El demonio que inspiró la invención de las computadoras

Gestada durante el siglo XVIII, la idea de una inteligencia tan potente que pudiera realizar una cantidad ilimitada de cálculos obsesionó durante siglos a matemáticos, ingenieros y escritores por igual. La evolución de ese “demonio” ejemplifica cómo la imaginación es capaz de guiar la investigación científica y el avance tecnológico.
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Durante los años de la Revolución francesa, el matemático francés Pierre-Simon Laplace tuvo una idea que obsesionó a la comunidad científica en los siglos por venir: la posible existencia de una inteligencia tan potente que podría calcular matemáticamente la posición exacta de todas las partículas del universo. La idea de Laplace alimentó el deseo de que, al resolver cualquier ecuación y al calcular todo con certeza, podríamos eliminar todos los problemas y enigmas de este mundo. Por muchos años la idea de Laplace circuló entre la comunidad científica sin ningún nombre en particular, hasta que en el siglo XX la llamaron “el demonio de Laplace”. Una vez bautizada así, se volvería una referencia común en la ciencia y la filosofía.

¿Qué poderes tenía este formidable demonio de la ciencia? Como esta criatura conocía la configuración atómica exacta del estado actual del universo y podía calcular su trayectoria completa, él podía saberlo todo, incluso el pasado y el futuro. Este demonio no solo era omnisciente, también podía viajar a través del tiempo, sin encontrarse ninguna sorpresa en su camino. Para él, el pasado era prólogo, ya que poseía un registro perfecto de toda la historia del universo a través de todos los tiempos.

En el exitoso libro La máquina del tiempo (1895) del escritor H. G. Wells, el personaje principal usa una referencia al demonio de Laplace para explicar cómo podría funcionar un aparato para trasladarse al pasado o al futuro: “Supongamos que conoces completamente la posición y las propiedades de cada partícula de materia, de todo lo que existe en el universo en cualquier momento, supongamos, es decir, que fueras omnisciente.” Para alguien con tal conocimiento “si ‘pasado’ significara algo, significaría mirar en cierta dirección; mientras que ‘futuro’ significaría mirar hacia el otro lado”. Este ser no conocería ni el olvido ni lo inesperado. “Para un observador omnisciente no habría un pasado olvidado, ningún fragmento de tiempo que hubiera dejado de existir, ni un futuro en blanco de las cosas aún por revelar.” El tiempo básicamente desaparecería para él: “De hecho, el presente, el pasado y el futuro no tendrían significado para tal observador: siempre percibiría exactamente lo mismo. Vería, por así decirlo, un universo rígido que llena el espacio y el tiempo, un universo en el que las cosas son siempre las mismas. Vería una única serie inmutable de causa y efecto hoy y mañana y siempre.”

La idea de Laplace no nació del mundo de la ficción. Al contrario: los poderes de omnisciencia, previsión y predicción eran tan codiciados por los científicos que varios de ellos empezaron a experimentar con estas ideas con el fin de convertir estas especulaciones en realidad. El invento y desarrollo del cálculo diferencial fue un gran paso en esa dirección. Al usarlo para resolver las ecuaciones de las leyes de movimiento descubiertas por Isaac Newton, físicos y matemáticos podían calcular la trayectoria en el espacio y el tiempo de partículas tan pequeñas como los átomos o tan grandes como los planetas del sistema solar. Los cálculos eran complicados y laboriosos, pero teóricamente nada impedía extenderlos y aplicarlos a muchas cosas más allá de las partículas elementales de la física o las masas de la astronomía. El problema parecía ser solamente práctico.

La búsqueda de tal demonio motivó la construcción de máquinas informáticas de cálculo sumamente potentes. En un comienzo, se construyeron con engranajes de metal y palancas, luego se usaron tubos de vacío, y después se emplearon semiconductores y microchips. Pronto, los científicos se dieron cuenta de que aun las supercomputadoras más poderosas no alcanzarían el poder de tal demonio. Pero el problema parecía ser solo de escala. Para poder hacer cálculos aún más complejos, se empezaron a construir enormes granjas conectando computadoras en serie y creando las primeras redes informáticas.

