión del virus y de conspiración para cometer actos terroristas. Vemos las primeras fases de un nocivo nuevo prejuicio. En Londres y Bruselas, Copenhague y otras ciudades, afirmaciones incendiarias sobre el virus de Wuhan provocan insultos y palizas a chinos, solo por hacer lo correcto cuando llevan una mascarilla en público o simplemente por ser chinos. Hay actos vandálicos contra antenas de 5g en el Reino Unido y los ingenieros de telecomunicaciones reciben insultos de promotores de teorías de la conspiración convencidos de que la mejora de las conexiones de internet y el virus son tramas chinas coordinadas para hacerse con el país. Memes cargados de odio y calumnias sarcásticas contra los asiáticos en general se extienden en plataformas como 4chan, Gab y Telegram.
En un fétido giro del destino, el orientalismo se hace viral en el este. #ChinaVirus es trending topic en la India, donde los gurús dicen en público que los chinos están “recibiendo una lección” por “torturar a los animales” y beber sopa de murciélago. No pocas voces indias afirman que la pestilencia es una arma biológica que los chinos emplean para garantizar su dominio global. En el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, el director del Colegio de Abogados de la India y presidente del Consejo Internacional de Juristas, el doctor Adish Aggarwala, ha iniciado un proceso por los “graves crímenes contra la humanidad en todo el mundo” que habría cometido China. En el interior de China (me dicen los amigos), hay rumores racistas que alegan que el virus se originó en Estados Unidos. Hay incluso bulos chinos que sugieren que los occidentales comedores de ensalada son los culpables de la persistente expansión del virus. Como una patata caliente, esos infundios hacen algo más que prestar un nuevo significado a la vieja expresión de “vaya ensalada”. Provocan en los indonesios, amantes del gado-gado, y en los tailandeses, aficionados a la papaya verde, paroxismos de risa incontrolable.
Socialismo repentino
La peste (1947) de Albert Camus y Ensayo sobre la ceguera (1995) de José Saramago nos recuerdan que las épocas de pestilencia sacan lo peor de la humanidad. Florecen la indiferencia hacia los demás, la violencia hacia las mujeres, una avaricia mezquina. Los demás seres humanos, su tacto, cuerpo y aliento, su mera existencia, se vuelven súbitamente repulsivos. Lo mismo es válido para nuestra Gran Pestilencia, pero los canallas son diferentes. Las plataformas mediáticas han exagerado el acaparamiento impulsado por el pánico y las enloquecidas peleas por rollos de papel higiénico en tiendas atestadas. El sensacionalismo oculta que los verdaderos canallas están en otra parte.
Entre las grandes lecciones de esta epidemia está el hecho de que la era de cuatro décadas del neoliberalismo no es solo responsable de elementos decadentes como una creciente distancia entre los ricos y los pobres, la austeridad obligatoria después de un colapso casi total del sistema bancario, el calentamiento global y la destrucción de especies. Ahora vemos que gobiernos ciegamente favorables al mercado tienen en su hoja de cuentas la ruina de sistemas de salud pública y el paso de los riesgos y deudas sanitarias a individuos y hogares. El escandaloso resultado es que, en muchos lugares, incluidos los países más ricos del planeta, la medicina pública está infrapreparada y sobrecargada. Por eso ha habido que utilizar al ejército para que entregue materiales de emergencia en el hospital St. Thomas en el centro de Londres; por eso el gobierno francés ha convertido trenes tgv en salas de hospital; y por eso los médicos de Nueva York suplican por respiradores mientras piden camiones refrigerados para que se lleven a la gente que no pudieron salvar.
En los próximos meses y años se oirá hablar mucho más sobre la avaricia capitalista y la especulación privada y sobre por qué el culto del individualismo posesivo debe ponerse bajo controles políticos apoyados en instituciones de servicio público más robustas y resilientes. En ese sentido, la gran disrupción que ha desatado esta nueva peste difiere de la de 2008. Los sistemas fueron rescatados con inyecciones masivas de fondos del Estado seguidas de la imposición de la austeridad sobre los ciudadanos. Era socialismo para los ricos y capitalismo de perro come perro, nada o te hundes, para los demás.
