Hace unos años, mientras leía Reportajes de la Historia –una edición de tres mil páginas de relatos de testigos directos sobre hechos ocurridos en los últimos veintiséis siglos–, supe de pronto que si tuviera que seleccionar una sola editorial en español, es decir, tener acceso a todo su catálogo, sería Acantilado. Fue un pensamiento extraño, demasiado hipotético tal vez, pero encerraba algo. ¿Qué era eso que de pronto se me había transmitido, eso que la hacía excepcional? Porque no es suficiente que una editorial publique solo buenos textos. La importancia de una serie de libros podría diluirse sin una forma editorial deliberada, es decir, esa “envoltura intelectual” que revela un proyecto único: una mirada que va del mundo al autor, del editor al lector y –de nuevo– del lector al mundo. Cuando ese principio es expresado con lucidez –traducido en una morfología exclusiva (un ritmo, casi una música)–, se materializa y habla durante la lectura: comprendemos que un libro (un pensamiento, una expresión poética) no es nunca autónomo, es siempre parte de un todo, en la historia o en el presente, y que sirve, en este caso, a un catálogo que de otra manera no existiría.
En una brevísima entrevista, en la que me interesaba saber cuál era esa intención de Acantilado, desde la posición de Sandra Ollo, su editora, le hice una primera pregunta: Tú ahora puedes ver el conjunto del catálogo de la editorial en un solo vistazo, ¿qué te dice? “El catálogo me habla de coherencia, de curiosidad, de heterogeneidad armónica.” Insatisfecho con la imprecisión (de mi pregunta), fui un poco más allá: ¿Qué es lo que hace a ese catálogo distinto al de todas las demás editoriales? “Que no se amolda a los gustos del lector ni a las supuestas modas o tendencias, y que sigue su camino con constancia y buen ritmo.” Desalentado, de nuevo, con la poca gracia que mi pregunta provoca, insisto: ¿Qué han hecho ustedes durante el proceso de la construcción de ese catálogo que nadie más haya hecho? Algo que quisieron ensayar, y que están ensayando, a través de la edición. Una especie de esencia que se extinguiría si por alguna razón desapareciera la editorial –y que nadie más podría continuar. Obtengo por fin una luz, no importa que sea mínima: “Creo que hemos encontrado una senda, la del diálogo entre libros y con el lector, que responde a la búsqueda constante. Intentamos descifrar el mundo, y ofrecer esas pequeñas claves en forma de libro.”
Una búsqueda constante; intentar descifrar el mundo; ofrecer pequeñas claves en forma de libro. Alguien podría decir: pero eso lo hacen casi todas las editoriales. Quizá, en la teoría. Pero muy pocas lo llevan a la práctica así, con solidez y certeza. El acervo de Acantilado da cuenta de ello. “Es una editorial con voluntad y rigor […] elegante y concentrada en sí misma”, me diría el legendario editor Jacobo Siruela durante mi búsqueda de eso que me cautivaba de Acantilado y no sabía bien cómo expresar. La mezcla que hace la editorial de literatura, historia, pensamiento y narrativa –pensé entonces, tratando de responder a la duda inicial– parece haber acertado en sus proporciones; los textos que presenta, en gran medida atemporales pero con los que hoy podemos tener una conversación sofisticada, adquieren de facto un estatus clásico, difícil de encontrar en el volumen de las publicaciones contemporáneas.
Dentro del panorama en español, Acantilado podría pertenecer al final de una era en la que aparecieron editoriales que intentaban “comprender el mundo” abarcando un panorama “universal”, ordenando un “conocimiento de vida” –lo opuesto, en algunos sentidos, al espíritu predominante de hoy: el de las editoriales contemporáneas, jóvenes y de mucho menor escala, que se caracterizan por la comprensión del nicho, la particularización de la escritura, su devenir específico –lo técnico, en su acepción de “especializado”–, en fin, alejadas de la visión histórica y colectiva del polímata. ¿Habla esto de la extensión y el alcance de la mente del editor de entonces? Ese editor erudito, previo al internet, que al alcanzar la madurez decide replicar el mundo en su “totalidad” –su mundo, sí, pero desde una postura literaria– en una colección de libros. Un punto de vista en lo alto, en un mirador fijo: un intento de unidad.
Este siglo ha visto cambios que solo historiadores de generaciones posteriores comprenderán en su conjunto: la fragmentación de lo ya fragmentado, las pantallas móviles, los medios personales y sociales, el surgimiento de nuevos activismos, populismos y terrorismos, todo reflejado en una situación editorial correspondiente: sellos de una o dos personas, producciones de poco alcance, catálogos nómadas, construidos con lentitud, escritos para un vecino metafórico; o bien, grandes grupos libreros que se han puesto como objetivo primordial perfeccionar el diseño de fenómenos de ventas. Acantilado parece existir al margen de ese presente y de una especificidad geográfica: le habla al pensador libre, al que encuentra placer en ese saber. “Uno de los riesgos de nuestro tiempo es la homogeneidad ideológica –afirma Sandra Ollo–. El conocimiento rompe esa perspectiva terrorífica.” Quizá por esa tendencia hacia lo libre, lo no-finito (el acervo, la biblioteca), le restan importancia a las etiquetas y definiciones: “Acantilado precisamente huye de las colecciones: tiene voluntad miscelánea”. Tampoco hacen distinciones entre textos nuevos y clásicos, lo que importa es su calidad: “vivo de los errores de las modas: recuperando libros que no debieron dejar de editarse”.
