Hay en la historia del teatro al menos cuatro obras muy significativas en las que una mujer sola habla con el fantasma de un hombre; tres están mudos en escena, y un cuarto no se muestra de ningún modo. Dos de esos monólogos, La voz humana y El bello indiferente, son de Jean Cocteau, Los días felices (1961) está entre las obras maestras de Samuel Beckett, y en el cuarto y más contemporáneo, Diatriba de amor contra un hombre sentado, Gabriel García Márquez, en una insólita incursión teatral, tuvo sin duda dentro de su cabeza tan ilustres y conocidos precedentes. El primero en ser escrito y estrenado, en 1930, fue La voz humana; Jean Cocteau, un prolífico artista en diversos registros, tenía ya más de cuarenta años y varias recreaciones clásicas en su haber, pero su espíritu a la vez profano y zangolotino convivía, como lo haría siempre, con la tragedia mitológica, el drama histórico de libre interpretación y el modelo grecolatino, realzado con sus preciosos y a menudo procaces grafitis. Satisfecho del éxito internacional y duradero de esa corta pieza de media hora (llevada al cine como veremos y convertida en ópera por Francis Poulenc), Cocteau siguió cultivando el monólogo toda su vida, haciendo en 1940 para Edith Piaf, que lo estrenó, El bello indiferente, una variante o pendant del monodrama de 1930, en este segundo caso semitelefónico, pues la mujer postergada también le habla a la cara al proxeneta desconsiderado.
La voz humana tiene un fundamento preciso contado por Cocteau en el prólogo a la edición del texto, publicado igualmente en 1930, donde el autor habla del “recuerdo de una conversación sorprendida al teléfono, la singularidad grave de los timbres [de voz], la eternidad de los silencios”. Pedro Almodóvar, que no sigue en The human voice las minuciosas precisiones del decorado que Cocteau escribió en su día, se toma libertades muy fieles, teniendo el acierto de no abordar y ni siquiera sugerir la leyenda que acompaña al monólogo, según la cual la escena de ruptura, planto y agria recriminación refleja en realidad la de una pareja de hombres. Aunque esta atribución sotto voce la he visto comentada seriamente, por ejemplo en la monumental edición del teatro completo de Cocteau en la Biblioteca de la Pléiade, la base tiene un origen chismoso: la noche del “ensayo general íntimo” en el gran teatro, lleno a rebosar, de la Comédie-Française donde se estrenó dos días después, el poeta Paul Éluard, que asistía como acompañante invitado por el cineasta ruso Eisenstein, dejó oír su voz en medio de la función, gritando Éluard (quien como otros surrealistas detestaba la frívola libertad de un exhibicionista de gran talento como Cocteau) que la obra era obscena, pues lo que la actriz dice en el escenario “¡se lo dices tú a Jean Desbordes!”, amante por aquel entonces del escritor. Aquel 15 de febrero de 1930 había más de mil espectadores en la sala, y el zafarrancho fue fenomenal, teniendo Paul Éluard que refugiarse en las oficinas del administrador del teatro. “Jean [Cocteau] está encantado. Ha tenido su escándalo”, escribiría más tarde un amigo suyo.
