Hay un viejo proverbio chino que dice que cuando soplan vientos de cambio algunas personas construyen muros mientras que otras construyen molinos de viento. Ese viejo proverbio tiene una nueva pertinencia hoy, pues nuestro mundo vive tiempos tormentosos marcados por una extraña subdivisión: la aparición de un nuevo y poderoso imperio chino de un tipo desconocido en la historia mundial y la retirada amurallada y el repliegue del imperio global estadounidense.
Entender esta dinámica mundial debería ser una prioridad para toda persona pensante, pero la tarea se ve obstaculizada por muchas fanfarronadas y bravatas, propaganda y desinformación, y –curiosamente– por una idea generalizada de que las proclamas del presidente Trump sobre la renovación y la grandeza de Estados Unidos son básicamente correctas. Es cierto que tanto los partidarios como los críticos de la visión de Donald Trump de unos Estados Unidos asediados son conscientes de que se avecina un duro camino. Pero incluso cuando se muestran dubitativos o abiertamente hostiles a los murmullos del nuevo presidente, incluida su extraña orden ejecutiva contra los “molinos de viento”, toleran tácita o explícitamente su idea de que Estados Unidos sigue siendo la potencia mundial dominante y, dado el audaz liderazgo de la nueva administración Trump, seguirá siendo el país hegemónico en el futuro inmediato. La reciente victoria de Trump, que los medios mostraron para sus audiencias hambrientas de significado como un momento de gran dramatismo, se ha interpretado como él quería que se interpretara, como un momento de esplendor estadounidense, como el comienzo (así lo ca- careó en su toma de posesión de 2025) de una nueva “edad de oro” en la que Estados Unidos, a las puertas de los “cuatro mejores años de la historia estadounidense”, se sitúa como el país “más poderoso y respetado” de nuestro planeta.
Uno de los problemas de esta forma de pensar es su ceguera ante la forma en que Estados Unidos ha dilapidado su supremacía mundial y ha financiado el ascenso de su principal rival durante las últimas cuatro décadas. No importa la complacencia de los últimos tiempos con la Rusia de Putin. Pensemos en las desastrosas intervenciones militares, las guerras perdidas, la diplomacia chapucera al estilo Blinken y las mentiras, las cínicas violaciones del llamado “orden basado en normas”, y las burlas y risas que genera hoy la idea de que la democracia liberal al estilo estadounidense está en “retroceso”. Luego pensemos en esta enorme ironía histórica: el reconocimiento diplomático de la República Popular China y las subsiguientes contribuciones materiales de Estados Unidos a sus amplias reformas contribuyeron al retorno de China, tras dos siglos de sometimiento, y a su prominencia mundial. ¿Y las consecuencias?
Gracias a Estados Unidos, técnicamente hablando, China ya no es simplemente un “país” o una “gran potencia”. Es un imperio en ascenso. Si por imperio entendemos un sistema político de gran tamaño cuyo poder económico, gubernamental, diplomático, cultural y militar se extiende más allá de sus fronteras, entonces el hecho innegable, como explico ampliamente en El imperio galáctico de China (2024), es que China se está convirtiendo rápidamente en un imperio de alcance mundial. Este incipiente imperio no solo constituye un formidable desafío a la hegemonía mundial estadounidense y un rival mucho más sólido y decidido que la Unión Soviética. El nuevo imperio chino es, de hecho, la amenaza geopolítica más seria a la que se ha enfrentado Estados Unidos desde su fundación como república a finales del siglo XVIII.
Un nuevo imperio
Las sombras de los molinos de viento chinos se proyectan en todas las murallas de Estados Unidos, pero es difícil enterarse de eso a través de las declaraciones despectivas y los pronósticos sombríos de los creyentes de MAGA. Detrás de su creencia en la superioridad estadounidense hay una visión orientalista ignorante que es incapaz de ver las ambiciones imperiales chinas, así que consideremos algunas de las pruebas más importantes.
Medidos por el total de activos, los cuatro mayores bancos del mundo son chinos. China ha superado a organismos como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial y se ha convertido en el mayor acreedor mundial, respaldado por sus propias instituciones de servicios financieros, como el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras (BAII). China encabeza la rebelión global contra un sistema financiero mundial definido por el dólar estadounidense y su economía capitalista financiera rentista; a mediados de 2023, por primera vez, el renminbi superó al dólar estadounidense en las transacciones transfronterizas de China. Con un superávit de casi un billón de dólares en 2024 –Estados Unidos no ha disfrutado de un superávit comercial desde 1975–, China es el mayor país comercial y propietario de la mitad de las patentes del mundo.