Cuando Ollo dice que desatienden los gustos del lector y del mercado (¿quiénes son ellos, a fin de cuentas?, ¿qué son?), me hace pensar en el adjetivo de independiente (tan gastado por repetición, involuntaria en muchas ocasiones), pocas veces mejor aplicado. Un dominio independiente, en donde las decisiones se toman en una especie de afuera del tiempo –al margen de la velocidad y la imposición, con sus característicos defectos de refracción–, pero que, paradójicamente, podría responder a él. O quizá no es paradójico. Dice Agamben que uno de los rasgos esenciales –pero raros– del contemporáneo es su capacidad para encontrar en el pasado las claves para iluminar la oscuridad del presente. Lapham dice también que es en el archivo histórico en donde podrían estar flotando las respuestas a los problemas del futuro, a la espera de que un Bracciolini contemporáneo –un editor– las encuentre. La Edad Moderna, que comienza con el Renacimiento, tiene su origen en esa idea. Hoy, cuando el consumo parece tener la capacidad de satisfacer todas nuestras necesidades, ¿podemos imaginarnos un panorama con “productos” que no vengan de la novedad?
Jaume Vallcorba (1949-2014) fundó Acantilado para “editar contra el tiempo”, como “una reacción al abandono, por parte de las editoriales, del lector exigente”. Era diciembre de 1999. Como pasa con las editoriales legendarias, Acantilado no fue, evidentemente, su primer intento: Vallcorba inició con Quaderns Crema en 1979. Diez años después, con Sirmio, hoy extinta. Diez años más, y veríamos la aparición de Acantilado –de la que incluso creó el estilo gráfico, contundente y literario, de sus portadas. El destino de la literatura, de Michael Pfeiffer, fue su primer título. Sandra Ollo (Pamplona, 1977) se incorporó al sello en 2008 y asumió la dirección en 2014, tras la muerte de Vallcorba. “A menudo –dice– se presentaban al lector ediciones poco atractivas y empecinadas en marcar una distancia; apartados de notas muy prolijas y estudios sesudos y académicos que parecían circunscribir el libro a un ámbito muy concreto: el del estudio. El lector se alejaba, se asustaba y se perdía libros extraordinarios que, presentados de otra manera, que no quiere decir menos rigurosa, pero sí más amical, le son fundamentales.” Ese lector exigente al que se refería Vallcorba, dice Ollo, “es aquel que quiere ir más allá de lo evidente. Aquel al que no le intimida un nombre impronunciable en una cubierta, aquel que vive con asombro el mundo y quiere entenderlo, el que aspira a lo bello y a pasarlo bien”. El nombre de la editorial viene de la audacia de un editor como un salto al vacío. El editor (o lector) en caída perpetua, entregado a una fuerza gravitatoria absoluta, no se ha estrellado: su catálogo se acerca, después de veinte años, a casi mil títulos, agregando entre cuarenta y cincuenta al año (y cerca de cien reimpresiones) con producciones iniciales, normalmente, de dos mil quinientos ejemplares. Un ochenta por ciento de esa producción, en promedio, se queda en España: el resto se distribuye en diversos países de América Latina.
En otra entrevista, la editora habla de algo que es clave: la importancia del libro como concepto histórico: “Tenemos una gran responsabilidad con los libros que ponemos en las librerías. La selección que hacemos sobre qué libros publicar es fundamental. […] Se publica tanto porque se escribe demasiado, [y este exceso es perjudicial] por un motivo prosaico y pedestre: ocupan espacio en las estanterías. […] Hay muchísimos libros que no tendrían que llegar hasta ahí. La mayoría de libreros tiene criterio y filtra, naturalmente. Pero el exceso perjudica el gusto lector. Y quizás banaliza al libro, que en mi opinión es un objeto lo suficientemente importante en la historia de la cultura como para albergar contenidos dignos.”
“Descifrar el mundo”, dice Ollo, como hablando de una esencia, de un cometido casi prescriptivo. Una búsqueda que se ha intentado desde la prehistoria: en danzas, mitos, versos, canciones, oraciones; tratados, diálogos, novelas, pinturas. Acantilado mira por encima de esas estéticas cambiantes tratando de encontrar ese ensayo de respuesta, esa tentativa de desciframiento. “Publicar todo aquello que muestre cómo entender el mundo: lo científico, lo literario, lo artístico, lo musical, todo alimenta el mismo espíritu.” La conciencia, el entendimiento, el placer, la creencia, el misterio, el miedo, la indagación, el hartazgo, la duda, la lucidez, la muerte. Acantilado va tomando y proponiendo de ahí, de esa línea histórica (que bien podría ser una lista de los conceptos que encontramos en los Ensayos de Montaigne, uno de los emblemas de la editorial), posibles movimientos para abrirlo: “ofrecer pequeñas claves en forma de libro”.
Este artículo es parte de una serie sobre editoriales literarias sobresalientes por su catálogo, su proceso editorial o con características distintivas e inesperadas.
(Guanajuato, 1976) es editor en Gris Tormenta, una editorial de ensayo literario y memoria.