He quedado con un par de amigos para comer en el Paxia. Han regresado apenas de España, luego de hacer jamón de pienso artesanal y ser topados por un borrego silvestre a las afueras de su casa en Galicia. Vamos al Paxia, un restaurante de San Ángel bien conocido por los amigos menos por mí. Son dos Paxia en realidad –¿del latín pax?–, el otro está en Santa Fe. Como es usual cuando uno se topa con nueva cocina, salta la vista (a la mía por lo menos, un escritor metido a cocinero amateur, mesonero), la puesta en escena. No la del lugar del convite (en este caso un tanto lujoso pero sencillo, nada impostado, hospitalario), sino de los platillos. A pesar de la familiaridad que uno ha logrado con ellos, me da la impresión (y seguro a muchos otros si se sinceraran; hablo de una impresión no de la realidad final de su cocina), que haya el comensal frente a comida de utilería, confeccionada tal vez por los directores de arte de una película, meticulosos escultores, joyeros de fantasía. Es sólo cuando uno se lanza (para su servidor la mejor palabra para definir el acto de hincar el diente a la gastronomía contemporánea), cuando uno blande el cuchillo y el tenedor, los bate dentro de las carnes del plato, que esa sensación se disipa, le brotan a uno (en algunas ocasiones, no todas), los vapores del fruto pequeño, compacto pero de golpe seco, contundente, a nuestra alma.
Daré un rodeo a lo que más se me quedó grabado del menú principal, llamado “Revolución”. Tortita ahogada. Con un dibujo de cómo comerla con un guante de plástico y y no ensuciarse en el intento. Una cosa tan extraña esto del dibujo y el guante que no sé cómo tomarla. Me hacen sentir como en un geriátrico. Pero lo hago con sonrisas. Caigo en cuenta que, nunca en mi vida, un plástico ha interferido entre mi tacto y mi alimento. Además, creo que cumple una función contraria: que se me resbala más el bolillito. La tortica bien: balance entre carnitas de ternera, caldillo de jitomate y salsa de chile de árbol. Sabe a Guanatos. Cuesta trabajo de pensar en no comerse unas 25. Luego viene algo que ellos llaman la “Quesadilla Oaxaca”, una cosa pequeñita también, rellena de pollo y mole negro, cubierta de azúcar. A uno le dan una copa de mole para pueda sopear en ella. Uno lo intenta y se siente torpe por la asimetría: o se hace más grande la quesadilla o más chico el mole, que por cierto, dirían muchos, está en su punto. ¿Qué es lo que significa en su punto en este caso? Que no es ni muy líquido ni muy pastoso, ni muy salado ni muy chocolatoso, ni muy plano ni muy picante. Lo que queda en la copa es demasiado para mí pero mis amigos lo acaban. Continuamos con una ensalada de arúgula, nopalitos, quelites, jocoque y aceite de oliva de Ensenada. Muchos amigos dirían para limpiar boca. Algo así como zambullirse en pasto antes de comer. Halagadoramente prehispánico, muy elegante, sutil. Enternecedor diría algún amigo poeta. Lo que sigue es una taco de canastita de chicharrón prensado de pollo. Y, sabedores que en la comida como en lo mejor del mundo el qué está en el cómo, la sirven en un canastito, con su plástico azul, tal como si fuera una canasta miniatura de tacos sudados. Buena pero milimétrica (una monada para tapar una muela, si queremos seguir con las frases hechas). Continuamos por la larga senda del menú, que se sirve sin demora y con explicación de cada uno de los tiempos. Sopa de frijol negro, Jamón Ibérico de Bellota “Joselito”, chochoyotes (bolitas de masa) crema de rancho y epazote. Este sí no me cuadró. Creo que es menor y hasta prescindible. Mis amigos están de acuerdo y además conversamos que las bolitas de masa estaban un tanto ácidas, como si hubieran iniciado ya su fermentación. La frustración se calma con la llegada de la inmensa “Selva Chiapaneca”: café, taxcalate, plátano liofilizado, pinole, algodón, cacao y canela. Una explosión de sabores en donde la boca se regocija de lo lindo. Grande cosa y muy familiar esta del cubismo culinario del sureste. Los dos platos finales son para noquear al invitado, lo mejor para mí de aquella tarde. “Budín Azteca”, con pato, trufa y foie gras. Las texturas combinadas pero, más aún, la forma de hilvanarse los sabores, es una perdición. El viaje que propone este plato no es a México, es más lejos. No es a un lugar, es a un estado de ánimo. ¿La campiña poética de la ensoñación? Tal vez. Y bueno, al final, lo mejor, el “Mole Carretero”, con filete de res, puré de camote-guayaba y platanitos crujientes con limón y sal. Erguido, petulante pero tierno (¿se puede?), bien plantado. Muy nuestro, a la manera de nueva cartilla de identidad, una promulgación gastronómica por un renovado fervor patriótico. No quisimos cortar su profundidad con un postre.
“Paxia es parte del nuevo México”, reza en su página de internet. Un México de jóvenes que están inventando la nueva cocina mexicana de autor. Daniel Ovadia por cierto es el chef de cocina mexicana más joven en la industria, con 25 años de edad. Chefs restauranteros habría que decir. Es decir empresarios. Lo que no fue siempre una regla. ¿Cuánto hay de cocina y cuánto hay de empresa en ese binomio? Ese tema, ciertamente apasionante, lo tendrá que discutir usted en la sobremesa con los amigos. Y el Paxia, eso sí no queda la menor duda, se propone para ser lo mismo escenario que tópico de esa charla. Un lugar para reír y pasarla bien. Aunque habría que terminar diciendo, para atizar esa plática que Ovadía es parte del proyecto “Chefs al Rescate”, una especie de colectivo altruista de tripulación móvil (son varios chefs los que lo constituyen como Mikel Alonso, Alicia Gironella, Eduardo Osuna, Gustavo Plama, Patricia Quintana entre otros), que trabaja como institución privada de beneficencia desde hace unos años. Su modus operandi es el siguiente: se reúne el grupo en turno, se planea una actividad para realizarse al alimón (kermés, degustación, comida por alguna coyuntura especial), y se venden los cubiertos. Círculo cerrado. Absolutamente todo lo recaudado se otorga a una causa filantrópica dentro del país, lo que me parece un proyecto ético de calidad de importación, para ser clonado por otros gremios en el país. Por ejemplo: todos los artistas. Buen provecho.
P.S. Y por cierto no se salté las entradas: tuétano. Canoas de tuétano como se les llama en el norte del país, con el hueso cortado a lo largo. La mejor opción para comenzar. Al horno y en abundancia, sin miedo a taponar las arterias. A tacos: Canoas, para una vida feliz para el río de la vida. Con la mejor variedad de mezcales que uno puede encontrara en la capital, un verdadero orgullo nacional, calidad de exportación.
Famosa en todo el mundo por su variedad y sus encantos, la comida oaxaqueña se disfruta mejor en ese estado de la República. El prodigio de los ingredientes, la tradición de las preparaciones y las recetas y las reinterpretaciones actuales hacen de la comida oaxaqueña razón suficiente para agendar una visita.
Escritor, editor y promotor cultural. Ha publicado 8 libros, entre ellos Zopencos (2013), Yendo (2014) y Sayonara (2015). Es propietario de Hostería La Bota.