A pesar de los esfuerzos de Estados Unidos por “desvincularse” de China aplicando sanciones arancelarias, boicoteando sus productos y servicios y prohibiendo la venta e importación de nuevos equipos de comunicaciones de Huawei, ZTE y otras empresas chinas, la economía de China –a diferencia de la antigua Unión Soviética– es una economía política abierta configurada por grandes empresas vinculadas al gobierno central. Es una nueva especie de capitalismo de Estado que atrae importantes inversiones de grandes empresas extranjeras como Airbus se, Samsung, Toyota, el gigante químico alemán basf y el banco ocbc de Singapur y el fabricante de baterías de iones de litio Durapower Holdings. China produce un tercio de los productos manufacturados del mundo, más que Estados Unidos, Japón, Alemania, Corea del Sur y Gran Bretaña juntos. China es el principal socio comercial de bienes de la Unión Europea y la India. Es el principal inversor y comerciante en la zona de libre comercio más grande del mundo en África; y en América Latina, tras dos siglos de independencia del Imperio español y de dependencia económica y militar de facto de Estados Unidos, países como Chile, Perú, Ecuador, Uruguay y Colombia se están acercando activamente a China.
Los grandes cambios globales demográficos también se están produciendo en China. Tras experimentar bajos niveles de esperanza de vida como los de Occidente hace un siglo, la esperanza de vida (78,6 años en 2022 frente a 51 en 1962, según datos del Banco Mundial) ha superado los niveles de Estados Unidos, donde la esperanza de vida sana al nacer ha ido disminuyendo. La esperanza de vida es aún mayor entre los cuatrocientos millones de chinos de clase media, que se han beneficiado del impulso de su gobierno hacia “una sociedad moderadamente próspera”; la expansión global china se ha convertido en su modo de vida. Fieles al sistema, guiados por las promesas de casa, coche y dinero, asiduos a los centros comerciales y expertos en el arte de mantener la cabeza gacha –“sigue al Partido, pero escucha a tu mujer”, reza un chiste común–, la importancia social de las nuevas clases medias se ha visto impulsada por los estudios en el extranjero y las cuantiosas inversiones estatales en educación superior, que se han multiplicado casi por diez en las dos últimas décadas. China produce ahora más licenciados en stem que India, Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Italia, Reino Unido y Canadá juntos.
No hay que pasar por alto un hecho de una importancia trascendental: el Ejército Popular de Liberación (EPL) y su estrategia de paz militarizada. El EPL es ahora el mayor ejército permanente del mundo, con dos millones de soldados respaldados por un arsenal nuclear en expansión, más submarinos que ninguna otra potencia y sofisticado material militar. Participa activamente en operaciones de mantenimiento de la paz de la ONU. En Libia, Yemen y Sudán, ha evacuado con éxito a sus ciudadanos de zonas de conflicto. La colonización interna del Tíbet y la resolución de disputas con Estados vecinos, incluida India, le han permitido fortalecerse.
La estrategia de paz militarizada del EPL está respaldada por un enorme complejo militar-industrial-aeroespacial que cuenta con megacompañías con nombres comerciales como China North Industries Group Corporation (NORINCO) y Aviation Industry Corporation of China (AVIC). China tiene aspiraciones de potencia espacial, da una gran importancia a la diplomacia inteligente y está comprometida con un nuevo y formidable modelo de guerra que presupone, según el dicho chino, que “los melones arrancados de la rama no saben dulces”. El éxito en la guerra, según esta forma de pensar del EPL, exige autocontrol, tolerancia y la capacidad y voluntad de esperar (wuwei: no acción). Solo los tontos se precipitan hacia la guerra. Las guerras se ganan, o se evitan, superando a los oponentes, desgastando o atemorizando a los enemigos sin disparar un solo tiro.
Resiliencia imperial
La evidencia del fortalecimiento del poder global chino es inequívoca. También es obvio de dónde proviene su resistencia. A nivel doméstico, el sistema de gobierno del incipiente imperio no es una forma tosca e inestable de “autocracia”, “autoritarismo” o “totalitarismo”, como suelen afirmar los entusiastas y analistas de MAGA. Los gobernantes del PCCh llevan mucho tiempo cultivando métodos de gobierno inteligentes y estrategias de control de crisis en lo que ellos denominan una “democracia que funciona”. En el corazón del imperio, el gobierno adopta la forma de una “democracia fantasma” de partido único con características chinas. Es un sistema político de control centralizado mezclado con procedimientos anticorrupción, tribunales populares locales, detectores de alerta temprana y experimentos de responsabilidad gubernamental. En el exterior, respaldado por gigantes corporativos de las telecomunicaciones como Tencent y Huawei, el nuevo imperio chino tiene cualidades posterritoriales.