La Gran Pestilencia es diferente. Puesto que tiene el potencial de afectar y destruir la vida de todo el mundo, rescatar empresas, y en particular grandes bancos, no es suficiente. Esta vez también hay que rescatar a los ciudadanos. Azuzados por el miedo a millones de muertes y a otra depresión al estilo de la de los años treinta, hay pagos individuales directos a ciudadanos, incrementos en los subsidios por desempleo, paquetes de comida, moratorias de pagos en las hipotecas y suspensión de los desalojos. Quién paga al final este socialismo repentino, por supuesto, es una cuestión política que debe decidirse. Podemos estar seguros de que se trazan planes para compensar a los ricos y hacer que los pobres paguen. Un anticipo del futuro es quizá la forma en que el gobierno griego está entregando lujosos contratos publicitarios de “quédate en casa” a empresas privadas y pagando a institutos de investigación privados, en vez de universidades y centros públicos, para que hagan las pruebas de los virus. Pero, de momento, los gobiernos elegidos en las regiones del Atlántico y de Asia-Pacífico han apartado de repente su afecto por el capitalismo sin freno. Con poca o ninguna resistencia por parte de los ricos, una nueva era de socialismo, apoyada por el miedo al colapso económico, muertes en masa y billones de dólares de dinero público, ha triunfado de pronto.
Este socialismo repentino no trae el paraíso a la tierra para los ciudadanos. El acceso a las clínicas, a los servicios de cuidado infantil, a internet, a comida y a un espacio habitacional adecuado está mal distribuido. Las tasas de violencia contra las mujeres y los niveles de infelicidad familiar suben. En la India de Narendra Modi, un “confinamiento popular” (janata) de tres semanas para “salvar a todos los ciudadanos” ha hecho que las clases medias y medias altas acaparen comida, provisiones y medicamentos, y ha provocado pérdidas de hogar, pobreza, rociados químicos y palizas policiales a decenas de miles de trabajadores migrantes. En esta Gran Pestilencia todos son iguales, pero muchos son mucho más iguales que otros.
Sin embargo, a pesar de la avaricia y de las crueles injusticias, puede decirse que hay algo con un significado más profundo en el socialismo repentino que ha abrazado la mayor parte del mundo democrático. Es asombroso el temor de los gobiernos electos preocupados por su vulnerabilidad ante la desafección y el descontento ciudadanos. No es solo que el virus sea democrático. Los gobiernos están nerviosos en todas partes. Saben que sus poderes descansan en último término en el consentimiento de los gobernados. La Gran Pestilencia los ha obligado a ver que los ciudadanos, ansiosos y vulnerables, no tolerarán otra ronda de austeridad solo porque, en estas circunstancias, los recortes férreos no significarían únicamente pobreza masiva. Significarían muerte masiva.
Liderazgo
Los historiadores del futuro nos contarán si este periodo demuestra ser el momento en que la orgullosa aversión a la muerte y la celebración de la vida características del moderno mundo atlántico quedaron de nuevo expuestas por su hipocresía, como ocurrió brevemente durante las guerras de Vietnam y de Irak, pero esta vez en una escala mucho mayor. La muerte ya no está en lugares lejanos. Ya no se puede atribuir al “terrorismo” u ocultarse en estadísticas de tráfico y cámaras secretas de tortura. La Parca ahora está entre nosotros. Con la guadaña en la mano, circula libremente en nuestras filas, ausente por invisible, pero palpablemente presente en todas partes.
La ubicuidad de la muerte ayuda a explicar no solo el socialismo repentino y el nerviosismo de los gobiernos, sino también las nuevas dificultades que líderes electos afrontan al explicar sus acciones a los ciudadanos. La Gran Pestilencia exige líderes capaces de motivar a los ciudadanos ganándose su respeto. Los verdaderos líderes democráticos irradian un estilo. Escuchan. Aprenden de los demás. Conocen el valor de los expertos, gente sabia que (como dijo Niels Bohr) les recuerda que no lo saben todo. Los líderes genuinos son equilibrados y tranquilos en su interior. Saben cómo burlarse de sí mismos, pero se niegan a ser payasos. No son sumisos. A la hora de la verdad, los verdaderos líderes democráticos reconocen humildemente su profunda dependencia de la gente a la que dirigen. No intentan arrastrar a los ciudadanos de las orejas. Dirigen a la gente convenciéndola de que debe admirar a sus líderes.
