Carta de Reims: Las maneras

Antes incluso de que viviera en Francia, desde que vine a este país por primera vez, me llamó siempre la atención esa práctica generalizada que poco a poco, y cada vez más dicen quienes han nacido aquí, se ha ido perdiendo: la cortesía.
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Alguna vez leí o escuché que en la forma de cerrar una puerta se escondía todo el secreto de la educación. No sé si es exagerado otorgarle a la delicadeza o a la brusquedad con la que cerramos las puertas tal importancia; y sin embargo, a menudo utilizamos abstracciones más disparatadas para calificar a una persona de educada, como por ejemplo su conocimiento, o hasta su inteligencia. Qué son los modales realmente, si no una buena forma de expresar nuestro civismo.

Antes incluso de que viviera en Francia, desde que vine a este país por primera vez, me llamó siempre la atención esa práctica generalizada que poco a poco, y cada vez más dicen quienes han nacido aquí, se ha ido perdiendo: la cortesía. Entre los ejemplos que ahora más chocan a los franceses destaca el tuteo que se ha hecho más frecuente entre desconocidos; entre los que más me llaman la atención a mí, sobresale el griterío de la juventud y casos aislados de excesos verbales, violentos se entiende, en lugares públicos, no solo riñas entre borrachos, sino entre sobrios. Es cierto que, cada vez con mayor frecuencia, los modales se han ido perdiendo no solo en Francia, sino en el mundo entero; la falta de cortesía ha ido ganando terreno a las buenas maneras; la vulgaridad parece estar ganando la batalla en el mundo moderno, incluso en Francia, a la que siempre había admirado por su elegancia.

Y sin embargo, yo aún no recuerdo una sola vez que al salir de una tienda, de un supermercado, de una panadería o de una librería, el vendedor haya faltado aquí, en Reims, y ni siquiera en París –famosa por la rudeza de sus habitantes–, a su consuetudinario “bonne journée” o “bonne soirée”, o incluso, más formal todavía, a un “passez une bonne journée” o “passez une bonne fin de soirée”; a tal grado que ya no me sorprende que una taquillera desee siempre una “bonne séance”, o una “buena función”, con una sonrisa en los labios luego de haberle comprado un boleto; justo es decir también que después de haber vivido diez años en España, el mínimo gesto de cortesía brilla como un diamante. Así que, cuando alguien me pregunta porque me gusta Francia, entre mis respuestas favoritas destaco esta: porque es un país educado, aunque digan los que saben que eso está cambiando.

Yo no recuerdo, en cambio –aunque es posible que me equivoque–, que el vendedor de un 7-Eleven o una cajera de Superama me haya dicho alguna vez: “Que tenga usted un buen día”, o incluso haber escuchado a Javier Alatorre o a López Dóriga despidiendo su noticiero con un “les deseo una hermosa tarde”, o “les deseo una hermosa noche”, o incluso “les deseo una muy agradable noche”, como a menudo lo desean presentadores de noticieros en Francia, donde el secreto de la educación está en decir o en dejar de decir una palabra precisa; en hacer, o en dejar de hacer un gesto amable.

Aunque, ya lo digo, habla mi memoria y quizá se equivoca, y tal vez, contrario a lo que pienso, los mexicanos somos todos amables y educados, y entre desconocidos nos decimos todo el tiempo “buenos días” y “buenas tardes” y “pase un buen fin de semana” o “le ruego que pase usted delante de mí, señora”, como lo he escuchado en Francia, en la cola para comprar el pan.

Es cierto, en México tenemos esa herencia de la colonia con la que los marchantes le dicen a sus clientas: “que le sirvo, güerita” o “qué se lleva, güerita” o incluso, “dígame, chula” o “dígame, reina” o, ese otro apelativo entre patético y gracioso, “¿qué se va a llevar hoy, damita?”, o esa otra con la que los franeleros le dicen a uno “aquí se lo cuido güero, son veinte pesos”, como si el atraco con franela armada fuera más llevadero por llamarnos güeros a los morenos.

Lo cierto es que esa falsa cortesía está a menudo impregnada por un respeto sumiso mal entendido que tarde o temprano cobrará su factura: cuando “la güerita” se enfade o la bella “damita” actúe con prepotencia, o “el güero” decida que a esos veinte pesos hay que restarles el IVA y el impuesto sobre la renta, entonces la amabilidad tornará en una fulminante sentencia: “pinche vieja”, sea una damita o una güerita; o en un seco y severo: “si te lo rayan, no es mi problema, güey”, sea un verdadero güero o un moreno.

Escribió Jorge Ibargüengoitia no sin dejo de ironía que la culminación de la hospitalidad mexicana radicaba en el sustituto de “mi casa” por “la casa de usted”, y a la que se anteponían siempre –y se anteponen siempre–, decía, los adjetivos “pobre” y “humilde”. Por años, dicha fama de hospitalarios que tenemos los mexicanos, que el propio Ibargüengoitia atribuyó a un invento del Departamento de Estado estadounidense, ha sido confundida con educación; más importante que eso, son los gestos reales, cotidianos: dejar pasar a la gente en un paso peatonal antes de buscar atropellarla, desearle a un cliente un buen día, llegar puntual a una cita, ser cortés, y tener maneras, como aún, la gente, en su mayoría, lo sigue siendo en Francia.

Pero de todos, el acto supremo de civismo del que he sido testigo en los últimos meses, ocurrió el verano pasado en Friburgo, Alemania: mientras caminaban por una calle céntrica de la ciudad, una pareja de vagabundos, con botellas de alcohol en la mano, vio que su perro había hecho sus necesidades sobre la acera; lo que hizo uno de los jóvenes, con pinta de no haberse bañado en una semana, fue esto: sacó su botella de la bolsa donde la escondía, y utilizó la bolsa para recoger la caca; lo seguí con la mirada, y vi al hombre que más adelante depositó los restos en un bote de basura.

No me cabe la menor duda de que si a ese vagabundo se le invitara a cenar “a la casa de usted” en México, no solo se presentaría con una buena botella, sino que, educado como debe serlo, llegaría con una rigurosa puntualidad; y estoy seguro que al despedirse, cerraría la puerta con delicadeza extrema.

 

 

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Periodista y escritor, autor de la novela "La vida frágil de Annette Blanche", y del libro de relatos "Alguien se lo tiene que decir".


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