China, el primer imperio global nacido de la era de las comunicaciones digitales en red, no sucumbe a la arrogancia ni comete el error de los primeros imperios europeos modernos, que se apoderaron descaradamente de las rutas terrestres y marítimas, hacinaron violentamente a millones de personas de lenguas y culturas diferentes en Estados territoriales delimitados y dependieron funcionalmente de las capitales en su país y en sus colonias. China se expande de forma diferente. Sus empresas estatales e instituciones de gobierno prefieren los flujos ilimitados, los corredores de oportunidades, las fronteras abiertas y las transacciones a larga distancia. Más allá de sus fronteras, los gobernantes chinos fomentan la circulación rápida y sin restricciones de capitales, bienes y servicios, junto con la defensa de instituciones de la ONU y la creación de nuevas instituciones transfronterizas, como los BRICS y la Organización de Cooperación de Shanghái.
La cuestión es que China no es ni un imperio terrestre anticuado ni un imperio marítimo hambriento de territorios. Es un imperio preocupado por los flujos de capital, la difusión de las nuevas tecnologías de la información y los mercados globales para sus bienes y servicios a precios competitivos. Conecta ciudades con ferrocarriles de alta velocidad, aeropuertos y rutas marítimas. Está construyendo redes mundiales de centros logísticos diseñados para unir aeropuertos, rutas ferroviarias y por carretera, puertos de carga que utilizan tecnologías de la información y robótica para aumentar la eficiencia y eficacia de los sistemas de entrega de paquetes e impulsar la capacidad de la cadena de frío para entregar alimentos, medicinas y vacunas en todo el mundo. Impulsada por su profunda dependencia de las redes de comunicaciones digitales, la movilidad fluida –y no la ocupación territorial– es la divisa del nuevo imperio chino.
¿Una potencia en auge?
Los partidarios de MAGA y no pocos políticos, diplomáticos y periodistas occidentales ignoran estas múltiples fuentes de resistencia. En lugar de ello, se hacen ilusiones y se burlan con clichés sobre el inminente estallido de la nueva China. Los partidarios de Trump hacen mucho ruido sobre el “ascenso” y la “expansión” de China y su papel como “amenaza existencial” para Occidente. Inmediatamente después, hacen predicciones sobre el inmediato desmoronamiento del nuevo imperio chino bajo el peso combinado de fuerzas como el descenso de las tasas de natalidad, el aumento de la esperanza de vida, los problemas del sector inmobiliario, el desempleo juvenil, la dependencia de las exportaciones, los daños ecológicos y la corrupción política.
Algunos entusiastas de MAGA describen a China como una potencia que ha alcanzado su techo. La idea es que China es una potencia que ya ha ascendido, y por eso es peligrosa, tanto en el interior como en el exterior. La represión interna de sus ciudadanos está respaldada por el acaparamiento de recursos, las sanciones económicas, las intervenciones militares y otros actos de agresión exterior. ¿El remedio? Las potencias extranjeras, encabezadas por Estados Unidos, deben reforzar sus capacidades militares, desenvainar los sables y hablar claramente y negociar duramente, sin contemplaciones, con el oponente chino. Mientras China lucha, Estados Unidos, la Fuerza del Bien número uno de nuestro planeta, debe presionar con fuerza y hacer valer sus ventajas y recursos. La vanagloria saldrá victoriosa.
Negación posimperial
Es posible que el joven imperio chino acabe siendo víctima involuntaria de choques por sorpresa y sacudidas imprevistas. Si eso llegara a ocurrir, ese fracaso arrojaría una maldición sobre el mundo entero, Estados Unidos incluido. Las cadenas de suministro mundiales se romperían. Las misiones de mantenimiento de la paz de la ONU se tambalearían; todo el sistema de la ONU, del que China es ahora el mayor financiador, se paralizaría. Podría estallar una catastrófica guerra incivil en el corazón de China. En busca de seguridad, decenas de millones de refugiados cruzarían sus fronteras hacia los territorios vecinos, con efectos desestabilizadores para la región.
Nadie puede decir todavía si estos resultados son probables o en qué medida lo son, o lo que el colapso de una China demasiado grande para fracasar supondría en la práctica para el mundo. Por el momento, lo que hay que señalar es la otra cara de este escenario y el punto ciego más importante de la mentalidad MAGA: su negativa neurótica a admitir que el propio imperio estadounidense está atrapado en una dinámica de declive a largo plazo a manos de un imperio global chino inusualmente resistente.
¿Cuáles son los síntomas del declive estadounidense? Los más evidentes son los desafíos económicos a su supremacía. El liderazgo al que aspira China en asuntos como la inversión y el comercio mundiales y la Inteligencia Artificial y las tecnologías digitales es innegable. Una amenaza igualmente formidable para el poder económico estadounidense es el impulso de China para romper el sistema del dólar mediante la globalización del renminbi a través de sus propios bancos estatales, medidas de intercambio de divisas, tenencias de oro, un nuevo sistema de pagos transfronterizos (CIPS) y una moneda electrónica regulada por el Estado.