Está por verse que en estas condiciones pestilentes países como Estados Unidos puedan en el futuro producir verdaderos líderes, en cantidades suficientes, en todos los niveles. De momento solo está claro que algunas actuaciones ya no funcionan. Las mentiras y el bullshit han caído en desgracia. Los mentirosos y bufones parecen ridículos. Los que prometen “milagros” son abucheados. Los desinformadores reciben maldiciones. Algunos líderes parecen criminales que no merecen otra cosa que un juicio y prisión por intentar mantener la economía de sus países activa, por ejemplo, al insistir en que los trabajadores “vuelvan a la normalidad” (Jair Bolsonaro) y al vender la doctrina de la “inmunidad de grupo”, la convicción letal de que el crecimiento de la economía a largo plazo y los recortes presupuestarios de los sistemas de sanidad pública se promueven mejor si dejamos que el virus se extienda y aumentamos las tasas de mortalidad a corto plazo.
Estado de emergencia
Es posible que en los próximos meses y años los líderes fake, más que en cualquier otra pestilencia, sean reprobados y castigados por su actuación de “los negocios son los negocios” y su papel de mercaderes de la muerte. El estallido y la expansión de la pestilencia ocurren después de todo en una era de abundancia comunicativa y democracia monitorizada. Toda la vida está saturada por los medios. Las elecciones pierden su centralidad. En su lugar, una plétora de instituciones públicas de vigilancia y denuncia se encargan de que el poder sea sometido a escrutinio como nunca antes. Este elemento diferencia a la Gran Pestilencia de, digamos, las gripes rusa y española, de las que se informaba y que se publicitaban por medio del vehículo lento de los mensajes de telégrafo, los barcos de vapor y los periódicos. Nuestra pandemia, en cambio, es un acontecimiento velocísimo y global que produce miedos de enfermedad y muerte a una escala que nunca antes se había visto.
Como es bien sabido, Marshall McLuhan señaló que las tecnologías mediáticas dan forma y “amputan” nuestros cuerpos. Reconfiguran el sentido del cuerpo de arriba abajo, aquí y allá. El automóvil amenazaba la cultura del paseo; el teléfono extendió la voz, pero amputó el arte de la escritura de cartas. Hoy, sin precedentes, las plataformas locales y globales multimedia hacen más que dar nueva forma a nuestros cuerpos. En busca de público e ingresos y ventaja reputacional, presentan la Gran Pestilencia como una amenaza al cuerpo político en conjunto.
Los periodistas cuentan que el 80% del tiempo el nuevo virus es una enfermedad leve, excepto para gente que padece otras patologías como la diabetes o enfermedades cardiovasculares. Pero también dicen que el nuevo contagio es entre diez y veinte veces más letal que la gripe estacional, y que se expande mucho más que otros virus como el SARS, el MERS y el VIH. Señalan también que nadie sabe si el virus desaparece, como el sarampión, o si vuelve recrudecido, en oleadas o ciclos, como ocurrió con la pandemia gripal de 1918.
Como las democracias monitorizadas disfrutan de una cobertura mediática libre, son especialmente vulnerables a las historias que extienden temores sobre la aniquilación. Tucídides señaló en la Historia de la guerra del Peloponeso (431 a. C.) que la plaga de tifus que mató a casi una tercera parte de los ciudadanos de la Atenas democrática causó un caos político. Mientras la gente “moría como corderos”, los rumores animaban a los supervivientes a vivir de forma temeraria, solo para sí mismos. La falta de respeto hacia la moral “tan sagrada como profana” floreció. Eso produjo una “mayor falta de ley”.
Nuestra Gran Pestilencia también causa daño a la democracia, pero de otros modos y a una escala asombrosa. Miedos indirectos a la enfermedad y a una “mortalidad pestilente universalmente dañina” (como decía Boccaccio en el Decamerón) ofrecen a los gobiernos la oportunidad de aprovechar el momento e insistir en que los ciudadanos deben ahora estar protegidos de la muerte a través de la imposición del estado de emergencia. Su lógica parece sencilla y convincente. O nadamos o nos ahogamos juntos. La supervivencia es una obligación colectiva.
