Cuando en 1941 Carson McCullers publicó Reflejos en un ojo dorado, una historia de homosexualidad, adulterio y voyeurismo en una base militar estadounidense, la reacción escandalizada de lectores y crítica pasó por encima de la calidad de la novela, que es de un refinamiento exquisito. We are who we are es una serie que también transcurre en una base militar estadounidense. En ella hay matrimonios homosexuales, adolescentes transgénero, despertares sexuales gays y lésbicos, relaciones abiertas y hasta sexo en grupo. El riesgo hoy no es un escándalo inconcebible, sino que algunos la ventilen perezosamente con la etiqueta “cine LGTBI+” y ya, como en el chiste de Woody Allen: “leí Guerra y paz en veinte minutos, habla de Rusia”. O peor aún, que lo hagan interesadamente, delimitando su público objetivo a los límites de los “colectivos” interpelados en la serie y pretendiendo que nadie de más allá pueda disfrutarla sin pagar su cuota de apropiación cultural. Práctica esta muy propia de quienes no ven tanto individuos como entes ideológicos clasificados en grupos preestablecidos y ajustados homogéneamente a una agenda, digamos, progresista. La misma serie rebate estas manías contemporáneas: en ella hay familias negras que votan a Trump y lesbianas que mandan soldados a matar y morir en Afganistán, por ejemplo.
Dirigida por Luca Guadagnino (Yo soy el amor, A bigger splash, Call me by your name, Suspiria) a partir de una idea del escritor Paolo Giordano, We are who we are es una gran serie sobre jóvenes en plena confusión de identidad sexual, pero lo es sobre todo por la sensibilidad sutil con la que se acerca a la casa común humana, al almacén universal, al edificio en eterna construcción de nuestras experiencias ligadas al despertar adolescente, independientemente de la orientación sexual de cada uno. Es la historia de dos chavales americanos que viven la desubicación inherente a la edad en un escenario tan desubicado como ellos: una base estadounidense en el norte de Italia edificada y concebida como si un pedazo de Kentucky o Montana se hubiera llevado, tal cual, a la laguna de Venecia. Pero la historia no es tanto un bildungsroman o un “relato generacional” al uso sobre la madurez de esos adolescentes como un acercamiento limpio y delicado a esa edad. Como en Boyhood, Moonlight o en algunos de los segmentos de Quién lo impide, el reciente proyecto de Jonás Trueba, el objetivo no es tanto hilar una historia como aferrarse a cierta pureza en la mirada. Por eso We are who we are brilla en sus hilos no concluidos, en los momentos contemplativos y digresivos en que la serie se echa a respirar a bocanadas, mientras que sus partes más discutibles tienen que ver con conflictos entre personajes resueltos hacia el final a modo de cierre abrupto de línea argumental.
Guadagnino, presidente del jurado en el último Festival de San Sebastián, cultiva en las entrevistas una elegancia refinada de maneras exquisitas y un punto de altivez típicamente italianos, que en España suelen confundirse con la simple arrogancia. Durante la promoción en medios nacionales de We are who we are ha reiterado que no ve series de televisión porque las considera esclavas de la trama, y esta le parece un concepto a expurgar totalmente del cine. Estas afirmaciones han escandalizado (hoy ya todo es un escándalo) a los seriéfilos más acérrimos y le han valido a Guadagnino la ya tradicional y simplista caricatura tuitera de turno: director con ínfulas que odias las series y vas y haces una, etcétera. Lo de siempre: si no te gusta mi redil, no pongas pie en él.
