Un lector de tweeter me propone que la última película de Woody Allen, Medianoche en París, se parece a este relato que publiqué en Letras Libres hace diez años. Entre las muchas ciudades que París es, el barrio del pasado se deja visitar a veces…
Ah! la charmante chose
Quitter un pays morose
Pour Paris…
—Apollinaire
Es una tarde gloriosa junto al Sena. Miro los libros de los bouquinistes. Reconozco a Darío, que mira un libro. "¡Hombre, Rubén, cuánto tiempo…!" Le pregunto si encontró algo interesante. Me dice: "Bueno no, pero sí aleccionador." Es la primera edición de sus Cantos de vida y esperanza. Me señala, con resignada sonrisa, su dedicatoria manuscrita a Verlaine y me hace notar que el libro se encuentra intonso. Lo compra.
Cruzo a la Ile Saint-Louis. En el balcón más alto del Hôtel de Lauzun, veo a Baudelaire y a Jeanne Duval. El poeta tiene una mano metida en la tormenta de la cabellera mulata. "Salut, Charles!", le grito desde la calle. Devuelve el saludo y me señala con insistencia las torres de Notre Dame.
Al llegar lo entiendo. Gargantúa merodea por el atrio y luego se reclina a descansar, poniendo el brazo en una de las torres. Miles de orientales lo fotografían. De pronto se afana con su bragueta, extrae su descomunal miembro y procede a barrer al gentío con la copiosa catarata de su orina.
La ola dorada me lanza al Sena. Por suerte caigo sobre una barcaza llena de arena que va pasando. Al avanzar sobre el torrente por el quai aux Fleurs, en una ventana, rodeados de libros, una pareja haciendo intensamente el amor. ¡Abelardo está a punto de depositar en el vientre de Heloísa la semilla del pobre Astrolabio!
La barcaza encalla en el quai de l'Horloge. Entro a la brasserie Dauphine a refrescarme. Mientras me bebo un kir, entra el inspector Maigret. "Ça va, mon vieux?", pregunta. Me narra con helada frialdad que acaban de sacar un cuerpo sin cabeza de una esclusa en Issy-les-Molineaux. Se pregunta una y otra vez, masticando su pipa, para qué le cortarían la cabeza…
Rumbo a las Tullerías me encuentro a Satie. "Bonjour, le Mexicain!" dice entre risas. Nunca me ha explicado por qué le divierte mi nacionalidad. Acaba de tener una idea para una pieza de teatro para perros: "Al levantar el telón se ve un hueso." Está feliz, dice que por primera vez en la historia, la escenografía es también el argumento.
Al pasar frente al Hôtel Lotti, me topo con Orwell que, con su mandil puesto, toma el aire. "Hullo there, old mate!" Dice que si no respira afuera de la cocina se muere. Para probarlo, me hace pasar y se divierte con mi reacción. ¡Qué peste a sudor y a tripas!, dice: "Por eso nunca como en un restaurante francés."
Llego a la Place Vendôme y entro al Ritz. Maurice me conduce a la mesa de siempre. En la de junto, Proust y Léon-Paul Fargue comen melón helado, golosamente. Con el algodón saliéndole del cuello, Proust habla de cómo le gustaría trabajar de mesero en el Ritz. Lo declara un oficio noble, y adecuado como ninguno para observar en detalle "los secretos del corazón".
Camino hacia los bulevares en pos de un café. Flaubert flanea, envuelto en el humo de su habano, lanzando miradas pícaras a las trotonas. Al verme, se toca el bombín con los dedos. Le brillan los ojillos rojos y azules. Elijo el Frascati, a pesar del ruido que hacen los jugadores en la planta alta. Veo subir a Lucien de Rubempré, encendido y nervioso, con un manojo de francos en la mano. "Aujourd'hui, je gagne!", me grita al pasar. No le creo.
Regreso al Sena por la Rue Vivienne. El reloj de la Bolsa da las ocho. En la acera, el Conde de Lautréamont, absorto ante los aparadores. Cruzo hacia la Rue Colbert. La puerta de un burdel de medio pelo se abre. El joven Cyril Connolly sale corriendo, perseguido por la madame, dos putas y un coime. Al verme me pide ayuda: le cobran diez libras por una botella de champagne que no se bebió y unos besos que nunca le dieron.
Me llama la atención un alboroto por Rambuteau. Cuando me acerco me entero de que finalmente entierran a Molière en Saint-Eustache. El cura se negaba, alegando que un actor no podía descansar en sagrado. Tuvo que intervenir el Rey, aunque no autorizó un servicio solemne. Alguien me da un cirio. Sigo el féretro unos minutos, entre las miles de personas que se reunieron.
De regreso a la Comédie ya está Le Monde de mañana: la magna meada de Gargantúa arrojó un saldo de doscientas sesenta mil cuatrocientas dieciocho personas ahogadas, sin contar mujeres y niños. Entre el público que sale de ver un Tartufo, el poeta Tablada con su guapa esposa, Lily Sierra. "¡La viuda de Bouret acaba de sacar mi Florilegio. Le guardo su ejemplar!"
Cerca del Pont-au-Change, percibo una sombra merodeando en el puente. Es el inspector Javert. Se quita el sombrero y lo deja en el parapeto con todo cuidado. Ahora se sube a él. No será capaz de… Casi con indiferencia se lanza al remolino oscuro. Se me ocurre que, mañana, Maigret se preguntará por qué se habrá quitado el sombrero. Pobre Javert.
Avanzo en el auto hacia la casa, con pesadumbre. De lejos veo a mi tocayo Apollinaire rumbo al Pont Mirabeau. No traigo cigarrillos. Me detengo frente a un café, el Anglaterre. Hay un poco de niebla. Sobre la barra, saleros y huevos cocidos. En la única mesa ocupada, Breton, Péret y Paz discuten en una mesa. Escucho que uno de ellos dice Algo se prepara…
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.