Por la salud pública

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La civilización ha mejorado. Si antes los gobiernos revolucionarios guillotinaban a sus enemigos, ahora los enjuician y sacan de sus cargos públicos o los ponen detrás de rejas. No puede negarse cierto progreso moral. El objetivo, empero, sigue siendo el mismo: no cooperar; no compartir el poder. ¿Por qué? Porque tal cosa exigiría hacer concesiones y llegar a acuerdos, algo que es inconcebible para políticos dogmáticos como, por ejemplo, el presidente Morales y sus colaboradores; ellos están tan convencidos de llevar siempre la razón que hace poco se dieron el lujo de poner a Bolivia en contra de 150 países (incluyendo todos sus aliados geopolíticos), a fin de rechazar el documento de la cumbre climática de Cancún.

Los políticos dogmáticos dividen el mundo, maniqueamente, en dos: un “ellos” que es la suma de los viciosos y sus desgracias, y un “nosotros” que encarna la salvación nacional (y también mundial, como se vio en Cancún). Y que por tanto no puede darse el lujo de la más mínima distracción. El dogma obliga, presenta sus exigencias: si “ellos” no quieren observarlo (y por eso justamente son “ellos”) entonces tienen que pagar; por eso en el patíbulo de los medios internacionales la Ministra de Ambiente de México es separada limpiamente, con un golpe simbólico de cuchilla, de su buena reputación –como castigo por haber orquestado la firma casi unánime del documento de Cancún…

Bolivia tiene su propio Dr. Guillotin; se trata del jurista Héctor Arce, quien inventó una máquina que, a tono con los tiempos, sólo corta cabezas en un sentido metafórico, cabezas de instituciones públicas. Se trata de una ley que permite derrocar a gobernadores y alcaldes con el solo trámite de denunciarlos formalmente ante la justicia. La materia de la denuncia queda librada a la imaginación de los conspiradores, pero sin duda los cargos más útiles son los de corrupción, puesto que en sociedades como las nuestras nadie se atrevería a asegurar que un tercero, y menos aún un político, sea completamente honesto. Triple sanción, entonces, y antes de que la acusación haya siquiera sido considerada por el juez: alejamiento del puesto, daño económico debido a la necesidad de seguir defendiéndose uno por cuenta propia, y desprestigio moral (y, habría que añadir, pérdida de la alegría de vivir).

Un mecanismo así termina causando víctimas fatales. Véase el caso de Sócrates, quien decidió no huir, como querían sus acusadores (lo mismo desean ahora) y terminó bebiendo la cicuta. Por cierto este ejemplo tiene potencial, ya que en la época del filósofo la revolución política, el tan mentado “cambio de élites”, también se peleaba en los tribunales. Y porque a Sócrates lo acusó un “comité de defensa de la salud pública”, griego y de la época, por delitos en contra, justamente, de la “salud pública” (“deshonrar a los dioses”), y que entonces eran tan infamantes como los actuales de corrupción. En fin, porque lo condenó un tribunal de representantes populares excitados en contra suya a causa de su fama de hombre reaccionario, que no seguía el dogma del momento.

Un ejemplo feliz, excepto porque lleva a comparar a los actuales perseguidos bolivianos o venezolanos con Sócrates, lo que, claro, carece de sentido. En primer lugar, porque casi todos ellos han huido…

En cualquier caso, la mención a Sócrates nos obliga a pensar de nuevo la afirmación del comienzo: ¿hay progreso moral? Yo diría que sí, lo creo de todas maneras, pero también pienso que este es sinuoso del todo y que, además, puede desvanecerse en cualquier momento. En Atenas los poderosos fueron, en determinada época, más flexibles (Sócrates diría: relativamente), luego se usaron castigos peores, la cosa adquirió un sesgo industrial con la guillotina (antecesora de otras máquinas de asesinar), y el furor llegó a tales extremos que resultó imprescindible atemperarlo mediante la lucha por los derechos humanos, controlarlo con la democracia moderna. Sin embargo, nada nos garantiza que en el futuro el autoritarismo no empeore, o vuelva a desatarse una vez más. Los signos de ahora, más bien, hacen temer lo contrario.

– Fernando Molina

(Imagen tomada de aquí)

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Periodista y ensayista boliviano. Autor de varios libros de interpretación de la política de su país, entre ellos El pensamiento boliviano sobre los recursos naturales (2009).


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