En el capítulo 110 de Patria (2016), la magnífica novela de Fernando Aramburu, Nerea y Xabier, hijos de Bittori y el Txato, el empresario asesinado años antes por eta, pasean por San Sebastián. La banda terrorista es ya, en teoría, historia. Tras observar que unos funcionarios municipales limpian unas pintadas a favor de eta en la fachada de un edificio, los hermanos mantienen la siguiente conversación:
–Algún día no muy lejano pocos recordarán lo que pasó.
–No te hagas mala sangre, hermano. Es ley de vida. Al final, siempre gana el olvido.
–Pero nosotros no tenemos por qué ser sus cómplices.
–No lo somos. Nuestra memoria no se borra con agua a presión. Y ya verás cómo nos echan en cara a las víctimas que nos negamos a mirar hacia el futuro. Dirán que buscamos venganza. Algunos ya han empezado a decirlo.
–Molestamos.
–No te puedes figurar cuánto.
La memoria y el olvido, el papel de las víctimas y la lucha por la memoria aparecen claramente en estas frases. Se trata de cuestiones claves del presente en una sociedad posterrorista como la vasca y, más en general, la española. El diálogo puede verse y escucharse en el capítulo 6 (“Patrias y mandangas”) de la serie del mismo título, estrenada en septiembre de 2020. No siempre es así, pero en este caso tanto la novela como la serie resultan, cada una en su género, excelentes. Más allá del valor estrictamente literario de Patria, que es muy alto, la novela constituye un elaborado y clarificador friso de las muchas miserias y de las pequeñas rebeliones morales en una sociedad enferma de violencia, fanatismo, miedo y silencios.
En una situación excepcional, sin terrorismo y con unos niveles de vida envidiables –“aquí se vive muy bien”, se repite con frecuencia–, como mínimo antes del episodio abierto de la covid-19, el nacionalismo está intentando imponer una memoria sesgada del pasado terrorista del País Vasco. Los relatos basados en la “teoría del conflicto” pretenden forzar una reconciliación que mantenga bien escondido todo aquello que justificó en su momento el terrorismo. La aparente neutralidad adoptada por el nacionalismo radical y las narrativas equidistantes son una trampa. “Todos hemos sufrido”, “todos fuimos víctimas” o, entre otras expresiones, “hay víctimas en ambos lados” comportan una visión en la que dos bandos equivalentes –eta como pueblo vasco y el Estado-España– se han enfrentado, entre mediados del siglo XX y los inicios de la centuria siguiente, en una lucha que conecta con otras más o menos inmemoriales. Pero, en realidad, ni ha habido nunca dos bandos, ni un conflicto Euskadi-España, ni dos violencias simétricas, ni dos sufrimientos asimilables, ni un número de vidas rotas parecido –los asesinados por eta se cuentan por centenares–. No todas las víctimas, al fin y al cabo, son iguales. La realidad intrínseca del terrorismo imposibilita toda diada de partes equivalentes.
Aunque muchas personas sigan confundiéndolas, interesadamente o quizás no, memoria e historia son cosas bien distintas. En tiempos de memoria, como los actuales, una de las principales funciones del historiador consiste en estudiar, comprender y, si es necesario, denunciar las memorias tendenciosas que se presentan como la versión verdadera de lo ocurrido. Los nacionalismos, que siempre han usado los mitos y las tergiversaciones para justificar y legitimar sus propios intereses, pugnan desaforadamente por el control de la memoria colectiva. Mientras que en el caso catalán, desafortunadamente, casi todos los historiadores profesionales observan y miran hacia otro lado frente a estas manipulaciones –o bien, directamente, se ponen al servicio del poder–, en el País Vasco, en cambio, la mayoría invierte importantes esfuerzos en revelar la impostura nacionalista.
El historiador Antonio Rivera ha coordinado un interesante volumen colectivo en el que se defiende de manera harto convincente, desde el mismo título –Nunca hubo dos bandos. Violencia política en el País Vasco 1975-2011–, una tesis fuerte: en ningún momento de la historia de la organización terrorista vasca eta hubo dos bandos. El libro reúne media docena de trabajos, precedidos por un prólogo de José M.ª Ruiz Soroa, que aporta valiosas consideraciones jurídicas al argumento central, especialmente por lo que se refiere a la naturaleza del fenómeno terrorista. Cuatro de los artículos analizan cronológicamente la inexistencia de la parejita de bandos de marras. En el primero, Antonio Rivera lo hace en la larga duración, rastreando los proyectos de construcción de un “nosotros” vasco excluyente, desde el siglo XIX hasta el final del franquismo, con los primeros pasos asesinos de eta, fundada en 1959. Desmonta de manera convincente todas las expresiones de la llamada teoría del conflicto, así como la narración nacionalista de la Guerra Civil española en el País Vasco como enfrentamiento nacional y de tintes genocidas. Nunca existió una eta antifranquista. A continuación, Luis Castells, Fernando Molina Aparicio y Raúl López Romo se ocupan, respectivamente, de las etapas 1975-1982, 1982-1996 y 1995-2011.