Los entusiastas de MAGA y los funcionarios estadounidenses deberían estar preocupados por esas tendencias económicas, pero hay desafíos igualmente formidables a los que se enfrenta el imperio estadounidense. Consideremos la cuestión de la legitimidad. Los historiadores nos enseñan que los imperios duraderos siempre intentan camuflar su propia arrogancia convenciendo tanto a sus territorios como a sus clientes y súbditos en el extranjero de que su poder es una fuerza para el bien. Los imperios pretenden meterse en la piel de las personas cuyas vidas moldean a distancia.
Los dirigentes del PCCh lo saben. Contar bien la historia de China tiene para ellos una importancia estratégica excepcional. Lo que resulta especialmente significativo es que el joven imperio chino no está guiado por una sola ideología dominante. Los símbolos desplegados por funcionarios del partido, diplomáticos y periodistas para justificar la expansión mundial del poder chino tienen una cualidad caleidoscópica yin-yang. Hay mucha palabrería pragmática y empresarial sobre estabilidad y desarrollo, pib, ganar dinero, enriquecerse y “prosperidad”. Pero los líderes del PCCh también recurren a artículos de fe como “sociedad armoniosa”, “principios confucianos”, “Estado de derecho”, “democratización de las relaciones internacionales”, “civilización ecológica” y “antigua civilización china”. Otras frases habituales son “soberanía territorial” y “dignidad nacional”. “Paz”, “antiimperialismo” y “protección frente a enemigos extranjeros” son también palabras favoritas en su arsenal semántico. Y se habla mucho de “socialismo” mezclado con dosis de “marxismo”.
Independientemente de lo que se piense de la coherencia o veracidad de este vocabulario arcoíris, los dirigentes chinos y sus propagandistas son muy conscientes de los peligros para la reputación que entraña la rigidez ideológica. Sabedores de que quien siembra espinas cosecha heridas, quieren ser vistos como fuertes pero flexibles, unos servidores del “pueblo” duros pero benevolentes, firmes defensores de la paz planetaria, la creación de riqueza, la buena gobernanza y la resiliencia medioambiental. La ambigüedad intencionada y la vaguedad turbia permiten a los dirigentes chinos navegar con los vientos políticos y embaucar a sus enemigos. A su vez, ese embaucamiento –como dice la expresión china– les permite mover mil libras con cuatro onzas. La ambigüedad reputacional les otorga fuerza política.
Por el contrario, el cuestionamiento global de la legitimidad del imperio estadounidense está aumentando rápidamente. Hubo un tiempo, sobre todo en los años posteriores a 1945, en que la reputación de Estados Unidos era muy buena. Desde el siglo XIX, el imperio se había enorgullecido de su apoyo a la “democracia”, pero tras sus victorias en la Segunda Guerra Mundial tuvo vía libre para desempeñar el papel de defensor en jefe de la democracia y el de estoico guardián de todo el “mundo libre”. En la práctica, hizo algunas cosas impresionantes. En Europa, por ejemplo, el Plan Marshall introdujo en el continente el modo de vida estadounidense y ayudó a sentar las bases de una nueva clase media. Estados Unidos era sinónimo de crecimiento económico y prosperidad compartida, carreteras, educación, sanidad y otros servicios públicos de alta calidad, y de la creencia en el principio de que los ciudadanos tienen derecho a elegir su propio gobierno. En la cultura popular, estaban Coca-Cola, Hollywood, el jazz, Elvis Presley, la Motown, Marilyn Monroe, Woody Allen, la poesía rebelde de Bob Dylan, el magnetismo melancólico de la música blue grass, gospel, soul y country, los Beach Boys y los Monkeys. Incluso cuando las cosas no iban bien, Estados Unidos parecía reformable, capaz de hacerlo mejor.
Pero los tiempos están cambiando, y no para mejor. El mundo está inundado de malas noticias sobre Estados Unidos, su doble moral, su política de grandes fortunas, su violencia armada, sus líderes bocazas, sus infraestructuras de segunda y su decadencia social general. Está, por supuesto, el rey del rap que actuó en la Superbowl, Kendrick Lamar, y la empresaria estrella del pop Taylor Swift, con millones de fans y millones en el banco, que canta cosas como “mi narcisismo encubierto lo disfrazo de altruismo como si fuera una congresista”. Y es cierto que en algunos países, como Polonia, Israel, Japón y Filipinas, la mayoría de los ciudadanos tienen una “opinión favorable” de Estados Unidos. En otros lugares, sin embargo, las encuestas muestran que en China, Turquía, Túnez, Grecia, Malasia, Australia y Francia la opinión pública sobre Estados Unidos está dividida o es potencialmente hostil. Como era de esperar, esos datos también muestran que en países como Irán, Egipto y Afganistán y, de forma más general, en las regiones árabes y musulmanas más amplias, millones de personas dicen detestar el poder imperial estadounidense y sus formas de vida. Creen que es un país de descerebrados. La mera mención de Estados Unidos y su “democracia” hace que la gente maldiga y escupa.