Laplace mencionó su idea por primera vez en un artículo técnico sobre la teoría del cálculo publicado en 1773. En medio del texto, les pidió a sus lectores que se imaginaran un ser muy particular. “Si imaginamos una inteligencia [une intelligence] que, en un instante dado, abarca todas las relaciones de las partículas de este universo –escribió Laplace–, ella podría determinar para cualquier tiempo tomado en el pasado o en el futuro la posición respectiva, los movimientos y, en general, los apegos [afectaciones] de todos estos corpúsculos.” Una referencia posterior a esta “inteligencia” apareció nuevamente en la introducción de un libro innovador titulado Ensayo filosófico sobre las probabilidades publicado originalmente en 1814. En este libro, las matemáticas de Laplace dejaron el cómodo nido de la ciencia especializada y entraron al universo de las ideas, la política y la cultura. Laplace ayudó a cambiar la forma en que los ciudadanos comunes veían el mundo, incluyendo en su visión del mundo la estadística y las matemáticas para así entender mejor los factores que repercutían en su vida diaria, como por ejemplo cómo contraer un matrimonio beneficioso, de qué enfermedades probablemente morirían y a qué edades, cómo debían invertir sus ahorros y qué oportunidades tendrían (o de cuáles carecerían) a partir del lugar o el momento de su nacimiento. Al estudiar el comportamiento humano estadísticamente y en conjunto, Laplace inauguró el campo de la “física social” o la “sociología cuantitativa” que hasta la fecha es la base de innumerables estudios sobre las sociedades humanas.

¿Avanzará la ciencia hasta el punto de que algún día podamos conocerlo todo? Cuando Laplace escribió que su criatura imaginaria podría “saberlo todo”, lo entendía literalmente. Al igual que los astrónomos podrían predecir la trayectoria de un planeta en un momento futuro, sería posible seguir cualquier “molécula de aire o vapor”, aun la más ligera de este mundo, en cada paso de su camino.

El emperador Napoleón fue uno de los miles de discípulos que quedaron impresionados por Laplace y sus habilidades matemáticas e ideas filosóficas. Napoleón conoció por primera vez al científico cuando era un joven cadete del ejército que estudiaba en la École Militaire. Laplace había sido su examinador y el futuro emperador nunca olvidaría a su maestro. Cuando tomó el poder después del golpe de Estado del 18 de brumario (9 de noviembre de 1799), Napoleón lo nombró ministro del Interior. Su cargo comprendía reorganizar el Estado en Francia según sus ideas, excepto las finanzas públicas y la policía. Pero Laplace duró solo seis semanas en su nuevo puesto. El emperador pronto se dio cuenta de que, fuera de la universidad, la mente brillante de Laplace era, de hecho, bastante inútil. Su antiguo profesor de matemáticas, se lamentó, no podía “entender el verdadero significado de ninguna pregunta; buscaba sutilezas en todas partes, solo tenía ideas problemáticas y, en resumen, llevaba el espíritu de lo infinitesimal a la administración gubernamental”. Al darse cuenta de esto, Napoleón decidió que su antiguo examinador le serviría mejor “como ornamento, aunque no como instrumento, del Estado”. Para recompensarlo, le dio un buen salario y lo convirtió en conde del Imperio. El rey Luis XVIII elevó su nobleza a la de marqués.