Sin previo aviso, en un instante, se ignoran las estructuras que posibilitan la división de poderes y el funcionamiento de la democracia monitorizada. “Cuando entras en guerra, entras del todo”, dice Emmanuel Macron. Eso significa: la batalla contra el minúsculo enemigo interior que lleva una corona de colores necesita restricciones de tiempos de guerra. Las reuniones públicas deben limitarse a diez, cinco, cuatro, tres, dos ciudadanos. Los cierres de las escuelas han enviado a más de quinientos millones de niños a casa, dice la unesco. Parlamentos que podrían funcionar como detectores tempranos y representantes de comunidades angustiadas están suspendidos. Los cines, los restaurantes, los clubes, los gimnasios, las mezquitas, las sinagogas, las iglesias y los templos también están cerrados. Los acontecimientos públicos se han cancelado. No hay mítines electorales. En los cielos del sur de California, drones de fabricación china, equipados con cámaras y altavoces, se aseguran de que los ciudadanos estén encerrados dentro de sus casas, salvo para viajes esenciales. Métodos más anticuados se utilizan en países como Italia, Francia y España, donde cientos de miles de policías y militares patrullan las calles. El gobierno del estado de Uttar Pradesh, en la India, utiliza una Ley de las Epidemias de la época colonial para reprimir a los disidentes. En Kenia, toques de queda del crepúsculo al alba se refuerzan con porras y gas lacrimógeno. El referéndum previsto para cambiar la Constitución chilena, que proviene de la época de la dictadura, se ha pospuesto. Y casi en todas partes, parece, ha llegado la hora de que aparezcan cuerpos electos de gestión de crisis con nombres bélicos. En Australia, cuyo parlamento nacional estará cinco meses sin actividad, la Gran Pestilencia ha impulsado la Comisión Nacional de Coordinación ante la Covid-19 (NCCC), un organismo no electo y dirigido por un antiguo magnate empresarial que solo responde ante el primer ministro.
La lista de procedimientos vinculados al estado de emergencia crece cada día. Los demagogos agitan su plumaje como pavos reales. Impecablemente ataviados de largas colas, oportunistas como Viktor Orbán y Narendra Modi se arrogan poderes ilimitados para gobernar por decreto e imponer nuevas penas a los acusados de extender fake news o violar la cuarentena. Se siembran semillas de confusión sobre cómo montar aparentes elecciones. Probablemente se acerca el momento en que oigamos que las elecciones generales previstas se deben posponer o descartar.
Hay señales de resistencia a la represión, es cierto. Se golpean cacerolas y los ciudadanos cantan canciones solidarias en balcones y aceras. Los ciudadanos desarrollan el ingenio. La pestilencia engendra mucha bondad social y generosidad ciudadana: por eso el sintagma “distanciamiento social” es confuso. El distanciamiento físico es la realidad, pero gracias al amplio uso de medios digitales se crean puentes y vínculos sociales, a veces de maneras inesperadas. Es posible que entre bambalinas esperen que haya sociedades más robustas, menos orientadas a los bienes y hambrientas de dinero. Es incluso concebible que haya un permanente aumento en la remuneración y respeto público para el personal clave: enfermeros, médicos, profesores y limpiadores, conductores de ambulancia y de repartos, trabajadores del turno de noche en los almacenes, centros telefónicos y supermercados, que se encargan de que sociedades completas sobrevivan a esta pestilencia. Por ahora, es seguro decir que los ciudadanos se han vuelto inventivos. Encabezan peticiones a gobiernos y campañas de recaudación de fondos para los hambrientos y acosados en Twitter, montan reuniones sociales y fiestas por Skype, y se conocen y se casan por Zoom. Pero es llamativa –realmente asombrosa– la poca resistencia pública que hay ante la declaración casi universal de ley marcial.
El silencio y la docilidad de los comentaristas que justifican las medidas drásticas con un lenguaje sacado directamente de las obras clásicas de la antidemocracia no ayudan mucho. Es tristemente típica la forma en que un profesor de la Universidad de Cambridge muestra su amor hacia el Leviatán (1651) de Hobbes por su visión de que “la esencia de la política” es que “alguna gente le dice a otra qué debe hacer”. David Runciman añade: “En un confinamiento, las democracias revelan lo que tienen en común con otros regímenes políticos: aquí la política también es en último término una cuestión de poder y orden.”
Esas justificaciones del gobierno de emergencia son peligrosamente ingenuas e ignorantes. A menos que presentemos resistencia, las concentraciones de poder arbitrario siempre muestran una tendencia a lo definitivo. Nacen como medidas temporales y se convierten fácilmente en disposiciones permanentes. El poder que cedes es poder que concedes, el poder que se entrega se reclama con dificultad. El estado de emergencia hace que la gente se acostumbre a la subordinación. Nutre la servidumbre voluntaria. Es la madre del despotismo y, como Percy B. Shelley observó en La reina Mab, el poder arbitrario, “como una pestilencia desoladora”, guarda un extraño parecido con el virus que dice combatir.