Pero vayamos por partes: Guadagnino, que es un cinéfilo de una voracidad extraordinaria, puede parecer efectivamente algo reduccionista en su percepción de las series, aunque ha hablado también de la tiranía de la nueva temporada atado al sillón, por lo que parece claro que sus reservas se refieren a un tipo muy concreto de series “esclavas de la trama”. Porque, ¿considera Guadagnino a toda “serie con trama” un artefacto embrutecedor, que idiotiza al espectador? Seguramente no, toda vez que, por ejemplo, Fanny y Alexander o Secretos de un matrimonio fueron también concebidas y estrenadas en Suecia como series con trama, no lo olvidemos. Dos apuntes tranquilizantes más para seriéfilos indignados. Uno: Guadagnino considera Twin Peaks: the return una obra maestra absoluta del siglo XXI. Dos: preguntado sobre si We are who we are es una serie o una película en ocho actos, el director confesó que la había visto entera dos veces con su montador. La primera en el montaje disponible en HBO, con ocho episodios delimitados por sus créditos de apertura y clausura. La segunda, suprimiendo estos y viéndola como una película de ocho horas sin interrupciones. Concluyó que We are who we are no era ni una serie ni una película, sino ambas cosas. Pero, como suele pasar, la tormenta tuitera a cuenta del cineasta “seriófobo”, o algo así, no ha entrado en estos detalles. Seguramente podemos concluir que en esto como en casi todo hoy en día, cinéfilos y seriéfilos se empecinan en delimitar su nicho exclusivista clasificando las creaciones audiovisuales en grupos preestablecidos y ajustándolas homogéneamente a una agenda, digamos, cultural. Y que en esto como en casi todo hoy en día, el punto de encuentro, que siempre está a la vista, se obvia en aras de la identidad delimitada del colectivo.
Sea como fuere, dice Guadagnino que en We are who we are tanto él como sus coguionistas (el citado Giordano y Francesca Manieri) se propusieron obviar toda trama y centrarse en el comportamiento de los personajes. Esto es evidente desde el primer capítulo, dedicado a presentarnos a Fraser Wilson, el protagonista, sin ningún ánimo de enganchar al espectador, sino más bien todo lo contrario. Fraser (interpretado admirablemente por Jack Dylan Grazer) tiene unos quince años y es inmaduro, irritable, excéntrico, respondón y autodestructivo. También el último compañero de viaje con el que uno querría entrar en una historia. Arrancar la serie con él es algo así como llevar al lector a buscar la isla del tesoro de la mano de un Jim Hawkins desabrido y exasperante. Pero lo que hace We are who we are en ese arranque es preparar sabiamente el terreno para el encuentro de Fraser con Caitlin, la otra protagonista, interpretada por la debutante Jordan Kristine Seamón, fascinante actriz de mirada cubista. La extraordinaria química del encuentro de ambos actores tiene el efecto que cruzar los rayos tenía para los cazafantasmas, por lo menos. Todo lo que en Fraser es dispersión y hambre de mundo es en Caitlin contención y serenidad prudente, y a partir de ahí las posibilidades dramáticas de We are who we are se disparan, porque el verdadero aprendizaje durante la adolescencia, esa edad de indolente narcisismo, se extrae de quien tiene poco o nada que ver con nosotros.
En Call me by your name, la historia de Elio y Oliver que consagró a Guadagnino hace tres años y le proporcionó una agenda cargadísima de proyectos, hay hacia el final una escena excepcional, de una perfección en el diálogo, la cadencia y el trabajo actoral verdaderamente inusual. Es la conversación entre Elio y su padre, que le recomienda aferrarse a la belleza de los momentos vividos y ya irrecuperables, por doloroso que sea el recuerdo, y añade: “cuando menos te lo esperas, la naturaleza se las ingenia para encontrar nuestro punto más débil”. En We are who we are Guadagnino vuelve a mostrar una extraordinaria habilidad para dibujar momentos de una intensidad vital desbordante, vivencias radiantes del presente que llegan anunciando su propia muerte, su descenso inminente por el sumidero del tiempo pasado, perdido para siempre, declarando de antemano la validez de la cita de Prévert: “reconocí la felicidad por el ruido que hizo al marcharse”. Para Fraser, Caitlin y el resto de los jóvenes protagonistas de We are who we are, la nostalgia es ese duende que se escabulle de su lugar en el futuro para abrirse paso en el presente, tiñéndolo de una dulce melancolía. Hay al respecto un capítulo en el que los personajes se entregan a un delirio de felicidad visceral, exultante, precisamente porque saben que la pesadumbre pide paso a la vuelta de la esquina. En ese capítulo, que es un pequeño prodigio, Guadagnino ha conseguido dar forma a cierto sentimiento juvenil extático, cierta sensación de percepción del momento presente en toda su porosidad que todos hemos tenido alguna vez y que seguramente ya hemos olvidado, pero que él ha disecado y metido en una urna para que volvamos a recrearnos en ese sentimiento cuando queramos. Son unos diez o veinte minutos de cine magistral en los que a la serie le brota la vida a borbotones, mientras la cámara vuela extasiada en todas direcciones para no dejar de registrar el milagro, y termina posándose a descansar junto a una piscina, donde Guadagnino se recrea en naturalezas muertas al sol (una toalla, un bañador, una chancla) que podrían figurar en una obra de su admirado David Hockney, el mismo al que tomó prestado el título de su película A bigger splash.