Estos resultados son significativos porque muestran que la luz de la democracia y la libertad en la colina de Estados Unidos se está apagando. En el frente interno, digan lo que digan, Trump y sus partidarios confirman la tendencia. Poco o nada les importa la democracia. Lo suyo es el despotismo. Las sutilezas constitucionales no tienen sentido. Lo importante es el culto al héroe y la demagogia. Sus reglas son claras. Inundar la zona. Fortalecer el poder ejecutivo. Cruzar las líneas rojas. Desafiar las leyes y los precedentes legales existentes. Desconcertar a los ciudadanos emitiendo órdenes ejecutivas sin parar. Abolir los guardarraíles y los perros guardianes. Destituir arbitrariamente a inspectores generales, jueces y otros vigilantes de la integridad pública. Reducir el poder de las asambleas legislativas para apropiarse del dinero de los impuestos y determinar su gasto. Pisotear los derechos de los trabajadores. Acabar con la ciudadanía por derecho de nacimiento. Congelar los programas de investigación, educación, ayuda social y ayuda exterior. Silenciar a los disidentes. Exigir la lealtad incondicional de los funcionarios. Denunciar a los periodistas y expertos que denuncien la mala conducta, la corrupción y la prevaricación y acusarlos de proveedores de noticias falsas de “extrema izquierda” y partidarios del “Estado profundo”.
Imperium militare
La promoción de la democracia también ocupa el último lugar en la lista de prioridades globales de este imperio en decadencia. Tratar el llamado orden basado en normas como una farsa y practicar una política de matones respaldada por una mentalidad de “la fuerza hace la justicia” son el nuevo patrón oro. Esta es una de las principales razones por las que Estados Unidos está recurriendo de manera estúpida a la fuerza militar como solución principal a sus crecientes males globales.
En su primera novela, Amerika (1925), Franz Kafka se atrevió a retratar la Estatua de la Libertad bajo una nueva luz, con su brazo extendido en alto, blandiendo una espada larga y afilada. No podía imaginar la profundidad y amplitud de la militarización del imperio estadounidense. Aunque ha perdido casi todas las guerras desde 1945, Estados Unidos está permanentemente en guerra. Es, con diferencia, el mayor traficante mundial de armas; su ejército es el mayor contaminador mundial. Respaldado en la actualidad por una red de ochocientas bases militares en al menos 75 países, el gasto militar estadounidense es más de tres veces superior al de China y mayor que el de otros veinte grandes gobiernos juntos.
Desde su fundación como república, Estados Unidos ha invadido otros territorios casi cuatrocientas veces; más de una cuarta parte de estas invasiones se ha producido desde el colapso de la Unión Soviética. Ha habido un número incalculable de golpes de Estado, asesinatos dirigidos por la cia y operaciones encubiertas. Como cabría esperar de un imperio que está perdiendo su control sobre el mundo, el ritmo de las intervenciones militares se ha acelerado recientemente. No se hace caso de la sabia advertencia del viejo Montesquieu [en Considérations sur les causes de la grandeur des Romains et de leur décadence (1734)] de que el militarismo corrompe a las repúblicas y arruina a los imperios.
El espíritu y la sustancia del militarismo están infectando incluso el corazón del imperio. La presidencia imperial ha despojado a los ciudadanos contribuyentes y portadores de armas de su voz en asuntos de guerra. El diseño y la ejecución de los objetivos y estrategias militares son secretos imperiales de alto nivel. Se envían tropas a las fronteras nacionales para proteger a Estados Unidos del azote de los inmigrantes no deseados. Los civiles indocumentados son acorralados en comunidades atemorizadas, arrojados a campos militares o deportados a Guantánamo. El ejército estadounidense vende o transfiere su armamento usado o excedente a las agencias policiales nacionales. En consecuencia, la policía militarizada es la nueva moda. Agentes vestidos con uniforme de combate y armados con pistolas aturdidoras, cañones de gas lacrimógeno, spray de pimienta, rifles de asalto de francotirador, camiones blindados, drones y tanques son la nueva normalidad.
¿Y el futuro?
