Placer de pederasta

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Para bien o para mal, la liberación femenina clausuró la época en que los hombres idealizaban a la mujer y ahora nos encontramos en una etapa de transición, donde la igualdad de los sexos ha extinguido hasta el último residuo de amor cortés. Los trovadores de la Edad Media y, más tarde, los poetas románticos, idolatraron a la mujer con un fervor religioso, sin aspirar siquiera a obtener sus favores como recompensa. Pero las feministas del siglo XX advirtieron con razón que al ponerlas en un altar, sus devotos amantes las excluían de todas las actividades que generan prestigio, riqueza o poder. La idolatría masculina era en realidad una discriminación encubierta, porque si bien los varones endiosaban a la amada cuando querían conquistarla, en la vida real no podían tolerar sus anhelos de independencia.
     Cuando la diosa cautiva, inconforme con el papel que desempeñaba en la sociedad, empezó a invadir el mundillo literario francés, Baudelaire sentenció: "Amar a una mujer inteligente es placer de pederasta". Desde entonces a la fecha, y a pesar de que la inteligencia femenina subyuga eróticamente a muchos hombres cien por ciento varoniles, la eclosión de un nuevo mundo amoroso y el creciente malestar de los varones obtusos ante la competencia de la mujer en todas las esferas de la vida social han transformado en elogio el insulto de Baudelaire: el nuevo ideal femenino es una creación de la cultura gay, porque los machos recalcitrantes no quieren o no pueden apreciar los atributos "masculinos" (productividad, inteligencia, talento) de la mujer emancipada y moderna.
     El más ferviente adorador de la mujer en el cine contemporáneo es sin duda Pedro Almodóvar. Se trata, claro, de un adorador fraternal, pues el director español no observa a las mujeres como objetos de deseo, sino como aliadas y cómplices. El cine de Almodóvar refleja un fenómeno social muy frecuente en los países desarrollados, cuyas repercusiones apenas empezamos a vislumbrar en el Tercer Mundo: entre las mujeres liberadas y los gays existe una admiración mutua y un grado de solidaridad difícil de encontrar en las parejas heterosexuales. Obligadas a separar el cuerpo del alma por falta de un hombre que las satisfaga en ambos sentidos, muchas mujeres inteligentes comparten la cama con un buen amante pero sólo le abren el corazón a sus amigos homosexuales. La proliferación de confidentes enamorados de la mujer en abstracto, pero alérgicos al sexo femenino, indica que el varón utilizado como hombre-objeto, o el marido encerrado en una coraza de hielo, están adoleciendo de una grave carencia en su trato con las mujeres.
     Es difícil idealizar a quien forma parte de nuestra realidad cotidiana. Tal vez por ello los homosexuales tienen una idea más elevada de las mujeres que los hombres obligados a pernoctar diariamente con ellas. ¿Se puede lograr una comunicación más estrecha con las mujeres, como la que tienen los gays, sin renunciar a poseerlas físicamente? El principal obstáculo para lograrlo es la convivencia forzada. Se supone que el matrimonio busca abolir las distancias entre los cónyuges hasta lograr una completa fusión de cuerpos y almas. Esto quizá fue posible en tiempos de Fray Luis de León, cuando la perfecta casada renunciaba a su individualidad al contraer matrimonio. Pero como la mujer moderna ya no está dispuesta a ese sacrificio —y el hombre nunca lo estuvo— la alternativa para las parejas del futuro sería no tanto la unión libre, sino la renovada cita amorosa entre amantes libres de compromisos. Tal vez las parejas más felices de la actualidad son aquellas en que el hombre y la mujer viven separados. Preservar la independencia de los amantes no sólo ayuda a evitar la sofocante cohabitación: también garantiza que los encuentros de la pareja sean deseados y voluntarios, como sucede en cualquier amistad genuina. Hasta hace poco sólo un pequeño grupo de celebridades había adoptado este estilo de vida, pero mucha gente común empieza a darse cuenta de que la distancia estratégica es indispensable para disfrutar un amor sin coacciones.
     El auge de la bisexualidad masculina y femenina en las sociedades más avanzadas quizá obedezca a la misma necesidad de distanciamiento, que paradójicamente busca unir al hombre y a la mujer de una manera más plena. No hay mejor forma de comprender a una persona del sexo opuesto que ocupar su lugar en una relación gay. Los heterosexuales con una visión cuadrada de la existencia —sean hombres o mujeres— sólo conciben la vida conyugal en términos de dominación o sometimiento. Un bisexual tiene mejores armas para impedir que el amor se convierta en una relación de poder, pues no puede añorar una supremacía de la cual él mismo abdicó al reconocer el componente femenino de su carácter. Un mundo en que las parejas vivan distanciadas por voluntad propia y el desdoblamiento psicológico esté al alcance de todos puede parecer aberrante o utópico. Pero en materia de aberraciones la monogamia convencional superó desde hace mucho a la subversión erótica, como lo indica la reciente oleada de chistes misóginos que regocijan a los borrachines de cuello blanco. Un botón de muestra, escuchado en una cantina de Coyoacán:
     —¿Sabes por qué las esposas fingen orgasmos con sus maridos?…
     —Porque creen que nos importa.
     Frente a esta imagen de la plenitud amorosa, cualquier depravación es un pecado venial. –

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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