Juzguemos nosotros esa miniatura escénica tal cual es, dejando para la maledicencia o el vaticinio lo que pudiera ser una transposición, a la manera en que ciertas figuras y trasfondos femeninos del teatro de García Lorca y Tennessee Williams tendrían antes encarnadura o moldes masculinos. Y juzguémosla ahora en esta reencarnación en inglés que ha llevado a cabo Almodóvar con Tilda Swinton. El cineasta presenta a su protagonista en un no-lugar industrial en el que los vestidos que la actriz lleva resaltan: una mujer exquisitamente arreglada divaga por un decorado, antes quizá, o en el descanso de un rodaje. Así empieza esta Voz humana en inglés, pero no sería Pedro nuestro admirado Almodóvar si en el contexto de una obra sublime dejara de introducir la paradoja, o incluso la caricatura. Swinton abandona el taller, estudio de grabación o sala de ensayo teatral para ir de compras; una ferretería bien surtida aunque no sofisticada, en la que el consuetudinario episodio fraternal se consolida ante el mostrador, atendido por Agustín Almodóvar, que ha ido creciendo con sus cameos y ahora dispone de dos hijos adultos presentes en la figuración de esta escena que algunos espectadores consideran un pegote o una humorada fácil. A mí la escena, en un segundo visionado, me pareció un adecuadísimo contrapunto hortera (y no olvidemos que la palabra hortera se aplicaba originalmente sin menosprecio, al menos en la España central, al dependiente de un comercio); la crasa realidad que va pegada al espíritu de la ficción.
Esa ficción empieza a continuación con la voz hipnótica y los modos extraterrestres que confiere a su andar la gran actriz británica, que se interpreta, al menos en la superficie, a sí misma: una actriz entrada en años a la que aún llaman los productores avispados que gustan de su palidez espectral y de su estilo interpretativo “mezcla de locura y melancolía”. Pero en el decorado suntuoso donde sucede la acción representada hay un tercer invitado, que se configura como coprotagonista: el perro Dash, una presencia que en el texto de Cocteau es poco perceptible y apenas se deja ver en Una voce umana, la cinta de Rossellini a la que volveremos. Almodóvar, aparte de elegir a un animal muy sustantivo y hermoso, le da voz o palabra canina, y más que eso: le da sentido. Sabemos por el texto que el perro pertenece al amante invisible e inaudible de la mujer, y como tal se comporta el animal en la extraordinaria secuencia del traje masculino sobre la cama y los hachazos que dieron pie al costumbrismo ferretero. La nostalgia del amo ausente que siente el perro no le impide mostrar interés en lo que sucede delante de él: a Dash le han dirigido como actor, fuese el propio Pedro o un entrenador de animales quien lo hiciera, y como actor se comporta. De ahí que el final del mediometraje, que no conviene contar en sus importantes detalles, sea no solo una añadidura enormemente enriquecedora del guionista-cineasta, sino una vindicación de los damnificados: la mujer, que ha perdido a su amor de mala manera, y el perro, que la sigue y seguramente la comprenda gracias a lo que a ambos les une. El dolor sentido.
No he visto nunca la adaptación televisiva (con Ingrid Bergman) de La voz humana, pero me he dado el gusto, además de releer el monólogo y escuchar la grabación por Julia Migenes de la ópera de Poulenc, de revisar L’amore, ese atractivo y raro díptico de Rossellini concebido en 1948 a mayor gloria de Anna Magnani, que interpreta a la mujer amargada de Cocteau y a la pastorcilla simplona pero visionaria del segundo segmento, Il miracolo, una portentosa adaptación por Federico Fellini (que interpreta un papel central) de la novela corta de Valle-Inclán Flor de santidad. Del talento de la Magnani no hace falta glosa. El morbo lo da la comparación de dos adaptaciones y dos intérpretes tan eximias y tan distintas. La habitación de Un cuore umano está entre el neorrealismo y el interiorismo del cine de teléfonos blancos, en esta ocasión negros. La casa de la mujer sola de The human voice es un olimpo decorativo donde reina una diosa destronada. El italiano jugoso y chillón de la Magnani nos sabe a melodrama operístico. Tilda Swinton hiela con su tajante dicción inglesa, que esconde sin embargo las mismas pasiones de una mujer al borde de una crisis mortal. Las dos suplican y las dos toman píldoras, pero ninguna perece. La de Rossellini hunde en el plano final su cabeza de espeso pelo negro sobre la cama. La de Almodóvar también se desploma pero se levanta y anda. Lo que hace a continuación quizá ya no sea amor. Tampoco es condescendencia. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).