Lo que Poe sabía de James

Los estilos opuestos de dos titanes de la narrativa enmascaran preocupaciones afines
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Cuando era joven, Henry James era lectura de gente seria. Gente que habla de “armados” de novelas, estructura, cambio de narradores y otras sutilezas por el estilo. Gente que intimida a personas tan desarmadas como yo, entonces volcado por entero a leer a escondidas páginas de Artaud y Jarry. Me sentía destinado, pensaba yo, al otro gran americano del siglo XIX, Edgar Allan Poe, traducido por Baudelaire y Cortázar, mis ídolos de entonces. Ninguno de los cuentos de Poe logró sin embargo darme tanto miedo como Otra vuelta de tuerca de James, que leí obligado en el colegio. Me asustaba justamente las cualidades contrarias a las de los cuentos de Poe: lo indeterminado, lo impreciso de su fantasma y sus pecados sin corazones delatores, ni gatos negros, ni péndulos asesinos; solo niños, institutrices, jardines, lo más normal, lo más banal, lo más espantoso.

El terror de Poe nunca me dio miedo y la psicología en las novelas de James siempre me pareció fantasiosa. Es lo que hace a sus obras únicas: el intento por hacer grandes novelas realistas, balzacianas pero con una mente que suele ver los acontecimientos más banales como si se trataran de una conspiración teológica. James cree que justamente esos bailes, esos jardines, esas tarjetas de visita están habitadas por alguna misteriosa fuerza, por algún poder oculto. Poe escribía cuentos sobrenaturales, James vivía en un mundo sobrenatural. No solo cree en los fantasma sino que llegó a pensar que incluso los personajes de supuesta carne y hueso eran, en el fondo, fantasmas también .

La sociedad es para James una amenaza porque también es una maravilla: una selva en la que se interna como si nadie más se hubiese internado en ella antes. Si las primeras novelas de James, como tantas de su maestro Turgueniev, cuentan el intento de rebelión de sus personajes contra las convenciones sociales, las últimas cuentan la rebelión de esas convenciones contra unos personajes que desesperadamente intentan ajustarse a las reglas, que son rechazados por estas mismas, que descubren, como en La copa dorada, una imperceptible falla de fábrica, un razguñón que les hace perder todo valor y sentido.

Henry James agiganta anécdotas, chismes, cuentos que caben en una página o media página de su diario de vida. No agrega mucho más que ese esqueleto. Hasta cierto punto no profundiza sino que agrega detalles y más detalles a la misma anécdota hasta hacer que por exceso de precisión nos parezca todo de pronto fantásticamente irreal. Si Poe deja caer en una cena o en una calle la máscara roja de la muerte o un corazón delator, James nos presenta corazones que laten donde deben latir, y carruajes que llegan a donde tienen que llegar pero escritos como si se tratara de crímenes o maldiciones medievales. El despliegue de elementos, metáforas y precisiones es tan inesperado que nos hace pensar que esta contando algo más de lo que cuenta. La verdad es que no lo hace, la verdad es que terminamos haciéndolo nosotros por él. No conocemos mejor al coleccionista de Los papeles de Aspern o a la anciana que guarda sus papeles al final de la novela que al comienzo. Solo hemos visto su presencia llenar un jardín flotante en Venecia y un palacio lleno de habitaciones oscuras –la escenografía misma de un cuento de fantasmas, fuegos y vampiros.

Edgar Allan Poe habría empezado por ahí, por los fantasmas, por los vampiros, por los fuegos para llegar a contar la soledad y la sordidez de un hombre mal casado y ajustado en una vida que intenta vivir como una obra de arte. Todos los caminos llevan a Roma: en el Poe de mi adolescencia buscaba al James en el que, ya maduro, reconozco tantas cosas de Poe. Porque hay una continuidad secreta entre esos dos americanos obsesionados por el refinamiento europeo, la decoración, los castillos y los seres que no duermen buscando manuscritos o un anillo en un arcón recóndito. Estériles padres de la literatura estadounidense, hijos del artificio ambos, en una sociedad creada alrededor de una Constitución y otros contratos por el estilo, los dos coleccionaron justamente eso, artificialidades. Artistas del nuevo mundo, desertaron del canto de las planicies, los indios o los pioneros para encarnar una manera completamente nueva de ser europeos: Poe romántico, James realista.

Enemigos de toda sinceridad y toda informalidad, Poe y James están justamente obsesionados por la forma de contar, de decir, de mostrar más o menos las mismas cosas que los escritores de su época. Su rechazo a la originalidad es en sí totalmente original. Su visión del mundo como una gigantesca conspiración de signos incontrolables se adelantó del todo a su tiempo y se convirtió en nuestra forma de ver el mundo. Comprendieron antes que nadie que el drama de su país no era el materialismo sino el fetichismo, que no es otra que la forma que tiene el idealista de reconciliarse con la mercancía. Esa reconciliación es imposible: los hombres en James y Poe compran y coleccionan alfombras, vasijas, manuscritos que finalmente terminan por vender a sus dueños, entregarlos sin precio, vacíos y exhaustos.

Su intento desesperado de salvarse del artificio constituye muchas veces el drama de sus personajes desmedidos, obsesivos, irreales y sin embargo ejemplares, y termina por ser como esos mosquitos atrapados en el ámbar gracias a los que los científicos pueden reconstruir toda la fauna y la flora de una selva olvidada.

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