El Premio Nacional de Historia de 2011 ha recaído en dos historiadores que honran nuestra profesión: Jean Meyer y Lorenzo Meyer. No sólo comparten, sin ser parientes, el mismo apellido, y el hecho curioso de haber nacido el mismo mes del mismo año (febrero de 1942). Si bien su idea de la historia es muy distinta, los une la más cumplida fidelidad a la vocación.
Los conocí hace casi cuatro décadas, en el animado café de El Colegio de México. Lorenzo tenía 30 años pero parecía (todavía parece, a pesar de su venerable edad y su barba) un jovencito vivaz de sonrisa juguetona. Egresado de El Colegio de México y sobrino de la economista Consuelo Meyer (colaboradora cercana de Cosío Villegas, fundadora de la Escuela de Economía de la UANL), había salido unos años a post graduarse en la Universidad de Chicago. Su tesis (México y Estados Unidos en el Conflicto Petrolero, 1917-1942) es un trabajo inigualado sobre aquel episodio central en la formación del nacionalismo mexicano. A mediados de los setenta, don Daniel lo embarcó (como a varios de nosotros, incluido Jean Meyer) en la Historia de la Revolución Mexicana (en 23 tomos). Para Lorenzo, la participación en ese proyecto colectivo (que llamábamos "fábrica de historia" y que empleaba un pequeño ejército de jóvenes investigadores e investigadoras) tuvo dos desenlaces venturosos: escribió el tomo XIII de la serie (El conflicto social y los gobiernos del Maximato) y encontró el amor de Romana Falcón, su esposa, que llegaría a ser una magnífica historiadora social.
En los años siguientes, trabajando siempre en el Centro de Estudios Internacionales del propio Colegio, Lorenzo publicó Su Majestad Británica contra la Revolución Mexicana 1900-1950, historia diplomática que, entre otros temas, contrapuntea la inteligente cobertura de The Economist con la miopía de 10 Downing Street respecto de lo que ocurría en México. Tiempo después, publicó El cactus y el olivo: Las Relaciones México-España en el siglo XX. Estos libros son un dignísimo corolario a los tomos sobre política exterior escritos por Cosío Villegas en la Historia Moderna de México. Además de estas obras, Lorenzo ha escrito –entre otras– una historia de las relaciones entre México y Estados Unidos (en coautoría con Josefina Zoraida Vázquez) y varios capítulos en historias generales. Su actividad como escritor político en Reforma y como comentarista político en la radio y la televisión ha sido comprometida y consistente.
También Jean Meyer (que parecía y aún parece un galán del cine francés) encontró el amor en aquella "fábrica". En segundas nupcias se casó con Beatriz Rojas, otra excelente historiadora social. Jean acababa de publicar los tres maravillosos volúmenes de La Cristiada, historia integral (diplomática, política, social, religiosa) de un tema que la historia oficial y aún la académica habían negado y que Jean reveló en toda su enorme significación y dramatismo. La Cristiada es, a no dudarlo, uno de los cinco libros de historia más importantes de nuestro siglo XX. Al poco tiempo, escribió de jalón una devastadora historia de la Revolución Mexicana que admiró y asustó –las dos cosas– a Cosío Villegas, quien sin embargo le encomendó los tomos X y XI de la Historia de la Revolución Mexicana (sobre el período de Calles), que hicimos el propio Jean, Cayetano Reyes y yo. A finales de los setenta, Jean fundó el Centro de Estudios Mexicanos en Perpignan y en los ochenta regresó a México para acompañar a Luis González –su gran amigo y maestro– en la empresa académica de El Colegio de Michoacán.
En Zamora, Jean comenzó a abrirse a varios horizontes: la Historia de los Cristianos en América Latina, los campesinos en la historia rusa y soviética, varios acercamientos (biográficos o novelados) a la Guerra de Independencia, las controversias entre la Iglesia Católica y la Ortodoxa, una biografía de Samuel Ruiz y un libro original, sensible, personal: Yo el francés. Biografía colectiva de los oficiales de la intervención francesa. Maestro emérito del CIDE, Jean también es un lúcido comentarista de la escena internacional.
Lorenzo y yo coincidimos hace pocos años en Washington y nos escapamos al Museo de Historia Americana. Fue un agasajo. "Mira cómo no somos más que un pequeño capítulo de su historia", me decía. Tenía razón. El estudio de las relaciones de México con las potencias había exacerbado su nacionalismo. Sus artículos periodísticos –he pensado siempre– lo perfilan como el último ideólogo de la Revolución Mexicana, una extraviada Revolución nacionalista y social, cuya esencia moral Lorenzo quisiera recobrar.
Jean y yo hemos colaborado en varios proyectos. Su visión de la Revolución Mexicana, inversa a la de Lorenzo, cabe en esta cita: "A la escucha de Los de abajo, quedé sorprendido ante la experiencia trágica vivida cotidianamente por el pueblo". En su peregrinar por el Occidente mexicano, el "Güero Juanito" (antiguo marxista y amigo de Régis Debray) quedó impregnado de la visión apocalíptica de la Revolución que privaba entre los rancheros de esa zona. Frente al vejamen de hambre, peste y violencia que vivió México entre 1910 y 1930, la religiosidad popular había sido la única garantía de supervivencia. Jean no sólo la historió: la hizo suya.
Cicerón dice que la política suele separar a los amigos. Nos ocurrió a Lorenzo y a mí. Pero nada empaña mi regocijo por su premio. En cuanto a Jean, nuestra amistad se ha perpetuado en la de nuestros hijos. Desde el recuerdo de aquella "fábrica", deseo a los dos Meyer muchos años de salud y creatividad. Y prometo que a partir de febrero del 2012, cuando cumplan setenta años, comenzaré a llamarlos como Dios manda: "Don Lorenzo" y "Don Juan".
(Publicado previamente en el periódico Reforma)
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.