Hace unas semanas acudí a la Feria Internacional del Libro en Jerusalén para participar, junto con escritores de Polonia, Rusia, Serbia, Hungría y otros países, en una mesa redonda sobre el tema "Solución de conflictos: historia y representación literaria". Para mi sorpresa, los ponentes tuvieron muy pocas cosas que decir sobre la palabra "solución" y muchas sobre "conflicto". Todos, a su pesar, se refirieron a sus guerras y revoluciones como surtidores de grandes tradiciones literarias, y lamentaron la mala literatura que han prohijado, casi siempre, la armonía y la paz.
México, dije a mi vez, no es una excepción a esa regla ni puede ofrecer lecciones en la resolución civilizada de conflictos. La historia mexicana es un paisaje volcánico con erupciones violentísimas seguidas de largos periodos de paz, pero no una paz concertada por las partes sino una paz impuesta por un vencedor. Y en todos los casos, las erupciones -no la monótona paz- tuvieron una representación gloriosa en la literatura.
Me referí con brevedad a la Conquista y a la Independencia advirtiendo -para sorpresa del auditorio- que la paz de los tres siglos virreinales nunca fue objeto de mayor valoración. Recordé la vasta literatura mitológica que se escribió en torno a ambos conflictos: en el primer caso (con excepciones, como la obra de Bartolomé de Las Casas) la Conquista fue representada como una obra de la Providencia; en el segundo, como una reivindicación del mundo Mexica. Fantasear una "solución pacífica" de la Conquista parece ocioso. Imaginar lo mismo para la Independencia no lo es tanto. El conflicto se habría evitado si, como hizo Portugal, España hubiera aceptado la libertad de sus colonias y enviado un vástago de la casa real para gobernarlas.
Me detuve un poco en el siglo XIX. Recordé la oportunidad que tuvieron liberales y conservadores para resolver sus diferencias en santa paz: la mayoría en ambos bandos, aunque católica, era moderada y practicaba un liberalismo abierto y tolerante, alejado de los fanatismos religiosos. Por desgracia, el diálogo intelectual y el debate parlamentario no prosperaron. Debido sobre todo a la intolerancia de la Iglesia, en 1858 el país se precipitó en una tercera erupción, la "Guerra de Reforma".
El recuento de la era liberal fue sencillo: casi medio siglo de paz (que nadie valora tampoco) sustentada en una nueva narrativa histórica -o más bien meta histórica- que cabe resumir así: el triunfo de los liberales frente a la Iglesia y los conservadores representaba la reversión definitiva de la Conquista. Esta mitología negaba la presencia española y católica, la que había dado la lengua, el arte, la religión, las costumbres, los valores arraigados en el pueblo. Esa mitad permaneció soterrada y latente, hasta irrumpir de nuevo, con extraordinaria furia y nuevos contenidos sociales, en la siguiente y cuarta gran erupción del volcán mexicano: la Revolución de 1910.
Sostuve que el conflicto pudo haberse evitado con un poco de buena fe. En cualquier caso, sobrevino una nueva guerra civil, que duró diez años y cobró cerca de un millón de vidas. Y como en las erupciones anteriores, la narrativa recreó y justificó la guerra en términos míticos: el pueblo, oprimido por el tirano y el orden liberal, no tuvo más remedio que tomar las armas y buscar su redención social.
El país volvió a vivir largas décadas de paz (que solo ahora comenzamos a valorar). Pero el "orden revolucionario" tampoco propició la resolución concertada de los conflictos. Por eso, cuando en 1968 el movimiento estudiantil planteó una modesta liberalización democrática, el gobierno lo reprimió de manera sangrienta.
Luego de Tlatelolco, el régimen perdió legitimidad y no pudo recurrir a su vieja narrativa. Quedaba el camino de una nueva erupción revolucionaria (que llevaba a cabo un sector de la izquierda) o la democracia, que a principio de los ochenta propuso un pequeño sector de pensamiento liberal. Esta idea prendió por diversos motivos, entre ellos la corriente internacional de apertura política y la caída del Muro de Berlín. La gente, sencillamente, dijo "basta". A pesar de sus momentos traumáticos (la rebelión neo zapatista, el asesinato de Colosio) el tránsito a la democracia fue ordenado y concertado. Convergieron en él casi todas las fuerzas políticas. El triunfo se alcanzó en 1997 y se consolidó en el 2000.
Por desgracia, ante aquel auditorio no pude ostentar nuestro tránsito a la democracia como un ejemplo a seguir. La armonía nos resultó insoportable, inhabitable y casi banal. Lo nuestro ha sido siempre el conflicto. Al desaparecer el poder central del presidente, México se volvió más libre pero sus fuerzas políticas (federales, estatales, locales, partidarias, corporativas, sindicales, fácticas) han sido incapaces de llegar a un acuerdo mínimo para modernizar al país (y aún para combatir el poder de las fuerzas criminales). Conquistamos la democracia pero nos faltan sus costumbres: diálogo, debate, crítica, tolerancia ante la pluralidad, espíritu de negociación, sentido práctico, capacidad de escuchar al otro y, sobre todo, sabiduría para ceder una parte del poder propio en abono del bien común. Una madeja de intereses creados, públicos y privados, monopólicos casi todos, nos mantiene inmovilizados. Por eso la pobre democracia mexicana no ha tenido "quien la escriba". Y por eso florece la narrativa de la narcoviolencia. Recordé a Borges: "México vive fijo en la contemplación de las querellas de su pasado". En la contemplación y la reedición.
Pequeño consuelo: todos los países reunidos en aquella mesa redonda están más o menos igual. No se acostumbran a las soluciones concertadas ni han creado una narrativa para la paz. Tal vez a muchos países les queda bien aquella línea de Tolstoi en La Guerra y la Paz: "Todas las familias felices son iguales; todas las desdichadas lo son de manera distinta". Y la desdicha, para efectos narrativos, es mucho interesante que la felicidad.
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.