Las ideas de Laplace pronto llegaron a Inglaterra. En 1831 apareció con gran éxito la traducción del Tratado de mecánica celeste. Los lectores ingleses quedaron atónitos, seducidos y alarmados a la vez por la visión secular y mecánica de Laplace y por las nuevas matemáticas que surgieron en torno a la política revolucionaria francesa. Entre los más importantes se encontraba el ingeniero Charles Babbage –conocido hoy como uno de los principales inventores de la computadora–. Babbage no perdió el tiempo y trató de construir una máquina, a la que llamó “Difference engine”, inspirada por las ideas de Laplace. El proyecto era tan costoso que ningún socio privado tenía los fondos suficientes para cubrir los gastos. Babbage tuvo que pedirle al gobierno británico que invirtiera en la fabricación de esta calculadora gigante con miles de teclas, engranajes, manivelas y palancas para procesar números de gran magnitud. Durante la vida de Babbage, la máquina quedó sin terminar, pero sus planos inspiraron a muchos otros a construir computadoras más rápidas y poderosas.

¿Qué tipo de máquina era el invento de Babbage? ¿Era una clase de inteligencia artificial que podía rivalizar o tal vez incluso superar a los humanos? ¿Cómo se comparaba con un ser pensante? “Yo mismo estoy asombrado –escribió Babbage a sus colegas reunidos en la asamblea general de la Real Academia de Ciencias en Bruselas en la primavera de 1835– por el poder que se me ha permitido darle a esta máquina. Hace un año no podría yo haber soñado que este resultado sería posible.” Unos años más tarde, cuando volvió a describir su máquina, citó directamente a Laplace. “Imaginemos un ser, investido con tal conocimiento”, e incluyó un extracto del pasaje relevante que Laplace había publicado años atrás en su Théorie analytique des probabilités. Babbage subrayó la importancia de estos nuevos “motores de cálculo” y explicó cómo el “ser” superior descrito por Laplace tenía que ser muy poderoso, pero no infinitamente poderoso. Solo necesitaba dominar un área de la ciencia, a saber, las matemáticas: “Si el hombre disfrutara de un mayor dominio sobre el análisis matemático, su conocimiento de estos movimientos sería más extenso; un ser que poseyera un conocimiento ilimitado de esa ciencia podría rastrear hasta la más mínima consecuencia de cualquier impulso primario.” Este “ser”, según Babbage, sería racialmente superior al humano, aunque inferior a un dios: “Por más encumbrado que lo pensemos respecto a nuestra raza, este ser aún estaría inconmensurablemente por debajo incluso de nuestra concepción de la inteligencia infinita.”

Lo más emocionante que Babbage encontraba en las ideas de Laplace era cómo delineaban la posibilidad de descubrir secretos ocultos y resolver crímenes pasados. En la visión optimista de Babbage, al calcularlo todo nunca nada se perdería permanentemente en el universo; ni siquiera en el fondo del océano. Incluso las aguas turbulentas servirían como depósitos y las olas del océano como mensajeros:

La ondulación en la superficie del océano provocada por una suave brisa o el agua quieta que marca la huella más inmediata de un pesado navío que se desliza con las velas apenas desplegadas sobre su seno son igualmente imborrables. Las olas momentáneas levantadas por la brisa pasajera, aparentemente nacidas para morir en el lugar que las vio nacer, dejan tras de sí una progenie interminable, que, reviviendo con energía disminuida en otros mares, visitando mil costas, reflejadas cada una y tal vez parcialmente concentradas de nuevo, seguirán su curso incesante hasta que el océano sea aniquilado.

La huella de cada canoa, de cada embarcación que haya perturbado la superficie del océano, ya sea impulsada por la fuerza manual o por el poder elemental, permanece para siempre registrada en el movimiento futuro de todas las partículas sucesivas que puedan ocupar su lugar. El surco que dejó es, de hecho, instantáneamente llenado por las aguas que se cierran; pero arrastran tras sí otras porciones más grandes del elemento circundante, y estas, una vez movidas, comunican movimiento a otras en una sucesión sin fin.