María Jiménez Ramos trata, en su clarificadora aportación, de las víctimas del terrorismo como “dique moral”: la respuesta pacífica al terror las convierte en referentes morales y desacredita totalmente la narrativa de los dos bandos. El digno comportamiento de las víctimas del terrorismo, sostiene la autora, “rompe el curso de la espiral de violencia terrorista”. Cierra la recopilación un sugestivo ensayo de Joseba Arregui sobre el nacimiento y el desarrollo de la organización criminal eta. La conclusión del autor insiste en un final inconcluso de la banda terrorista: “eta se vio obligada a renunciar a seguir actuando por medio del terror y, como consecuencia, se vio obligada a anunciar su disolución. Pero mientras la sociedad vasca no resuelva la cuestión de la historia de eta y de su terror, y mientras no extraiga las consecuencias debidas de esa historia, la banda no habrá desaparecido y seguirá condicionando la política y la vida social.”
El aumento exponencial de atentados y víctimas del terrorismo etarra tras el final del franquismo y en plena construcción y afianzamiento de un régimen democrático en España reafirman, si ello pudiera resultar necesario, la falsedad del antifranquismo de eta. El combate tenía lugar, durante la dictadura, contra España y contra España siguió matando y destruyendo la banda terrorista en la época democrática. El argumento de la continuidad del franquismo era una patraña. Como afirma, en el capítulo que firma en este libro, Luis Castells: “Por parte de eta no había ninguna voluntad de entrar en el juego democrático y de aceptar las reglas de la soberanía popular, sino que su denuncia de la permanencia del franquismo era una cortina de humo para esconder una voluntad totalitaria bajo un lenguaje revolucionario y un sustrato ideológico nacionalista.” Entre 1975 y 1981, la violencia intensificada de las distintas eta coexistió con otras violencias que, a pesar de coincidir en el rechazo a la democracia, nunca dieron lugar a dos bandos enfrentados. Estas otras violencias, protagonizadas esencialmente por los restos del franquismo en lo que podríamos considerar un contraterrorismo ilegítimo o parapolicial, tuvieron poca entidad con respecto a la del terrorismo etarra –causante, entre 1975 y 1982, de 363 asesinatos–, una escasa base social y carecieron de proyecto político-social articulado. La consolidación democrática diluyó poco a poco aquellas violencias. Entre la llegada al poder del psoe en 1982 y el golpe a eta en Bidart, una década después, al terrorismo intenso antiespañol se le sumó el gal (Grupos Antiterroristas de Liberación), surgido en 1983 y que asesinó a una decena de militantes de eta y otras víctimas que nada tenían que ver con la organización criminal. Ello fue aprovechado para sostener desde el nacionalismo que eran violencias equiparables. Dista mucho, sin embargo, de ser así en realidad: al margen del número de víctimas, ambos terrorismos no resultan equiparables. La violencia nacionalizadora de eta y el apoyo social con el que contaba no tenían equivalente ninguno en el contraterrorismo de los gal. La última etapa que se analiza en el volumen, los años 1995 a 2011, corresponden a los de la socialización del sufrimiento, la kale borroka y la estrategia de frente nacionalista. Bajo el paraguas de un supuesto “conflicto vasco”, eta siguió asesinando y generando terror y víctimas para enfrentarse al Estado hasta el momento de su final.
Resulta difícil reflejar en una reseña todos los matices y toda la información aportados por los distintos artículos que componen Nunca hubo dos bandos. Violencia política en el País Vasco 1975-2011. Se trata de un libro tan excelente como necesario. No puede olvidarse –ni en la memoria, ni en la historia–, en fin de cuentas, que eta ha condicionado durante muchas décadas la existencia y la evolución del País Vasco y de sus ciudadanos. Ruiz Soroa lo recuerda oportunamente en el prólogo de este excelente volumen: “¡Claro que eta ha sido derrotada y no ha conseguido ninguno de sus objetivos explícitos! Obvio. Pero la existencia prolongada de eta durante más de cuarenta años ha producido efectos de manera inevitable; efectos tanto sociales como políticos, tanto morales como cívicos. ¿O vamos a ser tan ingenuos como para ignorarlo? El País Vasco actual no es fruto de la libre determinación de sus ciudadanos en una competición equitativa e igualitaria de sus proyectos y deseos, sino en gran parte de una peculiar determinación menos-que-libre, una determinación siempre condicionada por el terrorismo.” Sin tener en cuenta, con todas sus consecuencias, el carácter posterrorista de la sociedad vasca actual nada resulta comprensible. ~
Jordi Canal (Olot, Girona, 1964) es historiador. Es catedrático de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, de París. Su libro más reciente es '25 de julio de 1992. La vuelta al mundo de España' (Taurus, 2021).