Con El anillo de la verdad. La sabiduría de “El anillo del nibelungo” de Richard Wagner, Roger Scruton consigue dos cosas tremendamente difíciles a estas alturas de la historia. Por un lado, reaviva el mito Wagner para el siglo XXI, ofreciendo una lectura actualizada de El anillo del nibelungo en particular, y del pensamiento musical del compositor en general.
Su acercamiento, que contrasta siempre con análisis previos –de George Bernard Shaw hasta trabajos actuales como el de Philip Kitcher y Richard Schacht–, tiene de original la llamada a recuperar el sustrato mítico de la tetralogía de Wagner: “el Anillo ha sido deliberadamente despojado de su atmósfera legendaria y de su marco primordial, reduciéndolo todo a un plano cotidiano”. Frente a las miradas desacralizadoras, Scruton quiere devolver a la obra toda su profundidad dramática, sus resonancias cósmicas y el simbolismo que portan, ya que es ahí donde considera que se encuentra el significado, o la última posibilidad de interpretación, del Anillo.
Pero es que además ha recogido todo esto un libro que funciona para cualquier tipo de público, del melómano aficionado al investigador académico. En su estudio hay historia de las ideas, análisis específicamente musicales y reflexiones sobre temática y simbología, de modo que el que conozca la música puede profundizar en el contexto filosófico de Wagner, y el que conozca el pensamiento de la época puede vislumbrar hasta qué punto este está presente en la partitura y el poema del Anillo.
Teniendo esto en cuenta, no se le puede reprochar que dedique ciento cincuenta páginas a volver a contar el argumento y a listar una vez más los motivos musicales que reaparecen a lo largo de las cuatro óperas del ciclo. Estos apartados son redundantes pero necesarios, porque sirven tanto para conectar con el lector que se empieza a acercar a Wagner como para subrayar ese retorno que Scruton defiende.
Repasar los puntos principales del drama le sirve para insistir en el que considera el eje articulador de la obra: un relato de emancipación humana y de reafirmación de nuestra libertad, contado a través de historias de dioses y héroes que son espejo de nuestra condición. La importancia de la reelaboración dramática de los mitos radica en que los personajes y situaciones amplifican nuestra psicología y nuestros conflictos, de modo que, aunque no pueden revelarnos la explicación última, la verdad definitiva de nuestra existencia, sí que nos llevan a intuirla.
De esta manera, dice Scruton, se recupera la misión de la religión en un mundo que ya no la tiene: “El fenómeno religioso central, pensaba Wagner, no es la idea de Dios, sino el sentido de lo sagrado”, donde lo sagrado es concebido como “un aura vinculada a las grandes transiciones y elecciones existenciales (…) que surge espontáneamente en la experiencia del ser autoconsciente”.
Una vez establecido este punto de partida, Scruton puede profundizar en el análisis de tramas, personajes y objetos de la obra. Y aquí es donde despliega todo su conocimiento y su vínculo profundo con el material. No solo por el virtuosismo de relaciones y referencias —son especialmente jugosas las pullas que lanza a determinadas interpretaciones unidimensionales, como las marxistas o las freudianas—, sino porque además construye toda una teoría estética sobre la marcha.
Esto ocurre, por ejemplo, con su énfasis en el simbolismo: “Yo sugiero que el Anillo no es una alegoría en ninguno de esos sentidos, sino una obra simbólica”. Frente a la alegoría, que depende de un sustrato doctrinal que sustente su juego de historia explícita/historia implícita, el símbolo “es una condensación de muchas formas de pensamiento”. El entramado de una narración como la del Anillo, que ni tiene personajes principales ni un final concluyente, debe abordarse “a través del simbolismo inherente del drama, y no mirando por detrás de los personajes y las acciones para hallar ideas y razonamientos abstractos que supuestamente representan”.
Por otro lado, la atención de Scruton al material y a su complejidad no ocurre solo en el plano temático, sino también formal. O dicho de otro modo, los personajes “no están acompañados por la música; están realizados en la música”. Por eso su reflexión siempre está ligada a los ejemplos musicales, a la manera en que las ideas se materializan en la textura musical.
A propósito de esto, son importantes sus apreciaciones sobre el leitmotif —Wagner no inventó ni utilizó el término, y por eso Scruton prefiere llamarlos “motivos conductores”—, ya que en el ciclo del Anillo su uso no se reduce a la simple “descripción musical” de personajes o cosas, sino que propone un desarrollo musical que genera conexiones allí donde el texto no alcanza.
O sobre la conducción cromática de las voces, que, más allá ser una extensión del sistema tonal, implica una conducción dramática a través del movimiento armónico constante e impredecible. En línea con sus observaciones sobre el símbolo, tras la explicación de los procedimientos musicales de Wagner hay la consideración de que su música “posee el carácter inescrutable de un rito”, y de que esta engrandece el mito porque propone una conciencia demasiado profunda para las palabras.
No se trata en ningún caso de mantenerse en lo esotérico o en el mundo de las sensaciones, sino de ampliar el conjunto de referencias e influencias —ahí están Kant, Fichte y Hegel, Feuerbach y Marx, Schopenhauer, Jacob Grimm, Nietzsche y Adorno— de modo que se reemplace el conocimiento “descriptivo” o doctrinal de la obra de Wagner, que siempre se va a dejar cosas por el camino, por un conocimiento “por familiaridad” que tenga consciencia de todas las dimensiones y a la vez respete el misterio.
En línea con este método, las conclusiones de Scruton no son definitivas: “El Anillo no pretende sostener ninguna tesis: nos muestra tal como somos, ayudándonos a comprender, por medio de la empatía, lo que se dirime en nuestras elecciones morales”. Igual que en la tetralogía el orden divino termina por dar paso al orden humano, así en Wagner el arte toma el relevo de la religión para representar al ser humano en toda su complejidad, para contar “la historia de nuestras historias”.
Manuel Pacheco (Villanueva de los infantes, Ciudad Real, 1990) es músico y filólogo. Es autor de 'Las mejores condiciones' (Caballo de Troya, 2022).