A pesar de las detonaciones la hija del tendero no le quitó la mirada a Pedro que yacía en el suelo malherido. A la niña le entristeció esa imagen patética de aquel joven que momentos antes, cuando compraba víveres, representó la valentía y el tesón. Lo había admirado. Y ahora ahí, desfallecido, parecía un animalito que esperaba con paciencia la llegada del fin. La niña luchaba con las manos de su padre que insistentemente la mantenían detrás de él. Pero lo había presenciado todo.
El tipo que había herido a Pedro y que hasta hacía unos minutos sólo era la víctima, prefirió dejar al muchacho para después. Midió bien a los federales controlando el temblor de su cuerpo y le disparó al que estaba más próximo. Vio a uno de los federales desplomarse y al otro frenar su carrera para refugiarse en un angosto callejón. Entonces se acercó donde Pedro y buscó la pistola que aún tendría algunos tiros. Revisó la suya y se sintió más seguro. Se quedó ahí de pie, tranquilizándose y echándole una mirada de vez en cuando al federal que, creía, estaba muerto. La adrenalina, ahora, era su aliada. Al sentir la situación controlada, llenó de balas su pistola, se acercó a Pedro y lo remató. Antes lo miró cuidadosamente, no encontró en él ningún rastro de odio o de frustración. Su rostro, agotado y con una extraña mueca, que era como una risa candorosa, estaba ahí, tan indefenso como la mirada. El hombre le dijo algo que no se alcanzó a escuchar; me cuentan que le dio una patada sin mucha fuerza en uno de los costados y por fin, sin mayor ceremonia, buscó la frente y disparó. La bala, sin embargo, entró por el ojo izquierdo y el tipo volvió a jalar el gatillo. Ahora, Pedro tenía una herida, ya no mortal, en la mejilla.
La niña sólo gritó, un sonido débil y agudo, con la última detonación y el padre decidió que esa calma prefiguraba más violencia. Se metió y cerró la puerta de la tienda.
El federal temblaba contra una pared. Nunca había sentido tanto miedo, ni cuando vio caer a su compañero, como al oír esos dos últimos estruendos. Pensó en el tiro de gracia, pero no supo para quién había sido. Apretó la carabina contra su cuerpo y vio del otro lado de la calle al tendero desapareciendo tras la puerta de madera. Sintió que cada segundo que pasaba lo orillaría a salir corriendo. Alejarse o no: en su mente la escena había concluido: Pedro muerto, su compañero herido o muerto, pero ahí no había nada más que hacer. Entonces escuchó el grito: “ahora faltas tú, pendejo. Sal de una vez”. Miró hacia su izquierda y calculó que si empezaba a correr podría escapar sin problemas. Aquel trabajo no le hacía falta, era soltero y con facilidad encontraría otra cosa. Vio cómo había rostros asomados por las ventanas, y a una señora que le hacía señas como de acercarse. Luego una más, y otra mirada acusadora por allá. La señora no lo llamaba, lo alentaba a enfrentar al tipo. Entonces lo hizo, sin pensarlo, revisó la carabina, se limpió el sudor de las manos en el pantalón y se acercó a la esquina para poder observar el panorama. Miró al hombre que poco a poco avanzaba hacia él y que se alertaba un poco cuando lo descubrió asomándose. El federal, quizá debía tener dos años más que Pedro, alzó la carabina, cerró uno de los ojos mientras recargaba el cañón contra la pared y disparó. La bala se incrustó en el brazo derecho del tipo, y sin dudarlo, el federal recargó el arma y volvió a disparar. Esta vez fue más certero y el proyectil entró en el vientre del hombre que, de inmediato, perdió las fuerzas y se derrumbó. Esa facilidad le dio al federal confianza y mientras recargaba salió de su escondite, se acercó y le disparó una vez más a la cabeza. Hasta ese momento sintió el silencio en su piel. Caminó hasta su compañero, lo notó malherido y gritó por ayuda, que alguien se acercara chingada madre, dijo. Fue a revisar a Pedro y sintió que no podría sostener mucho más la carabina que se le resbalaba. No tenía ya fuerza en las manos. Cuando estuvo junto al joven, se arrodilló sólo para encontrar el rostro destrozado y la sangre que había empapado la ropa del muerto. No sintió nada. A pesar de conocer la historia, de haber participado, de alguna forma, en aquella venganza familiar, sintió que sus sentimientos no correspondían. Pensó que debía sentir una exaltación triunfadora, al menos, por no haber dejado impune el asesinato de aquel joven valiente. Pero era eso, de alguna forma su cerebro no le asignaba “valentía” a Pedro. Aquello había sido la misma historia de siempre. Alguien mata y alguien, en respuesta, mata. Tal como él lo había hecho.
Ni siquiera era un desperdicio de vidas ni actos memorables. Era nada. Así que con parsimonia se levantó, retiró la escopeta y fue a buscar las dos pistolas que el otro hombre debía tener cerca. Al final, como un sacerdote que termina misa, ayudó a dos hombres que cargaban a su compañero y les dijo que lo llevaran a la casa del doctor, que ahí los alcanzaba.
El federal, cansado por la tensión, tocó dos veces la puerta de madera del tendero y cuando éste le abrió luego de gritar quién era y asegurarse por una rendija de ello, le pidió un par de fuertes para el susto. La niña miró al federal los minutos que necesitó para tomarse el aguardiente. Estaba pálido y no recuperaba el color. Pensó decirle el nombre de Pedro, mencionarlo de alguna forma. Se dio cuenta de que era inútil. Cuando el federal terminó, cargó con todas las armas y salió sin prisa y sin avisar a dónde iba. Incluso esa desolación que empezó a sentir al caminar en silencio era nada. En la Costa Chica, aquellas cosas y esas matanzas, me cuentan, son nada. Nada.
Así quedó la votación de nuestros lectores para decidir cómo debía terminar el cuento. Muchas gracias a todos los que participaron.