Superados por un imperio chino resistente en múltiples frentes, sufriendo una creciente sospecha pública y falta de respeto en varios puntos de nuestro planeta, atrapados en una espiral mortal de belicismo de su propia creación, los que dirigen Estados Unidos, lo sepan o no, contribuyen ahora activamente a la larga historia del declive y colapso de los imperios.
Ya hay indicios claros del probable patrón general: aunque Estados Unidos haga todo lo posible por recortar su imperio global en sus propios términos de “interés nacional” racionalmente calculado, se producirán muchos acontecimientos caricaturescos y disparatados. Al igual que los imperios otomano y británico, el mundo será testigo de una serie de episodios de retirada, reagrupamiento y venganza. El colapso repentino del imperio de Estados Unidos probablemente no está en las quinielas; el declive imperial puede ocurrir en cambio a la manera de Hemingway, lentamente al principio, luego de repente. Solo una cosa es segura: el próximo desmoronamiento del imperio será un proceso prolongado, desordenado, doloroso y desagradable.
De forma lenta pero inexorable, anuncio tras anuncio, los dirigentes estadounidenses aprenderán el arte de retroceder y aceptarán una retirada forzosa. Fueron muy sintomáticos los momentos de sinceridad en los que el secretario de Estado entrante, Marco Rubio, reconoció el nacimiento de “un mundo multipolar”, advirtió de que los gobernantes de China suponen una “grave amenaza” para los intereses estadounidenses y luego dijo que “pase lo que pase” Estados Unidos “va a tener que tratar con ellos” porque “la historia del siglo XXI tratará en gran medida de lo que ocurrió entre Estados Unidos y China”.
Aunque no está claro qué implica “tratar” con China, el crecimiento del nuevo imperio chino y la contracción de Estados Unidos no serán una dinámica de suma cero. Nadie puede decir todavía si los dirigentes chinos acabarán eligiendo desempeñar, o se verán obligados a ello, el papel de imperio dominante en un orden mundial caótico y desordenado, a operar como fuerza mundial dominante en asuntos como la banca y las finanzas, la intermediación en acuerdos de paz y la gestión pública de problemas medioambientales. Bajo el mandato de Trump, que dice muchas cosas confusas y contradictorias sobre China, el mundo seguramente presenciará momentos de diálogo, cooperación y negociación intensa entre Estados Unidos y China, seguidos de amenazas de represalia y actos de venganza estilo gato y ratón. En medio de estos tejemanejes, Estados Unidos no perderá de vista la realidad: en ámbitos tan diversos como las finanzas, el comercio y la inversión, la innovación tecnológica, el entretenimiento mediático y el armamento militar, la República Popular China seguirá superando y flanqueando a Estados Unidos. China construirá molinos de viento. Estados Unidos levantará barreras arancelarias y muros militares.
Puede que Estados Unidos, en un acto estúpido y desesperado, o simplemente por accidente, de acuerdo con el proverbio de que dos tigres no pueden esconderse en la misma montaña, inicie una guerra a gran escala contra China. Prometiendo poner fin al “continuo catálogo de acontecimientos catastróficos en el extranjero”, el discurso inaugural de Trump fue inequívoco: “Nuestras fuerzas armadas serán liberadas para centrarse en su única misión: derrotar a los enemigos de Estados Unidos.” China es evidentemente el enemigo número uno, pero para Estados Unidos una guerra sino-estadounidense seguramente resultaría en otro estancamiento militar y moral o en una derrota total ante un oponente como el EPL, de mayor tamaño, más paciente, astuto y bien equipado. El apoyo de los ciudadanos chinos a su régimen se vería reforzado; la opinión pública estadounidense estaría muy dividida. Puede que la opinión pública ni siquiera cuente: el mundo entero sufriría los costes medioambientales, de infraestructuras y de pérdida de vidas humanas de un conflicto loco que dejaría obsoleta la vieja distinción entre guerra “convencional” y “nuclear”, y sería una catástrofe global sin precedentes de la que puede que nuestro planeta nunca pudiera recuperarse.
Independientemente de que Estados Unidos ejerza o no autocontrol militar a la hora de “tratar” con China, o de que nuestro mundo se salve por azar, en el futuro la guerra seguirá probablemente en la agenda global del hinchado complejo militar-industrial-académico estadounidense. Habrá aún más complicidad en las tragedias genocidas de Gaza y Cisjordania. Se ignorarán las guerras en “zonas destrozadas”; otras guerras terminarán en un estancamiento; otras se perderán rotundamente. En toda una serie de asuntos, Estados Unidos se verá obligado a recibir más curas de humildad. Las guerras comerciales, las amenazas financieras y las represalias por inversiones serán moneda corriente. En esos campos, se multiplicarán los fracasos y las humillaciones, algunos de los cuales aún no son noticia, como el debilitamiento de la industria manufacturera por las guerras arancelarias, los picos de deuda federal (que ya alcanza los 36 billones de dólares) avivados por los recortes fiscales a los ricos y el declive silencioso pero constante del “dominio del dólar”, la desbancada gradual del papel global sobredimensionado del billete verde por la creciente cuota de las monedas de reserva no tradicionales, incluido el renminbi chino.