Democracia monitorizada
Hay otra forma que tienen de desorientarnos los nuevos ideólogos y practicantes del estado de emergencia. Distraen nuestra atención desde fructíferas alternativas democráticas hacia las supuestas exigencias del estado de emergencia. En la región de Asia-Pacífico, Taiwán y Corea del Sur son ejemplares contramodelos que muestran que la pestilencia puede gestionarse sin maniatar las instituciones. Las cosas no son perfectas, pero el temprano detector de alarmas y los métodos de escrutinio público que utilizan para manejar el contagio prestan un nuevo significado al adagio socrático que dice que la vida no examinada no merece ser vivida. Esos gobiernos aplican los principios de “pensar en una emergencia” e “igualdad de supervivencia” (Elaine Scarry). Atacan constructivamente el virus asegurándose de que el espíritu de la oposición al poder arbitrario se haga viral. Practican la democracia monitorizada.
Los procedimientos transparentes y los flujos abiertos de comunicación son los lemas de sus sistemas de sanidad pública universal. “Aplanan la curva” al implicar y empoderar a los ciudadanos abiertamente para que tomen los asuntos en sus manos, por ejemplo, utilizando restaurantes drive thru e instalaciones hospitalarias especiales (a mediados de marzo de 2020, Estados Unidos tenía una media de 74 test por millón de habitantes, frente a los 5.200 por millón de Corea del Sur). Taiwán, donde la vida cotidiana continúa como de costumbre, con relativamente pocas infecciones y prácticamente ninguna muerte, fue rápido al controlar (el 31 de diciembre de 2019) los vuelos procedentes de Wuhan. Aprendió lecciones de los estallidos del SARS en 2003 y de H1N1 en 2009. Durante varios años, el país acumuló máscaras, agentes higiénicos, pruebas y otros equipos. El gobierno taiwanés ha sido claro sobre el uso de la geolocalización de móviles para ubicar el paradero de las personas infectadas, y sobre el uso de esos datos para crear “vallas electrónicas” en torno a otros que pueden haber estado infectados. En un caso sin precedentes, creó un cuerpo monitor paragubernamental llamado Comandancia Epidémica Central (CECC). Compuesta por médicos seleccionados de todos los niveles del sistema sanitario del país, da informes diarios a los ciudadanos y comparte la capacidad de tomar decisiones con el ministro de Salud y Bienestar.
China
La fórmula que funciona en estos países es que el estado de emergencia solo se hace necesario cuando la democracia fracasa. Sabemos que los mercados no regulados fracasan, pero también lo hacen las democracias. Mi libro Power and humility (2018) muestra que, en ausencia de un organismo público de vigilancia y mecanismos de denuncia para el escrutinio y la contención democrática, las cosas suelen salir mal en sistemas complejos de poder. El fracaso democrático ocurre. La ecuación es casi matemática: sin robustos mecanismos de fiscalización, las poderosas organizaciones estatales y empresariales acaban teniendo el cerebro de un guisante. Se vuelven imprudentes. El resultado es, de manera típica y no excepcional, retrasos temerarios y decisiones estúpidas que hieren las vidas de ciudadanos y dañan su entorno.
Sin duda, esta fórmula es aplicable a la República Popular China. La distinguida antropóloga Liu Shao-hua señala que la manera en que Pekín ha manejado el estallido y la expansión de esta Gran Pestilencia es una repetición de métodos antidemocráticos utilizados para afrontar otras enfermedades como la lepra, el sida y el SARS. Explica que al principio los funcionarios locales del Partido Comunista se encargaron de todo –y empeoraron mucho las cosas, inicialmente por no hacer nada–. El trabajo de médicos y enfermeros valientes y el control público independiente de tendencias y corrección de errores por parte de investigadores que aislaron el virus y lo secuenciaron rápidamente fueron aplastados. Informes recientes tanto oficiales como independientes de investigadores chinos sugieren que si el Partido hubiera actuado a mediados de enero, una semana antes, las infecciones en todo el país se habrían podido reducir en dos tercios y que si lo hubiera hecho tres semanas antes se habría podido evitar el 95% de casos de tos seca, fiebre alta, cansancio incapacitante y pulmones obstruidos. Esto no ocurrió. En vez de eso, la corrección política y el “salvar la cara” (bǎo miànzi) se mezclaron con el cinismo y la poca voluntad de estropear las celebraciones del Año Nuevo chino o perturbar “la época de los dos encuentros” (del 6 al 17 de enero de 2020) y produjo un encubrimiento gigantesco. El fracaso democrático triunfó. Se produjo una catástrofe ambiental global desatada por patógenos que mutaban y pasaban de una especie a otra. Había nacido la Gran Pestilencia.
