La visita del Presidente López Obrador a Washington despertó las mismas reacciones extremas provocadas por todo lo que él dice y hace. Eso no es sorpresa, nuestro país está cada vez más dividido. Pero este evento merece intentar un análisis balanceado.
Muchos criticamos la decisión de emprender este viaje a Estados Unidos 118 días antes de una de las contiendas electorales más singulares en años. Una que ocurre en medio de la peor pandemia en un siglo, y de la más grave crisis económica desde la Gran Depresión. Buscará reelegirse un presidente populista que ha fincado el apoyo de una base beligerante en su casi infinita capacidad para polarizar a la sociedad estadounidense, avivando las llamas del racismo y la xenofobia. El ataque a México y a los mexicanos ha sido el hilo conductor en el arco narrativo que Trump eligió para su campaña hace cuatro años. Desde entonces, su gobierno ha emprendido una cacería inmisericorde contra familias migrantes, ha separado a niños de sus padres, ha forzado a México a ser el “tercer país seguro” para migrantes perseguidos en otros países, y nos obligó a enviar tropas a nuestra frontera sur para detener caravanas de migrantes centroamericanos: un “prodigio” de buena vecindad.
López Obrador se exponía a ser acribillado por el fuego cruzado típico en momentos de contienda electoral. Juan González, ex asesor para América Latina de la campaña de Joe Biden previno que los Demócratas interpretarían la visita del mandatario mexicano como su apoyo al presidente Trump en un acto de campaña. A pesar de la advertencia, y de la larga lista de pretextos a la mano para rechazar la invitación, López Obrador viajó, y logró salir de su visita sin daños insalvables, al menos por ahora.
Especulo que la cancillería de Ebrard hizo un buen trabajo preparando la visita. El mayor peligro para López Obrador provenía de enfrentarse a una conferencia de prensa real, con reporteros reales, en vez de los patiños habituales de sus “mañaneras”. El otro riesgo estaba en el celular de Trump, capaz de lanzar tuits demoledores, sin filtro alguno, que podrían humillar al mandatario mexicano en plena visita. Parecería que la negociación para aceptar el viaje evitó ambos escollos.
El otro momento comprometido ocurriría a la hora de los discursos. Fue un acierto hacer que ambos mandatarios, propensos a la diarrea verbal, se limitaran a leer textos escritos. Y es eso lo que hace más inquietante que el tabasqueño eligiera, con el aval de sus colaboradores, una narrativa sumisa, de desbordada adulación inmerecida, que denigra a millones de mexicanos que hemos sido insultados una y otra vez por el presidente estadounidense. Miles de niños mexicanos han sido separados de sus familias quizás en forma permanente, recluidos en condiciones infrahumanas, e incluso sufrido abuso sexual. Días antes de la visita, Trump anunció que insistirá en la deportación de jóvenes Dreamers (quienes llegaron a Estados Unidos traídos por sus padres, y que han crecido en ese país, ciudadanos ejemplares en su mayoría) después de que la Suprema Corte fallara a favor de estos jóvenes, pero López Obrador ni siquiera hizo mención de su existencia. Entiendo el deseo de evitar una confrontación en la Casa Blanca, pero era posible lograrlo manteniendo una postura digna. El presidente de México optó por un sometimiento incondicional y obediente que a todos nos humilla.
Trump obtuvo de la visita exactamente lo que quería. Su brutal y constante ataque –verbal y real– a México, a los mexicanos, a los mexicoamericanos y a los inmigrantes en forma más amplia, debilita su solicitud de apoyo a la comunidad conservadora hispana –predominantemente de origen mexicano– en estados como Texas y Arizona, que de repente están en riesgo ante el fuerte ascenso que ha tenido la candidatura de Joe Biden, casi sin necesidad de hacer campaña. Al tuit del candidato demócrata, horas después de que concluyera la visita, en el que nos recordaba que Trump ha arremetido contra los “latinos”, y que lanzó su campaña de 2016 llamando “violadores” a los mexicanos, la campaña de Trump respondió diciendo que López Obrador afirmó que Trump nos ha tratado en forma “comprensiva” y “respetuosa”. Misión cumplida.