Por primera vez en la historia de la humanidad, la desaparición de un imperio tendrá la máxima cobertura mediática. Por cortesía de Estados Unidos, la reducción gradual de América a una gran potencia fracasada y caída será retransmitida en directo al mundo entero. Las audiencias podrán observar un montón de insultos, sorpresas extrañas, episodios de gran tensión y una exhibición general de la fea actitud de machito de Estados Unidos en los asuntos globales. El matonismo estadounidense será la otra cara de su creciente inseguridad. Se dejará de hablar de un “orden basado en normas”; la mera mención de la frase provocará en todas partes sonoras carcajadas. La prioridad de Estados Unidos será reducir sus pérdidas, deshacerse de obligaciones innecesarias y conservar sus activos de poder más valiosos todo el tiempo que pueda.
¿Democracia?
Los “aliados” democráticos de Estados Unidos no se librarán. Más testaferros al estilo Zelenski y Estados clientes leales serán pillados con los pantalones bajados. La mayoría serán tratados, en el mejor de los casos, como meros socios comerciales, o como yacimientos de materias primas o bases militares convenientes. Las ententes que favorecen los intereses estadounidenses se multiplicarán. En apoyo de unos Estados Unidos amurallados y aislados, habrá un apoyo simbólico, que no se concretará en nada, a Taiwán, una asociación militar incondicional con Israel, relaciones alambradas con México y más proyectiles verbales disparados hacia el norte, en dirección a Canadá. Se aplicará universalmente la regla de Kissinger: ser enemigo de Estados Unidos será peligroso, pero ser su amigo será fatal.
El declive acelerado de Estados Unidos destruirá muchas ilusiones sobre la democracia. El viejo dicho de que “una democracia es incapaz de gobernar y gestionar un imperio” (como escribió Tucídides en la Historia de la guerra del Peloponeso) ya se está poniendo patas arriba. En los próximos años, el imperio se las arreglará sin democracia. Es la verdad incómoda de la historia de los imperios. Cuando alcanzan su cénit, los imperios duraderos intentan resolver sus problemas de poder concediendo a algunos de sus súbditos lejanos una medida de autogobierno (como hace China en sus afirmaciones de no intervención en los asuntos de otros Estados, como hicieron los otomanos en su sistema millet de tribunales de justicia dirigidos por diferentes grupos confesionales y como hicieron los británicos concediendo el gobierno parlamentario a sus leales colonias blancas). Cuando los imperios están en declive, por el contrario, son malos perdedores. Se vuelven paranoicos, mezquinos, tacaños y belicosos.
A pesar de las luchas ciudadanas, la deriva hacia un nuevo tipo de gobierno despótico se acelerará en el corazón del imperio estadounidense, que se irá encogiendo y hundiendo. Impulsado por el discurso estilo Trump sobre el “tremendo fraude, tremendo despilfarro”, el gobierno de “poligarcas” corporativos políticamente poderosos y ricos no hará más que florecer. Dentro de los círculos gobernantes, la política significará sobre todo que unos pocos digan al resto lo que tienen que hacer. Los amigos serán recompensados con creces. A los enemigos se les amenazará con motosierras de dientes afilados, se les maltratará, se les despedirá y, en general, se les aplicará una justicia arbitraria.
A los estadounidenses se les enseñó una vez en las escuelas que la democracia como forma de vida requiere una sociedad civil vibrante de ciudadanos libres e iguales, pero a medida que el imperio se reduce, a menos que llegue al poder un gobierno radicalmente distinto y comprometido con la redistribución de la riqueza, las lecciones se olvidarán. Las condiciones sociales empeorarán. Florecerá la justicia ruda. Habrá más armas, tiroteos callejeros, detenciones de inmigrantes, misoginia, fanatismo religioso y falsedades en los medios de comunicación. Aumentará la ansiedad de la clase media y la convicción de la clase baja enfadada de que la democracia es una mera fachada de la plutocracia. El número de estadounidenses con poca fe en el futuro se multiplicará. Una considerable mayoría de ciudadanos (alrededor de seis de cada diez) afirma ya que la vida es peor hoy que hace cincuenta años. Mirando al futuro, esperan que las cosas empeoren. Dicen que en 2050 su economía será más débil, que Estados Unidos será menos importante en el mundo, que las divisiones políticas serán mayores y que habrá una brecha aún mayor entre pobres y ricos.
