De niña tenía prohibido despertar a mi hermana menor, porque su sueño era sagrado. Durante muchas noches esperé a que ella se quedara dormida primero, para vigilar que su cuerpo estuviera quieto. Alguna vez, por si acaso ella temblaba, amarré a su tobillo un cordón con un cascabel que saqué de los adornos navideños, pero mi madre me ordenó que se lo quitara.
La primera vez que la vi temblar fue en unas vacaciones de Semana Santa en Acapulco. En aquella habitación de hotel había dos camas matrimoniales, en una dormíamos nosotras y en la otra dormían mis padres. Mi hermana dormía del lado más cercano a ellos y yo cerca de la pared que daba al baño y a la puerta de la habitación. Una noche ellos encendieron la luz de la lámpara del buró. Me despertó el movimiento de la cama, ella estaba temblando. Eso era lo que le pasaba a mi hermana, eso fue lo que mis padres no supieron explicar. Sentados en la orilla de la otra cama, los tres la observamos convulsionar. No era ninguna hora, detrás sonaba el mar oscurecido, a su propio ritmo. El cuerpo se contraía. Tenía puesto el traje de baño para no perder tiempo a la mañana siguiente. Esperamos a que el movimiento cesara, como si algo llegara por ella, la habitara y la abandonara. En unos minutos, ese pequeño cuerpo en movimiento involuntario se relajó. No se despertó, no abrió los ojos, no cambió de posición. Continuó durmiendo y, entonces, nosotros también: yo con papá y mi madre se acomodó junto a ella, quitándome el que era mi lugar. Yo no podía protegerla. Cuando despertó, ella dijo que había tenido una pesadilla, que describió a la mañana siguiente de cada noche que tuvo una convulsión.
Mi madre trabajaba en casa. Entre sus materiales de trabajo tenía una serie de imágenes impresas en cartones con las que interrogaba a sus pacientes, niños de nuestra edad que esperaban su turno por las tardes en la sala de la casa. Las imágenes en los cartones eran personas o animales en una escena: dos osos jalando una cuerda de un lado y al otro un oso solo; o dos mujeres, una pequeña y otra vieja, cuidando a un bebé. Mi madre le preguntaba a los niños qué creían ellos que estaba pasando; si acaso los osos estaban peleando o jugando, por ejemplo. Después les preguntaba quiénes eran esos osos y por qué peleaban o por qué jugaban. Trataba de descifrar el imaginario de aquellos niños. Ellos tenían que decir todo lo que se les ocurriera cuando mi madre les hiciera preguntas, para que construyeran juntos una historia. ¿Quién ganaba?, ¿qué pasaría con la cuerda?
Yo entraba de puntitas al consultorio por las noches, para tomar a escondidas las tarjetas con imágenes y usarlas para contarle a mi hermana un cuento antes de dormir, y que así no tuviera la pesadilla. Los personajes de los cuentos eran siempre los mismos pero el orden de los acontecimientos cambiaba de acuerdo al orden de las tarjetas, que revolvíamos juntas. Había una vez un niño que no sabía cómo tocar su violín y se puso a llorar, su abuela lo regañaba y su hermana tuvo un bebé al que no quería. Algunas otras veces, para variar, yo le adivinaba el futuro con las tarjetas que ella seleccionaba de un montón, previamente sacralizado por un ritual. Una vez que ella se quedaba dormida, yo hacía guardias hasta quedarme también dormida.
Después de aquella vez que olvidé devolver las tarjetas a su lugar, mi madre me las castigó en un clóset con llave. No eran mis materiales, yo no podía ser la madre. Entonces, comenzamos la costumbre de leer todas las noches unas líneas de Robinson Crusoe para que mi hermana tuviera sueños diferentes, tal vez con barcos o con el mar, y, de paso, prolongar el tiempo del náufrago en la isla. Comprobamos que depende del tiempo que uno tarde en leer el libro, el tiempo que Crusoe pasa en la isla. Y a eso nos dedicamos, a acompañarlo mientas el hombre sobrevivía. Sin embargo, a pesar de que Crusoe vuelve sano y salvo a tierra firme, el marinero necio finalmente regresa a la isla; como también regresaban a mi hermana las pesadillas.
Ciudad de México