Recuerdo los lugares donde termino de leer los libros que más me impresionan, y también los lugares en los que me encuentro cuando una canción específica se instala en mi memoria. El sentimiento que provoca ancla la letra o la melodía en mi cerebro. Recuerdo que fue en la cocina de mi casa al norte de Brooklyn, en qué momento del día, qué hacía y con quién estaba cuando escuché Where Are We Now?; porque quienes, como uno, están siempre dispuestos a la tristeza, lloran ante tan encambronadamente hermosa composición sobre lo que se ha perdido.
No soy bowieóloga. Nunca he sido un banco de muchos datos, además, tengo cerca la mente de mi compadre; no conozco a nadie que sepa tanto de David Bowie como él, a quien le agradezco largas cátedras sobre por qué Bowie es la persona más influyente del rock, y también por haberme insistido ese 8 de enero del 2013, que dejara lo que estaba haciendo en ese momento para escuchar ese primer sencillo.
Unos años antes del elegante regreso que significaría The Next Day, cuando yo llevaba pocos meses en la ciudad, un pequeño festival de cine de Nueva York dio un programa nocturno de Bowie al otro lado del parque donde está la que era mi universidad. Iba después de clase, sin acompañantes, para ver documentales, conciertos, un montón de entrevistas y videos. Escuchaba y observaba los diferentes Bowies en las pantallas de esas salas de cine casi vacías, como por primera vez. Tal vez porque nunca antes estuve tan de veras sola y nunca antes me sentía tan, a mi manera, alienada, sus canciones comenzaron a acompañarme casi como un manifiesto de la transición.
La mañana de hace casi tres años, recuerdo que mientras escuchaba Where Are We Now? una y otra vez en esa cocina que ahora habita alguien más, hacía conciencia de que en Bowie había encontrado no solo un consuelo sino cierto descanso en ese sentimiento mío de no pertenencia. Confirmaba las sensaciones sin nombre que había acumulado mientras caminaba por la calle Bogart del Bushwick industrial escuchando Who Can I Be Now?, Hang On To Yourself o aplaudiendo con Space Oddity, desde luego, en el vagón del metro, entre decenas de personas que también habían llegado de otro lugar, acostumbradas a no mirar a los demás. Canciones con las que poco a poco se asomaba la idea de que todo aquello tan ajeno que me excluía, que parecía deformarme y ante lo cual yo me resigné a mutar, quizá valía la pena. Esa canción confirmaba un aprendizaje involuntario: hacer del cambio una ideología.
Ciudad de México