Participé dos años en el seminario que Antonio Alatorre dictaba en el posgrado de la facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Una reunión vespertina, en un salón pequeño, con una decena de estudiantes alrededor de la mesa que él presidía con desenfado sabroso, con una frescura acorde a su catadura de duende veterano, una pizca de pícaro de Velázquez y otra de cura de El Greco.
El curso habrá tenido algún título intimidatorio, pero en realidad no consistía en otra cosa que leer poesía. Se llegaba a la clase con un poema bien leído y estudiado y se platicaba sobre él. Al terminar, se pactaba cuál sería el de la semana siguiente, de Quevedo o los Argensola a Neruda o Villaurrutia. La única condición era que fuese un poema de verdad.
La conversación carecía de desperdicio. Yo llegaba anticipando el placer de ponerme en juego y de escuchar a Antonio disertando, distrayéndose, evocando. Guiaba la charla con pericia y con paciencia, con timidez calculada; escuchaba, discutía con sabiduría viva, salpicada de chispas sabias, comparaciones inauditas, detalles retóricos minuciosos, lúdica atención al detalle. Una mezcla exacta de erudición y amor a la lengua y a su respiración más alta, la poesía: era filología en serio.
La insistencia suya en que se trataba de platicar contenía una reivindicación contraria al desdén que, por esos años, los teóricos franceses habían adoptado contra cualquier aproximación subjetivista (la causerie que irritaba a Barthes) a lo que insistían en llamar “el texto”, terminajo que Antonio juzgaba irrespetuoso. Lo enfadaban los exabruptos teóricos, pero su resistencia a las modas no era una veleidad ni un desplante: le interesaba la parte del poema que se escapaba de todas las teorías, sobrevivía autopsias y hermenéuticas y dejaba, sobre el alma, un vivo rescoldo inexplicable.
Hace unos meses leí Flores de sonetos (2009), un ensayo comparativo entre algunos sonetos clásicos españoles y su gestación italiana, que es fascinante, así como sus Cuatro ensayos sobre arte poética (2007) libro luminoso y laborioso sobre asuntos de rima, métrica y retórica. Este último aparece en la colección “trabajos reunidos”, perfecta idea de El Colegio de México para preservar los ensayos que dejaban, más o menos descarriados en revistas especializadas, sus grandes maestros: Antonio, Tomás Segovia, Margit Frenk… (No puedo sino pensar en qué suerte tuve, y qué orgullo: ¡fui alumno de los tres!)
El filólogo Antonio Alatorre nació en Autlán, Jalisco, en 1922.
Murió ayer, jueves 21 de octubre de 2010, en la ciudad de México.
Aeternum vale.