En el extranjero, en diversos entornos transfronterizos, Estados Unidos seguirá abandonando abiertamente los principios democráticos de reparto del poder, rendición de cuentas, Estado de derecho y justicia para los débiles. Mostrará sistemáticamente su rechazo moral a las instituciones y agencias transfronterizas (como USAID) que le desagradan o que ya no controla. La orden ejecutiva para retirarse de la OMS–firmada el primer día del segundo mandato de la presidencia de Trump– es probablemente un presagio ominoso de lo que está por venir. Los esfuerzos por paralizar y desmantelar la ONU continuarán. La feroz lógica estadounidense de retirada y reagrupamiento resultará brutal: con permiso de Trasímaco, la injusticia será en el futuro la voluntad de los que una vez fueron fuertes.
Pero ¿qué hay de las obligaciones de Estados Unidos con democracias territoriales como Canadá, Sudáfrica, Chile, India, Australia, Nueva Zelanda, o Alemania, Francia y otros Estados miembros de la Unión Europea? También ellos se verán obligados a arreglárselas como puedan. El hecho de que se autodenominen democracias no tendrá importancia ni preocupará al tambaleante imperio. Para utilizar una de las frases favoritas de los diplomáticos estadounidenses, sus gobiernos pueden irse a la mierda. Se verán obligados a enfrentarse a la nueva realidad: no supongan ingenuamente que Estados Unidos está automáticamente de su parte, paguen sus deudas, cumplan sus compromisos, compren nuestras armas, hagan lo que les digamos, o les haremos la vida imposible.
A menos que intervenga la serendipia, amiga de la democracia, la consecuencia será que el mundo democrático vivirá algo parecido a una repetición del siglo pasado. En 1941, tras medio siglo de malestar social, estancamiento económico, dictadura, totalitarismo y guerra mundial, un año en el que el presidente Roosevelt pidió “proteger valientemente la gran llama de la democracia del apagón de la barbarie”, solo once democracias parlamentarias habían conseguido preservar su independencia. Lo hicieron a base de arrimar el hombro y mantener las distancias, en la medida de sus posibilidades geográficas y emocionales, con las tendencias antidemocráticas generales de la época.
Para los demócratas y los gobiernos elegidos democráticamente en ciudades, organizaciones de la sociedad civil, Estados y organizaciones transfronterizas, estas tendencias y futuros tan inquietantes resultan igual de amenazadores que en aquellos tiempos oscuros. Los partidos y gobiernos de derechas y la deriva general hacia el despotismo se verán sin duda envalentonados por la caída de Estados Unidos, pero no todo seguirá el camino del imperio tambaleante. Es de esperar que en las democracias restantes, y en las nuevas democracias por venir, los ciudadanos y los representantes que elijan construyan escondites, refugios y ermitas democráticos. Utilizarán elecciones libres y justas para elegir gobiernos amotinados. Los líderes elegidos se pronunciarán contra el acoso estadounidense; el control independiente y la restricción pública del poder seguirán revelando cosas que no son del agrado de Estados Unidos.
Enfrentados a despotismos al estilo ruso, a un imperio chino en ascenso y a unos Estados Unidos enfadados y en retirada, los demócratas de todo el mundo deben darse cuenta de que este es un momento de oportunidad que no hay que desaprovechar, un punto de inflexión en el que el futuro de la democracia ya no depende de la aprobación y el apoyo de Estados Unidos. La democracia posimperial dependerá, en cambio, de la solidaridad de los sacudidos (la famosa frase de Jan Patočka) y del coraje, la inventiva y la determinación de quienes están siendo marginados, dejados atrás, acosados y jodidos.
Los tiempos que corren son tan graves que es de esperar que el compromiso de los demócratas con la democracia refuerce su determinación de mantenerse firmes mientras buscan en todos los niveles del gobierno y de la vida social nuevos remedios para los males de la democracia representativa. Los demócratas de todas las convicciones se verán obligados a decir una y otra vez: puesto que el poder sin control es peligroso, y puesto que Estados Unidos está intentando sembrar la división y la desunión en su propio beneficio y que políticamente ya no se puede confiar plenamente en él ni contar con él, la democracia, esta vez por razones muy distintas a las que suponían nuestros abuelos, es una virtud global indispensable, un requisito básico e innegociable en todas partes para desarrollar una vida decente y digna para las criaturas grandes y pequeñas de este planeta en peligro al que llamamos hogar. ~
Notas preparatorias elaboradas originalmente para la sesión “La política exterior de EE.UU. y sus implicaciones para la cooperación Asia-Pacífico”, Conferencia Anual del Foro de Boao para Asia, marzo de 2025.
Traducción del inglés de Ricardo Dudda.