Un día descubrí en la televisión argentina un peculiar programa de debate. A diferencia de las solemnes mesas de análisis en México, los panelistas aquí polemizaban apasionadamente sobre la situación política y económica del país. La mayoría coincidía en que el panorama no podía ser peor. Había solo un invitado pro-Cristina Kirchner que estaba en claro desacuerdo. Lo malo es que, en vez de presentar argumentos, se dedicaba a atacar a los otros panelistas. Los interrumpía, se reía de ellos, les gritaba y los descalificaba. Parecía que más que ir a debatir, iba a reventar el debate. Pregunté a mis familiares si no había nadie que pudiera presentar con más inteligencia los argumentos del gobierno. Me dijeron que el kirchnerismo nunca debate ni argumenta, sino que agrede con un discurso visceral, a quienes osan criticarlos.
Ese es tal vez el mayor pecado de los largos años del gobierno kirchnerista: transformar a Argentina en un escenario para la ópera política protagonizada por Cristina y por “Él”, el fallecido Néstor Kirchner, presente en espíritu e invocado por su viuda a la misma altura que Dios y la Patria. En la narrativa “K”, Néstor y Cristina han sido la versión siglo XXI de Juan Domingo y Evita Perón, líderes cuya autoridad emana no de las leyes o de las instituciones, sino de sus atributos personales: aguerridos idealistas y justicieros sociales, defensores incansables de la soberanía nacional y protectores del pueblo ante los embates de las rapaces élites extranjeras y sus aliados locales.
Como todo discurso populista, el del kirchnerismo requirió construirse enemigos internos y externos para legitimarse. En lo externo no lo tuvieron difícil: el imperialismo y el neoliberalismo, representados por los “buitres” acreedores de la República. Pero en lo interno, la lista de adversarios mortales crecía año tras año. Un día los malos eran los productores del campo. A ellos se sumaron los medios de comunicación, después los opositores, luego los estudiantes argentinos en el extranjero, la iglesia, los fiscales y los jueces. Así, la retórica del kirchnerismo fue volviéndose más agresiva, viendo en cada crítica una conspiración, en cada grupo que no estaba de acuerdo un enemigo, y en cada decisión legislativa o judicial que no les agradara, una traición a Argentina. Y Argentina, para los “K”, es lo mismo que Cristina.
Esta forma de gobernar dividiendo eclipsó los logros del gobierno, como la expansión de los sistemas de seguridad social, y magnificó sus desaciertos, sobre todo en el terreno de la política económica. El disparate se volvió un invitado frecuente en los largos discursos de la presidente en cadena nacional. Si a ello le sumamos el crecimiento exponencial de la corrupción en las instituciones públicas a todos los niveles, el incremento de la inseguridad y el debilitamiento sistemático de la clase media y empresarial por el desastroso manejo de la economía, los sueños de Cristina de prolongar su poder se convirtieron en una pesadilla para muchos argentinos.
Eso se reflejó este domingo en las urnas. El candidato kirchnerista a la presidencia, el exgobernador de la Provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli, apenas superó (36.1%) al candidato de centro derecha, Mauricio Macri (34.9%), exalcalde de la ciudad de Buenos Aires. Dado que ninguno llegó al 40%, en tres semanas se enfrentarán en una segunda vuelta. Los analistas creen que Macri ganará, porque el kirchnerismo llegó a su techo de votantes, mientras que el exalcalde porteño sumará los votos del descontento anti-K que en la primera vuelta se fueron por otros candidatos.
Son muchas las razones que explicarían este resultado, pero a mi me parece interesante analizarlo desde la perspectiva de la comunicación. Lo que creo es que el kirchnerismo se quedó sin discurso. Los excesos, los escándalos y el protagonismo histriónico de Cristina Kirchner ocasionaron que su movimiento político no sobreviva a su propia personalidad. Sin ideas ni valores que lo unificaran y que le dieran contenido a su retórica, Scioli quedó como defensor de un régimen en el que ni él parece creer. Y si uno no está convencido, entonces no puede convencer a nadie.
La pregunta clave que un candidato oficialista tiene que responder en sus discursos es ¿qué tenemos que perder con un cambio y qué ganamos con la continuidad? Scioli nunca logró construir una respuesta creíble, ni articular una visión de futuro atractiva. Su campaña se quedó en un plebiscito sobre el gobierno “K”: a favor o en contra de que Cristina se vaya para siempre del poder. Sumemos a eso la falta de carisma del candidato y tremendos errores de campaña, como irse de vacaciones a Italia en medio de una inundación desastrosa en su provincia, o no presentarse al primer debate presidencial, y tendremos una receta muy buena para la derrota.
Macri, por su parte, tampoco es un derroche de carisma o de retórica encendida. Al escucharlo hablar, pienso que a su discurso le falta generar mayor esperanza y entusiasmo. Su mensaje de cambio es demasiado simple: él no es Cristina. De hecho, en un spot Macri hace una lista de “lo que no va a hacer”, que es todo lo que ha hecho mal la presidente Kirchner. ¿Eso es suficiente para emocionar a la gente? Tal vez no en otro país, pero en la Argentina de 2015, no ser Cristina Kirchner ni su candidato es una ventaja clave que acerca a Macri a la victoria en esta elección, que más que un duelo de propuestas y discursos atractivos, es el juicio ciudadano sobre una personalidad que ha dividido profundamente a Argentina. Conoceremos el veredicto final en tres semanas.
Especialista en discurso político y manejo de crisis.