Junto con Guyana y Surinam, Paraguay es el país más imposible de Sudamérica. Su territorio comparte menos fronteras con Argentina, Brasil y Bolivia que con la fe y la especulación. Con ello no pretendo ser xenófobo, sino puntual: en un subcontinente protagonizado por sangrientas dictaduras, guerras territoriales, reiteradas promesas de ingreso al Primer Mundo y mesianismos políticos sin redención, Paraguay ha brillado por su ausencia. Siendo un país que tuvo dos dictadores (José Gaspar de Francia y Alfredo Stroessner) dignos de competir con Porfirio Díaz, Augusto Pinochet o Jorge Rafael Videla; que perdió gran parte de su territorio y población civil en la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870), instrumentada por el Imperio Británico y ejecutada por Argentina, Brasil y Uruguay; que durante dos décadas (1970-1990) tuvo el crecimiento económico más alto de América Latina gracias a la construcción de la hidroeléctrica de Itaipú, pero que aún no logra recuperarse de las crisis financieras surgidas durante el mandato de Juan Carlos Wasmosy (1993-1998); que con la elección en 2008 del exobispo Fernando Lugo expulsó del gobierno al Partido Colorado, que retuvo el poder durante más de seis décadas, pero también atrajo el reconocimiento legal de los incontables bastardos del presidente; siendo, en resumen, un país con méritos de sobra para integrar la decepción latinoamericana, Paraguay se quedó al margen, al filo del espejo. Su modestia le impide corregir a los asépticos que lo juzgan como una excrecencia de la historia, a los sordos que lo confunden con una disonancia tropical.
Invitado por la Embajada de México en Paraguay y por la Comisión Nacional de Conmemoración del Bicentenario de la Independencia en aquel país, asistí los primeros días de marzo a un Encuentro Internacional de Poetas que ostentaba el subtítulo “La poesía como espacio de libertad” (o, dicho en buen guaraní, Ne ‘ẽpoty ha’e pal ũ sãso rehegua). Por “internacional”, sus generosos organizadores entendieron la presencia de un estadounidense nacido en Ceilán, que vivió durante años en Monterrey y ahora, por labores diplomáticas, radica en Perú; un chino que publicó varios libros de poesía y manuales de autoayuda con igual éxito de ventas en Taiwán; un exparisino que debió desquitar el viaje pagado por su embajada con cursos de día, tarde y noche para la Alianza Francesa de Asunción; un venezolano que parecía representar comercialmente el güsqui que bebía mientras fotografiaba a las poetas jóvenes del encuentro para su colección particular y defendía el proyecto de cultura del régimen chavista; un cubano que improvisaba décimas a gritos y que llevaba bajo el brazo su poesía reunida con letra de molde; una argentina que había leído a Borges “en alguna ocasión”; tres brasileños y dos uruguayos que nadie vio nunca, veinte paraguayos ilustres y yo, que huí a Buenos Aires cinco días después.
Naturalmente, hay algo de impostado en mi estupefacción; mis pocas referencias del país bastaban para estar prevenido. Recuerdo que el temario de un curso en la universidad, titulado “Civilización y barbarie”, incluía Yo el supremo (1974) de Augusto Roa Bastos, obra maestra del escritor paraguayo más posible de todos. Gracias a Philippe Ollé-Laprune y a mi padre conocía un par de anécdotas del escalofriante Dr. Francia, protagonista de la novela de Roa Bastos: la ceremonia en la cual se fusilaba la camisa usada un día antes por el así nombrado “Dictador Perpetuo”; la muerte por azote que éste dio a un recién nacido para castigar a su madre, una mujer humilde que no supo reconocerlo en público. La última referencia era el futbolista Salvador Cabañas, exdelantero del América, cuyo cerebro es hoy la casa-museo de una bala perdida. Pero ni siquiera mi conocimiento parcial de la obra de Roa Bastos, del legado político del Dr. Francia y del milagro médico de Cabañas pudo halagar a mis anfitriones, que juzgaron con inofensiva dureza mi extrañamiento, única forma del asombro que supe demostrarles.