Cuando los informes filtrados y las protestas en las redes sociales empezaron a revelar la magnitud de la infección en Wuhan y las áreas cercanas, las filas superiores del Partido entraron en pánico. Conscientes de que los monos se dispersan cuando los árboles caen, y temerosos de la rebelión, se vieron obligados a confesar y a actuar. Las puertas del poder estatal se cerraron. Ochocientos millones de personas quedaron encerradas. La economía se paró, estremecida. 3.300 personas fueron abandonadas para morir en apartamentos en cuarentena. A la clásica manera del Partido, algunos funcionarios de máximo nivel en el sistema sanitario fueron sacrificados. Como un deus ex machina, el déspota enmascarado Xi Jinping apareció después en escena. Poco a poco, dentro de China, la enfermedad fue aparentemente controlada.
El nuevo despotismo
Sin duda, entre los resultados más extraños e inesperados de la Gran Pestilencia está que el país que incubó el virus ahora parece disfrutar de las ventajas tecnológicas y del poder blando de ser la primera economía política que se lo quita de encima. Nadie sabe con qué rapidez la economía china puede regresar al crecimiento, o si su modelo de crecimiento capitalista futuro será más igualitario, verde y centrado en el bienestar de sus ciudadanos. Mi próximo libro, The new despotism (2020), muestra que no debemos infravalorar la resiliencia interior y la capacidad para resistir de China. Esta pestilencia puede, de hecho, convertirse en un momento dorado, un segundo punto de inflexión si, sin un disparo, el país aprovecha la ventaja geopolítica de la congestión y el caos en Estados Unidos para tomarle la delantera, para seguir construyendo su imperio global y destruir por fin la ilusión de superioridad americana.
Si las hojas de té se pueden leer así, la República Popular China sería la primera gran potencia en recuperarse después de que el mundo entero se haya derrumbado. Se romperían esperanzas oníricas de “cooperación y confianza globales” (Yuval Noah Harari). Una realidad más dura desacreditaría el discurso poético de esta Gran Pestilencia como la madre de nuevos comienzos: sociedades enteras “romperían con el pasado e imaginarían el mundo de nuevo” (Arundhati Roy). En cambio, el centro de gravedad geopolítico se trasladaría por fin a una región de Asia-Pacífico bajo la dirección de Pekín. Con unos Estados Unidos irremediablemente debilitados y con los Estados que forman parte de la Unión Europea luchando por mantenerse en pie, los ideales igualitarios y las instituciones que reparten el poder en democracias monitorizadas como Taiwán y Corea del Sur se verían desbordados, o ignominiosamente empujados y apartados.
Para que todo esto suceda, los ciudadanos chinos necesitarían algo más que unirse en el sufrimiento y jurar una orgullosa lealtad a su régimen de partido único. Tendrían que olvidar la lección más importante de esta Gran Pestilencia: donde no hay vigilancia democrática del poder en nuestro “planeta virus” (Peter Piot), poblado por trillones de minúsculas partículas víricas que esperan ansiosas por secuestrar células vivas, está claro que nacerán nuevas pestilencias y se extenderán democráticamente, dentro y fuera de China. En otros lugares del mundo los ciudadanos necesitarían rechazar el principio probado de que los virus mutantes adoran la falta de fiscalización pública. Más súbditos que otra cosa, los ciudadanos abrazarían el actual estado de emergencia y en general ignorarían el mensaje fatídico. Bajarían la cabeza, solo necesitarían seguir en cuarentena. Garantizarían que en esta crisis las democracias se convertirían en su peor enemigo. La consecuencia sería que las formas chinas de manejar el poder estrecharían su control sobre grandes partes del mundo. Un nuevo despotismo diestro en las artes de extender la servidumbre voluntaria, lo que a los intelectuales chinos les gusta llamar “buen gobierno” (liánghǎo de zhìlǐ), sería un rasgo formativo del pestilente futuro de nuestro planeta. El despotismo sería el futuro de la democracia. ~
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
John Keane (1949) es un politólogo y profesor universitario. Su libro más reciente en español es Vida y muerte de la democracia (FCE/INE, 2018).