Ninguna acción podría ocultarse para siempre. “El aire mismo es una gran biblioteca, en cuyas páginas está escrito para siempre todo lo que el hombre ha dicho o la mujer susurrado.” Babbage les explicó a sus lectores y seguidores cómo crear un motor para procesar números potencialmente reveladores. “El aire que respiramos es el historiador infalible de los sentimientos que hemos expresado; la tierra, el aire y el océano son los testigos eternos de los actos que hemos realizado.” En una segunda edición de su famoso tratado sobre estas máquinas, las afirmaciones de Babbage sobre los poderes del “ser” imaginado por Laplace eran aún más fuertes. Podría “prever claramente y podría predecir absolutamente para cualquier período de tiempo, incluso el más remoto, las circunstancias y la historia futura de cada partícula de esa atmósfera”.

En mayo de 1837, frente a la costa de África, el barco de comercio Adalia navegaba ilegalmente con 409 esclavos a bordo. Cuando las autoridades intentaron capturarlo, el capitán del Adalia arrojó por la borda durante su persecución a “más de ciento cincuenta de los pobres desgraciados que iban a bordo, además de casi todas sus provisiones pesadas”. Babbage leyó este fascinante relato en el periódico The Western Luminary. ¿Qué habría pasado si el capitán del barco hubiera eludido su captura utilizando tan cruel e inhumana estrategia?, se preguntó. ¿Podría un científico como él concebir una forma de llevarlo ante la justicia? Babbage empezó a pensar que el trabajo de Laplace podría ser de utilidad aun en un caso como este. Incluso si el “amo cristiano” de tal embarcación de esclavos “pudiera escapar de la justicia limitada que finalmente el hombre civilizado asigna a los crímenes cuyas ganancias, durante mucho tiempo, han cubierto de oro su atrocidad”, aquel acto desalmado no se borraría de la historia universal. No habría crimen alguno que, teóricamente, quedara sin resolverse. Babbage arguyó que la conciencia moral de Europa dependía de la posibilidad misma de desarrollar este tipo de nuevas tecnologías. Deseaba usar las matemáticas para corroborar que todo lo que va, vuelve.

Cuando Babbage invitó a Charles Darwin a cenar a su casa de Londres, el gran naturalista se resistió en un principio. Su invitación era generosa y las cenas que organizaba eran animadas y divertidas. “Le estoy muy agradecido por haberme enviado tarjetas para acudir a sus fiestas –le escribió a Babbage– pero tengo miedo de aceptarlas, porque allí me encontraría con algunas personas a quienes he jurado por todos los santos del cielo que nunca salgo y, por lo tanto, me avergonzaría de encontrarlos ahí.” Un día pudo más la infinita curiosidad de Darwin y pronto se convirtió en un invitado habitual en la casa de Babbage.

Ya habían pasado algunos años desde que Darwin había vuelto de su ahora famoso viaje alrededor del mundo a bordo del hms Beagle. Ya en Londres tuvo que conformarse con estudiar los rituales de apareamiento de la fauna local en las fiestas londinenses de Babbage. Pero lo que se encontraba en esas reuniones era tan fascinante como lo que había visto en las islas Galápagos. En la casa del ingeniero, escribió Darwin con asombro, uno “puede ver el mundo”. Fue inevitable comparar lo que había observado en las plantas y animales del mundo salvaje y lo que ahora advertía en la intelectualidad y la alta sociedad londinense.

También le fue imposible evitar los planteamientos de Laplace que obsesionaban a su nuevo amigo. Al poner por escrito algunas de las principales ideas que animarían su obra maestra Sobre el origen de las especies, Darwin especuló sobre la posible existencia de “un ser infinitamente más sagaz que el hombre” con la capacidad de seleccionar “durante miles y miles de años todas las variaciones que tendieran a ciertos fines”. Entre paréntesis, señaló que esta criatura no se debía confundir con Dios. ¿Podría este ser engendrar especímenes nuevos? ¿Podría engendrar lo que quisiera? En sus notas, Darwin planteó la cuestión de si esta criatura, tomando en cuenta la alta cantidad de liebres, podría prever que “un animal canino estaría mejor teniendo patas más largas y una vista más aguda” y, a partir de esas características, producir un galgo. ¿Cómo se compararía el trabajo de este ser con el de los criadores comunes de perros, perdices y ganado de las granjas de Inglaterra? “Lo que un tonto ciego ha hecho en unos pocos años” no sería nada comparado con lo que “un ser que todo lo ve podría lograr en miles de años”. ¿Sería capaz de producir mejores animales o productos más suculentos? ¡Desde luego! Pero lo más alarmante, especuló Darwin, era que este ser sería capaz de producir “una nueva raza”.

