Mujeres

Tres generaciones, un país y algunas vidas de mujeres trabajadoras.
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Se calcula que más de 107.000 millones de personas han habitado la Tierra a lo largo de su historia. Se dice pronto. Es por tanto una casualidad caprichosísima que fuera mi abuela, precisamente, la mejor de todas ellas. A mi abuela le encantaba trabajar, pero tuvo que dejar de hacerlo cuando se casó, por imposición del régimen franquista. Muerto el dictador, la democracia rehabilitó a sus damnificadas mujeres, dándoles la oportunidad de reincorporarse a su puesto y reconociéndoles, además, el derecho a percibir la pensión máxima. Mi abuela no lo dudó: volvió a trabajar. A las que como ella habían reingresado, las llamaban en la oficina, cariñosamente, eso sí, “las menopáusicas”.

Los años de la Transición fueron tremendamente divertidos. También para mi abuela, que trató de ponerse al día con los tiempos modernos, a veces con resultado descacharrante. Un día le contó a sus compañeros que su hijo, o sea, mi padre, se había comprado “un traje de follar”. Había querido decir “fardar”. Fueron también días de renacer político y de votar por primera vez, casi ya al borde de la jubilación. Mi abuela aplaudía a rabiar en los mítines de Tierno Galván, primero, y de Felipe González, después: qué joven era la democracia.

Entre mis primeros recuerdos, ya de los años 90, está el de una habitación de hospital desangelada, donde mi tía hubo de vérselas largamente con la muerte. A su lado siempre estaba mi abuela. Cuando los médicos del Clínico la desahuciaron, mi abuela buscó otros nuevos. Así salvaron la vida de mi tía en el hospital Puerta de Hierro, de donde salió sin cáncer, y también sin su brazo derecho.

Mi abuela, que vivió 93 años, nunca fue vieja, pero pasó su última década cuidando de mi tía y de mi abuelo. Hasta que un día mi padre decidió que ya había cuidado suficiente y se la trajo a casa para mimarla. Veía cine y series hasta las cuatro, las cinco, las seis de la mañana: total, no tenía que madrugar. Algunas tardes íbamos a tomar un batido de caramelo y un puñadito de pasteles, y los fines de semana jugaba la partida. También leía, tanto como sus cataratas le permitían. Mi abuela es la única persona que he conocido que leyó todos los Episodios Nacionales de Galdós. Lo hizo en guerra.

También es la única persona a la que le he escuchado decir que lo pasó bien en guerra. No porque su familia no pasara apuros, sino porque su optimismo era inextinguible. Ella y mi otra abuela, que antes de consuegras fueron amigas, se escapaban a los cines de la Gran Vía, sin permiso paterno. Cuando comenzaban a sonar las alarmas y se escuchaban los primeros obuses, salían corriendo, Montera abajo, hasta coger el metro en Sol. Por algún motivo, a aquellas jóvenes amenorreicas y alocadas les parecía la mar de gracioso.

Todos cuidábamos de mi abuela en casa. Pero era mi madre, su nuera, la que más tiempo pasaba con ella. No sé cuántas madres han habitado la Tierra en toda su historia, pero ya es casualidad que fuera la mía, y no otra, la mejor. Cuando mi padre se iba a trabajar y mis hermanos y yo partíamos al colegio o la universidad, era ella quien se quedaba con mi abuela. Mi madre, que era periodista, perdió su empleo con cuarenta años, tras quedarse embarazada de mi hermano pequeño. Las cosas que pasan en España. Tenía una buena agenda de contactos y hasta algún ministro le mandaba flores después de dar a luz. Pero ella jamás quiso pedir un favor a nadie.

En todo caso, empezar de cero con cuarenta años es complicado. Cuando la despidieron, se buscó alguna colaboración en varias revistas y hasta probó a vender seguros, ante la escasez de oportunidades que daba el periodismo. Así que mi madre trabajaba cuanto podía, criaba a sus cuatro hijos y cuidaba también de mi abuela.  

Mi abuela adoraba a mi madre. Cuando mi madre enfermó, para ella fue como si lo hiciera una hija. Fue una enfermedad rara, de esas que solo salen en House, la que se la llevó: amiloidosis. Una lotería macabra. Mi madre se marchó sin una queja, y mi abuela se fue apagando, hasta morir dos años después. En muy poco tiempo, el mundo perdió a las dos mejores personas que lo han habitado. Ya es mala suerte. Me queda, sin embargo, su recuerdo y su ejemplo. Debe de ser por eso que hoy sé que nada se me puede poner por delante. Feliz día de la mujer trabajadora.

[Imagen: Biblioteca Nacional]

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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