López Obrador hizo lo que Trump quería. A cambio de ello, seguramente espera que la frontera permanezca abierta, aunque la pandemia siga en ascenso en México; que no haya anuncios de aranceles contra nuestros productos, en búsqueda de quedar bien con industriales o agricultores en estados clave para la contienda electoral; y ayuda en caso de que tengamos una crisis de mayor envergadura. Estará por verse si su sumisión es recompensada y si Trump no lo traiciona cuando la desesperación de su campaña crezca.
Pagará el agravio en contra de Biden y de los Demócratas, que podrían acabar controlando ambas cámaras después de la elección de noviembre. En una carta enviada a la presidencia de México por congresistas de ese partido, se advierte el tono del conflicto que viene. Ya exigen el cumplimiento de las reformas laborales aceptadas por México como parte del T-MEC, y a esto se sumará un feroz ataque a mucho de lo que se ha vuelto el objetivo central de un gobierno mexicano que ha ignorado por completo compromisos ambientales, que destruyó un manglar para la refinería de Dos Bocas, que devastará dos reservas ambientales para su Tren Maya, que sistemáticamente se salta estudios de impacto ambiental, y que desea generar energía eléctrica quemando combustóleo (porque Pemex no sabe qué hacer con este tóxico subproducto que sus refinerías generan con abundancia alarmante), lo cual viola cualquier acuerdo internacional que México haya suscrito. El gobierno de Biden sería el más ambientalista en la historia del país vecino. Pero la pregunta clave es si un gobierno podría volverse un contrapeso real contra los excesos del de López Obrador.
A diferencia del gobierno de Trump –xenófobo, nacionalista y aislacionista– el de Biden buscaría normalizar su relación con el resto del mundo en un momento en el que urge liderazgo estadounidense. Él ha dicho que en su primer día en la presidencia dará marcha atrás a la salida de Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud, por ejemplo. Inmediatamente firmará el Acuerdo de París que Trump rechazó. Con respecto a nosotros, y nuestra región, la relación también regresará a lo que era. A Trump no le podría importar menos lo que el gobierno de México haga o deje de hacer, solo espera la sumisión y obediencia que ha recibido. Su gobierno ha mantenido vacantes infinidad de posiciones de asesores y especialistas regionales. Estos regresarán con Biden, y quienes resulten designados para nuestra región lo harán teniendo claro lo que AMLO acaba de hacer. Podríamos esperar mucho más interés en temas que tienen que ver con el debilitamiento institucional en México y con el ataque a nuestra sociedad civil. Si López Obrador decidió viajar a Washington pensando que era Trump a quien debía temer, pronto podría tener elementos para entender que un gobierno de Biden puede cuestionar y sancionar mucho de lo que su gobierno está haciendo.
A estas alturas, es imposible afirmar que Biden ganará la elección de noviembre. En cualquier país del mundo un candidato (o partido) en el poder que intenta reelegirse tiene enormes ventajas. Pero sería inusual que Trump lo consiguiera en medio de la peor crisis económica en Estados Unidos en casi un siglo, cuando hay fuertes protestas por temas raciales, y una pandemia que ha sido pésimamente manejada por su administración. Desde 1901, los cuatro presidentes (Taft en 1912, Hoover en 1932, Carter en 1980 y Bush Sr. en 1992) que intentaron reelegirse luego de haber tenido una recesión durante los dos años previos a la contienda electoral fracasaron en su intento. Aunque Biden va muy arriba en las encuestas nacionales (hasta por 14 puntos en algunas de éstas), va ganando por márgenes más estrechos en Michigan, Wisconsin y Pensilvania, los estados clave, y ha logrado ser factible en estados predominantemente republicanos como Texas, Trump podría perder la elección nacional hasta por cuatro millones de votos y aún así ganar el colegio electoral. Pero, en mi opinión, la diferencia se abrirá aún más conforme pase el efecto de los programas de ayuda federal y algunos de los sectores más golpeados, como las líneas aéreas, empiecen a recortar personal de forma masiva. Hay 31.5 millones de estadounidenses (casi 20% de la población económicamente activa) que hoy dependen de programas de ayuda del Estado, lo cual es una pesadilla para la campaña de Trump, que tendrá que recurrir a tácticas extremas para evitar que la votación sea un referéndum de su mandato.
La visita de López Obrador pudo ser mucho peor, aunque buena parte del costo se lo cobrarán más tarde. También pudo ser infinitamente más digna y decorosa.
Es columnista en el periódico Reforma.