En un recomendable ensayo sobre Marco Aurelio, Joseph Brodsky declara que resulta muy difícil representar a un estoico en movimiento. Brodsky agrega que la gran virtud estoica no es amar la sabiduría sino el placer por la resistencia, que duraba toda la vida y convertía al hombre en conejillo de Indias; en instrumento de demostración más que de investigación. El Nobel ruso alega que el perfil de Marco Aurelio encanta a los historiadores porque significa el final coherente de un periodo, lo cual constituye “un verdadero lujo”.
El recuerdo del futuro encontrará semejante entorno en Lionel Messi: el final de una época, un lujo del tiempo, una demostración y una resistencia, porque ha puesto a prueba la permanencia de un futbolista extraodinario en medio de la tempestad de un tiempo nunca visto. La salida de Messi del Barcelona es un rompimiento perenne.
Así como se puede identificar el final de la Viena del Imperio en las piernas de Matthias Sindelar, el astro austriaco que revolucionó la función del medio campo antes del Mundial del 34; el ocaso futbolístico de Hungría en los botines de Ferenc Puskas, el ángel caído en Berna ante el Milagro Alemán del 54, y así como se encierra al legendario Santos de los años de la segunda posguerra bajo las órdenes de Pelé, así el porvenir tendrá en la memoria al FC Barcelona como la belleza alineada en el periodo que separa a Lehman Brothers de la pandemia del coronavirus, esa ofensiva viral que averió las competencias de todo el mundo e hizo de la Champions una especie de Mundialito de clubes europeos, a partidos de matar y morir desde los cuartos de final.
El estoicismo de Messi no radica en su empecinada titularidad durante quince intensos años; reside en su sagacidad natural de convertir cada partido en algo que ocurre por primera vez. El “nunca antes” es otra forma de decir por fin. Y, ese “por fin” –ese estreno y esa agonía– parece llevar al final de un romance entre la entidad catalana y el genio mediterráneo. Terminado el maridaje, ha llegado la hora de saldar cuentas en el minuto 90 de un estadio.
Siempre bajo el ropaje de la “Pulga Mitológica”, la escuadra blaugrana será modelo de estudio para escuelas venideras: en doce años ganó todas las competencias posibles, aportó su cuota a la grandeza de la selección española e hizo de la geometría una novela de entregas semanales para escépticos y gnósticos. La humillación ante el enemigo bávaro cierra una dodécada de expectativas en las que muchas veces sucedió lo que se esperaba: el quiebre de cintura en el sistema de juego en el que se abolieron las luchas obreras y los escritorios fijos. Bajo el diseño de Guardiola, las posiciones se convirtieron en cartografías del pasado. El cuadro juntó al éxito con la guapura; dos concurrencias poco frecuentes en el historial de las grandes dinastías de este deporte, que incluye a la Máquina de River, a la Naranja Mecánica de Michels y al Brasil de 1982.
Ha llegado el momento de las preguntas fúnebres: ¿es Messi mucho más que un club? ¿El futuro del Barcelona sigue dependiendo de los caprichos y cacicazgos del 10? ¿Es tiempo del “no más” o del “no todavía”? La separación parece inevitable después de aquel macabro manotazo del destino.
En Decadencia, Michael Onfray hace ver que las civilizaciones obedecen al esquema de lo vivo. Nacen, crecen, se desarrollan, fructifican, se propagan, envejecen y mueren. Lo mismo podría decirse de los grandes clubes de futbol: se forman, se arman, se consagran y se cuelan al olvido. El Barcelona de este primer cuarto de siglo tiene una morfología aparte. En un pasado no muy lejano (1992), todavía con Cruyff en el banquillo, se sintió cómodo con la amargura del sentimiento trágico de la existencia. Fue el ejército simbólico de Cataluña que a regañadientes degustaba el sospechoso activismo de la victoria. Las eventuales vencidas contra el enemigo necesario de cuello blanco y la Copa del Rey representaban su amor propio y de ellas dependía el balance entre logros y malos ratos. Una copa de Europa, desolada, llenaba sus lánguidas vitrinas extranjeras. A fuerza de dignidad, el club recurrió a la entraña y de la mano de Guardiola cambió el destino de los planos. La troje estaba en la Masía. Dueño de sí, el míster enseñó que ganar no era descortesía ni desvergüenza subversiva. El club se graduó en la cofradía de la gran reserva de la vieja Europa. El romance Messi-Barça se convirtió en idilio de época. La franquicia ponía; el astro disponía.
El futbol dura por lo que de él se recuerda. El nocaut de Lisboa hace pensar en el epílogo de un cuento de hadas. Messi ya no parece inquilino del vestuario que habitó a sus mangas y anchas. Ante el abismo, ese territorio en el que coinciden origen y destino, no queda más que el nítido informe de labores de una misión cumplida. El Barça y la grada saben que después del Bayern nada volverá a ser lo mismo. El toque, el tiempo de posesión y la grandilocuencia de la repetición pertenecen al paraíso perdido: se agotó la vigencia de un gesto, exquisito, pero gesto al fin. La dimisión suele ser insignia del decoro.
Aristóteles previno del abuso de la virtud. Desbordada, se convierte en vicio. Eso es, penosamente, el Barcelona de Messi: una adicción. Un gusto empalagado. Sobrado de pases, cansino en el regate, rebuscado en el ataque y avorazado con el balón, se ha vuelto predecible, naturalista y remilgoso. Le sobran minutos y le faltan goles. Sufre de empacho y los rivales lo saben; ya no asombra ni deslumbra. Pasó de lo arcano a la desazón y a la desmitificación. Sin balón, Messi es espectro, fantasma, sombra. Por si fuera poco, el vestidor es un motín a bordo. Cruyff afirmaba que el vestuario de un club puede ser más peligroso que el consejo de administración o la junta directiva de una multinacional. El caso Luis Suárez, despedido sin memorandos, lo confirma.
El Barça, el gran jeroglífico del medio campo, está herido de muerte aunque no exista acta que lo corrobore. ¿Hasta cuándo ya no es tarde para Messi? Esa es la duda. Se agotaron los días en los que el arte de la fuga era una estrategia del pasado. Romper el vidrio de emergencia (la llamada a Koeman) no es solución para semejante calamidad. Ya pasó el tiempo para el bálsamo. Es hora de cambiar el guardarropa y redibujar el plumaje de arriba abajo. Si el club planea un proyecto a largo plazo, como este que termina, el argentino debe estar lo más alejado posible de la restructuración. El 10 convirtió al Barcelona en una metafísica de la pelota. Fue una revelación; una trampa de fe. Y, como toda trampa, fue creíble y creída. Ahora, en la perturbadora realidad, es metáfora, herida y melancolía.
¿Cuál es el futuro del astro? El Barcelona encontrará maneras de salir de la diáspora con respiración artificial. Es más que un club. Messi, en cambio, lleva mucho equipaje sobre la espalda. Acostumbrado a que el esquema le permita bastarse a sí mismo; libre de grilletes y dueño de sus parcelas (siempre suyas) tiene enfrente un desafío mayor: encontrar un nuevo domicilio, una cartera que pague el depósito y tenga el marcado suficiente para la venta de derechos y de camisetas; una empresa paciente que soporte sus defectos y manías y una afición fiel que le acompañe en el postrero refugio.
Brodsky recupera la mente móvil del estoico Marco Aurelio: el Tiempo, consciente de su monotonía, inspira a los hombres para que distingan el ayer del mañana. Messi es mucho ayer para el Barça de mañana.
es reportero y editor. En 2020, Proceso editó su libro Golpe a golpe. Historias del boxeo en México.