Distancias

Además de que termina con Atmosphere de Joy Division, son tres cosas las que más me interesan de Noches sin fortuna, el documental de Álvaro Cifuentes y Francisco Forbes sobre Caicedo. 
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“La soledad es un lugar lleno de secretos… Uno vive bajo un orden severo, y de repente, se vuelve loco… Y un día lo dejamos todo y echamos a correr, con un arma en la mano o sin ella, y sin arma es quizás más peligroso. Empieza una carrera por el mundo, con los ojos fijos en la nada… Vivir respetando un rito pagano y mundano, como un monje pero sin fe.”

–Sándor Márai

 

Además de que termina con Atmosphere de Joy Division, son tres cosas las que más me entusiasman de Noches sin fortuna. No me refiero a la última novela, inconclusa, de Caicedo, sino al documental del argentino Álvaro Cifuentes y el colombiano Francisco Forbes sobre el escritor y cineasta de Cali, mitificado como “el Kurt Cobain de la literatura; el James Dean de la máquina de escribir; el Jerry Lewis de la tragedia”, buen guiño, entonces, de los directores a Ian Curtis.

Primero, el uso de recursos cinematográficos: cortes de diferentes películas que escenifican la solemne narración de la voz en off, porque Caicedo era cinépata y quizá mientras pensaba en su cerebro desfilaban secuencias de incontables cintas; me recordó al genial collage cinematográfico de Christian Marclay, The Clock. Segundo, Los amantes de Suzie Bloom: un cortometraje animado del guión western que Caicedo quiso vender a Roger Corman, el “Papa del cine pop”, o bien, el “rey de las películas de serie B” en un viaje a Hollywood. Una historia en la que Bud y Anthony, dos jóvenes que crecieron juntos en un pueblo llamado Horizon en Nuevo México comparten a Suzie, una hermosa prostituta por quien, más adelante, uno de ellos huye y el otro lo persigue durante años, hasta un último encuentro: “¿Ha pasado tanto tiempo?, pregunta Bud, alarmado. El tiempo no ha pasado, dice Anthony, somos nosotros los que hemos pasado.” Tercero, la lectura de Patricia Restrepo de una tediosa carta de amor en la que Caicedo le ruega a ella, su Patricita, una de sus grandes obsesiones, que no lo abandone, explicándole que cierto encuentro sexual con un amigo no tuvo más causa que la demostración de que él, Andrés, era capaz de todo.

Esta última me recordó la fijación de Daniel Johnston por su compañera de escuela, a quien le dedicó tantas canciones. La segunda me recordó El último encuentro de Sándor Márai, una novela breve que busqué en el librero apenas llegué a casa después de ver el documental

En El último encuentro, el libro de Márai, Henri y Konrád, dos militares, antes mejores amigos, se reúnen después de cuarenta y un años en la Hungría del periodo de entreguerras. Primero en primera persona y después con diálogos, un secreto que los triangula con una mujer se revela durante la novela insospechadamente. El sobresalto de las últimas páginas, provoca que el lector, como con las buenas novelas de intriga, agradezca la calma que lo antecede, mientras los caballeros reflexionan a las vieja usanza de la filosofía. Cuando regresé al libro el final seguía ahí y era en serio inteligente.  

El último encuentro, con esa prosa elegante de los caballeros, ¿peca? por momentos de sentimentalismo, como aquel guión crudo y sin concesiones al lector, que nunca llegó a la pantalla grande, del crítico y creador colombiano, pero ¿qué es lo que queda del humano entre ilusiones y posibilidades? Si la literatura es siempre más que literatura, estas historias sobre tradiciones íntimas perdidas nos recuerdan las deudas propias con los otros, dolores enquistados a los que nos hemos acostumbrado y que tal vez un día, quién sabe, logremos resolver.

Como dice Sándor Márai en sus diarios:  “Las relaciones basadas en la simpatía que he visto nacer y desarrollarse entre los seres humanos han terminado ahogándose invariablemente en los cenegales de la egolatría y de la vanidad.” O como dice Andrés Caicedo en ¡Que viva la música!: “Uno es una trayectoria que erra tratando de recoger las migajas de lo que un día fueron nuestras fuerzas, dejadas por allí de la manera más vil, quién sabe en dónde, o recomendadas (y nunca volver por ellas) a quien no merecía tenerlas.”

En 1977, el día en que recibió el primer ejemplar de !Que viva la música!, Caicedo triunfó en su tercer intento de suicidio con 60 pastillas de secobarbital. Sándor Márai, muy lejos en San Diego, donde se exilió y envejeció, viudo y casi ciego, se dio un tiro en la cabeza, diez años después.

 

 

 

 

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