Otros grandes momentos de We are who we are tienen lugar a la luz del alba, una hora que parece ejercer cierta misteriosa capacidad de aglutinar momentos decisivos de la adolescencia, especialmente si se ha estado despierto toda la noche. La serie adopta de hecho texturas diferentes según el momento del día y la localización (la base militar, el vecino pueblo de Chioggia, la laguna de Venecia, Bolonia) hasta el punto de que Guadagnino ha reclutado a tres directores de fotografía distintos, un detalle que dice mucho de la orfebrería fina que imprime a todas sus obras. Lo mismo aplica a la banda sonora, un mosaico muy personal y ecléctico en el que caben Frank Ocean, David Bowie, Ryuichi Sakamoto, Klaus Nomi, Neil Young o Kendrick Lamar. Guadagnino también vuelve a recurrir a John Adams, recurrente en su obra desde Yo soy el amor. Da peso en la trama a Dev Hynes, alias Blood Orange, llegando a recrear uno de sus vídeos musicales en un intermezzo absolutamente inesperado. Y recupera Soldier of love, un tema semiolvidado que versionaron en su día los Beatles y Pearl Jam, poniendo a Francesca Scorsese (hija del maestro, que brilla en un papel secundario) a cantarla al piano.
Entre su larga lista de proyectos futuribles, Guadagnino baraja filmar un guion de Scarface escrito por los hermanos Coen a partir de los originales de Howard Hawks y Brian DePalma. También dos adaptaciones literarias: la de la secuela de Call me by your name recién publicada por André Aciman, y la de Retorno a Brideshead de Evelyn Waugh, que ya fue adaptada con éxito por la televisión británica en los ochenta. Sus críticos lo ven de hecho como un cineasta sin estilo propio, un mero plagiador de sus mayores, un traductor sin alma de textos ajenos, un simple director de remakes resultones. En el estreno de A bigger splash Guadagnino declaró no haber vuelto a ver el original de Jacques Deray en veinte años, pero Suspiria de Dario Argento era una obsesión recurrente desde (sí) su adolescencia. Es muy reduccionista llamar remake a lo que Guadagnino hizo con esta película en 2018, que no es ni de lejos uno de esos barnizados modernos y perezosos de éxitos de antaño que tanto abundan por ahí, sino algo que tiene más que ver con el gran cine: el concebido, filmado y vomitado como un sueño enfebrecido. La nueva Suspiria fue una obra salvaje, mordaz, oscurísima, desasosegante, irónica y malsana, una experiencia cinematográfica total, un vis-à-vis con el embrujo de la danza, con la expresión artística y su misterio Algunos esperamos que el paso del tiempo le vaya dando a esta película, algo ignorada, las hechuras de huella futura que merece.
En sus mejores momentos, We are who we are vuelve a confirmar que Luca Guadagnino es un cineasta que está en un momento de forma extraordinario, en su verdadera fase de plenitud, de absoluto dominio de los recursos para “encontrar nuestro punto más débil” como espectadores. Por eso resulta conveniente participar de este momento de su carrera y aferrarse a él antes de que pase. Porque pasará, como todo, y entonces solo quedará el ruido que dejó al marcharse.
Iker Zabala es crítico cultural.