Hace muchos años, más de veinticinco, vino a verme a mi casa Joaquim Ibarz, el recién llegado corresponsal de La Vanguardia en México. Manifestó una insaciable curiosidad. Quería entender cómo funcionaba el sistema mexicano, que le parecía un verdadero rompecabezas. Me impresionó se excelente formación, su cultura y su buen conocimiento de la realidad latinoamericana. Me asedió a preguntas que intenté responder como pude. Teníamos la misma edad y enseguida simpatizamos. Yo mismo no estaba nada seguro de comprender los mecanismos políticos que le daban legitimidad al sistema autoritario que se había consolidado en los años treinta. Joaquim quería entender las claves de la misteriosa estabilidad que sostenía al sistema político. Quería saber si en México podía ocurrir una transición democrática similar a la que había ocurrido en España. Se daba cuenta de que la dictadura mexicana no se parecía en nada a la franquista. En México el régimen parecía ser de izquierda, revolucionario y antiimperialista.
Gracias a su gran agudeza y a su penetrante intuición, Joaquim muy pronto entendió que detrás de las apariencias, el sistema mexicano ocultaba procesos de gran complejidad y sofisticación. México era un caso raro que había despertado la curiosidad tanto de periodistas como de politólogos de todo el mundo. México era un misterio y había provocado la envidia de muchos políticos que en América Latina intentaron reproducir (infructuosamente) el sistema en sus países. ¿Cómo instaurar un régimen autoritario sin necesidad de dar un golpe militar? La respuesta parecía ser un secreto bien guardado por los mexicanos.
La época en que Joaquim inicia su trabajo en México coincide con el proceso de transición democrática en gran parte de América Latina. La pregunta que él me hacía insistentemente era: ¿por qué en México no se iniciaba una transición democrática? Debo decir que la respuesta se puede encontrar en su brillante trabajo periodístico. Joaquim pudo comprobar que afloraban muchas señales de inquietud, la primera de las cuales había sido la gran crisis de 1982, el año en que se establece como corresponsal en México. A Joaquim le tocó cubrir una período de extraordinaria efervescencia, que incluyó el movimiento encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas, el asesinato de Luís Donaldo Colosio, el alzamiento neozapatista, la corrupta modernización salinista, la derrota del PRI en el 2000 y las desventuras de la izquierda durante la primera década del siglo XXI.
Muy pronto después de llegar Joaquim se sumergió en la realidad mexicana y obtenía una masa impresionante de información. Tenía una ventaja adicional: podía comparar lo que sucedía en México con lo que presenciaba en los países centro y sudamericanos que cubría. Joaquim seguía acribillándome con sus preguntas, pero en realidad la situación se había invertido. Yo aprendía de él mucho más de lo que podía enseñarle. Joaquim acabó siendo el entrevistador entrevistado. Entre nosotros había crecido una buena amistad y compartíamos el gusto por el reto intelectual de descubrir los mecanismos ocultos de la política latinoamericana. Debo decir que sus enseñanzas me ayudaron mucho en mis experiencias periodísticas. Todavía recuerdo con emoción cómo planeamos en 1990 la publicación, en La Jornada Semanal que yo dirigía, de un reportaje de Joaquim sobre la “piñata sandisnista”, que causó una gran conmoción pues revelaba los lados oscuros y corruptos del gobierno nicaragüense emanado de una revolución contra la dictadura. Esta singular situación no era difícil de entender desde México, donde las ideas de revolución y corrupción se habían hermanado en la práctica gubernamental cotidiana.
A Joaquim me unían muchos lazos. Nuestra común lengua materna, el catalán, fue siempre nuestro medio de comunicación cuando no había más gente. Nos acercaba nuestra fascinación por la política y nuestra antipatía por todas las formas autoritarias y dictatoriales de ejercerla. Compartíamos el gusto por la buena cocina, un terreno en el que él era experto y por el que nos guió a mi mujer y a mí; descubrimos gracias a él excelentes cocineros, como su amiga Carmen Titita, de El Bajío. Comprendí que su soledad impulsaba actitudes abiertas y una gran libertad, rasgos que caracterizaron su extraordinaria labor periodística. Creo que él aprovechó con inteligencia y creatividad lo que podía aportar mi mundo académico, a pesar de que le incomodaba la pedantería intelectual de muchos.
Con la muerte prematura de Joaquim he perdido un guía para orientarme en el espacio latinoamericano. Pero sobre todo he perdido un amigo en cuyo buen humor pesimista encontraba yo un apoyo constante. Su ironía me parecía imprescindible. Estoy seguro de que quienes fuimos sus amigos sentimos una profunda orfandad ahora que ya no nos puede apoyar con su talento y su agudeza. Sin embargo, nos quedará el recuerdo de sus consejos, sus críticas y sus bromas para ayudarnos a navegar por este turbulento comienzo de una nueva época. Los amigos verdaderos, aún cuando desaparecen, siguen siendo nuestros amigos para siempre.
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.