Al situarse dentro de la perspectiva de un ser “que todo lo ve”, Darwin llegó a conclusiones preocupantes sobre cómo se podría manipular el proceso de evolución. Otros pensadores que acudían a las mismas fiestas de Babbage se asustaban de consecuencias que parecían ya estar a la vuelta de la esquina: ¿qué peligrosas secuelas podría tener la creación de máquinas con el poder de calcular mucho más allá de las capacidades humanas y con mucha mayor velocidad? ¿Podrían tal vez llegar a considerarse máquinas pensantes?

La traductora de Laplace al inglés, la matemática Mary Somerville, no era otra que la tutora privada de la aristócrata británica Ada Lovelace, hija del escritor Lord Byron. Como parte de su educación, Somerville introdujo a Lovelace a las obras de Laplace. También le presentó a Babbage, quien entonces estaba inmerso en el proyecto de construir sus computadoras. “A menudo íbamos a ver al señor Babbage mientras fabricaba sus máquinas calculadoras”, escribió Somerville, recordando sus días como tutora de Ada.

Lovelace quedó encantada con el trabajo de Laplace, su nuevo amigo Babbage y, sobre todo, sus máquinas. Se puso inmediatamente a su disposición ayudándolo a llevar a cabo su proyecto. En una carta a Babbage, le contó su entusiasmo: “Estoy trabajando muy duro para ti, de hecho, como el diablo (que tal vez lo soy).”

¿Podríamos, o deberíamos, calcularlo todo? ¿Cuáles son los límites y los peligros del pensamiento cuantitativo? Lovelace fue una de las primeras personas en hacerse estas preguntas. En 1842 publicó una traducción de un tratado sobre las máquinas de Babbage. ¿Podrían pensar? Lovelace respondió en unas discretas “notas del traductor” que firmó con sus iniciales. En ellas rechazó la impresión común de que una computadora podría considerarse un “ser pensante”. Sin embargo, después de hacer esta salvedad, se quedó asombrada ante la posibilidad de crear una “máquina de pensar o razonar”.

Babbage, Lovelace y tantos otros científicos que fueron seducidos por “el demonio de Laplace” nunca lograron disipar del todo la idea de que futuras máquinas de cálculo programables podrían volverse una especie de seres inteligentes y que, incluso, en algún momento podrían rivalizar con el ser humano. En los siguientes dos siglos, los científicos y filósofos reexaminaron las afirmaciones de Laplace, trabajaron duro para mejorar estas tecnologías y trataron de dar vida a su curioso ser imaginario.

El demonio de Laplace ahora vive entre nosotros en forma de calculadoras y computadoras. No es exactamente tal como lo imaginó su creador a fines del siglo XVIII, ni ha logrado todo lo que se creía de él, pero está aquí tanto más fuerte y poderoso en otros aspectos. Los científicos no son los únicos que han logrado convertir al demonio de Laplace en una realidad palpable. Todos nosotros ayudamos a la causa de este demonio cuando usamos este tipo de tecnologías, y también cuando actuamos predeciblemente y ponemos en marcha un plan o un algoritmo, o cuando seguimos ritos y costumbres repetitivas, o simplemente cuando incorporamos datos en nuestro calendario para asegurarnos de cumplir con los compromisos prescritos a plazos. Lo ayudamos siempre y cuando actuamos de manera esperada, sea conscientemente o no, en público o en la intimidad. ~

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(Ciudad de México, 1973) es física e historiadora de la ciencia. Es autora de A tenth of a second: A history (University of Chicago Press, 2009).


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