Una vez concluidos los trabajos del encuentro, celebrados durante tres días en la Sala de Sesiones del Congreso Nacional, salía apresuradamente a recorrer el microcentro de Asunción. Con un calor de 38ºC y una humedad del 80%, la breve caminata desde el Congreso hasta el hotel y, de ahí, al puerto del río Paraguay escoltado por favelas, se parecía más a la conquista espiritual de la selva amazónica.
Entre la insolación y el desconcierto, opté por una suerte de pasmo contemplativo a la sombra de palmeras y árboles frutales. Tanto Mariscal López, la avenida más importante de Asunción, como Villa Morra, su barrio hipster, me recordaron el esplendor artrítico de la Av. Chapultepec y de algunas colonias de Guadalajara: quintas convertidas en gimnasios, bares, embajadas y centros comerciales; estampas que exigen el ojo atento del restaurador antes que la mirada perdida del turista, y en las que uno debe esforzarse por reconocer un pasado glorioso detrás de las enredaderas, el óxido, la pintura descarapelada y el salitre. Detuve mi excursión a la hora de la comida y regresé al hotel. Antes de dormir la siesta, volteé hacia la mesa de noche para apagar la luz. Allí encontré, por cortesía de los organizadores del encuentro, un número de la revista Trilce, heroicamente editada desde 1964 por el poeta y traductor chileno Omar Lara.
Con un criterio más divulgativo que antológico, el paraguayo Jacobo Rauskin había preparado una muestra de la poesía “contemporánea” de su país —que incluía, entre otros, a los novísimos Josefina Plá (1903-1999), Elvio Romero (1926-2004) y el propio Roa Bastos (1919-2005). Con el paso de las páginas, tuve que soslayar el adjetivo de la muestra y emprender un ejercicio semejante al de mirar las antiguas quintas de Asunción: desprender las capas de verso que fueron acumulándose hasta ocultar la poesía. La mayoría de los autores vivos formaban parte del “Grupo de los 20” que representó a Paraguay en el encuentro y, salvo por algún destello de gracia involuntaria, la muestra —en la que figura con justicia el propio Rauskin— pone en claro que la fertilidad es asunto de agricultores, y la poesía una atracción banal, un amour fou no correspondido. Léase, si no, “Danza de las horas”, un sentido hai-kú de Rubén Bareiro Saguier (1930):
La mañana huele a cascarita de limón.La siesta a cáscara de naranja.
La noche a cáscara seca.
O el poema “Canto” de Luis María Martínez (1933), que comparte el mismo ardor escolar del “Vate” López Méndez:
Canto…y se me olvida el hombre que me habita,
es decir, se hace olvido
mi peso y mi razón y mi atavío,
y se me torna el todo en fantasía.
¡Y se me torna en halo el pensamiento
y en éxtasis completo la poesía!
(…)
Canto y canto
con éxtasis supremo;
vale decir, con pleno encantamiento.
¡Canto!
Sembrada de buenas intenciones, la muestra excluyó los poemas infernales de la que, en mi opinión, es la mejor poeta viva de Paraguay: Montserrat Álvarez (1969). Nacida en Zaragoza, España, y criada en Lima, Perú, Álvarez radica en Asunción desde hace veinte años; paraguaya imposible, tiene el doloroso privilegio de contemplar un mundo hecho añicos a través de un espejo perfectamente intacto y azogado. Aunque recuerde por instantes la entonación profética de Olga Orozco, la sanguínea de Idea Vilariño o la testimonial de Antonio Cisneros, la poesía de Álvarez resulta inconfundible, rabiosamente personal y, sin exageraciones, clásica. Una obra dueña de su tiempo y digna de su páthos, una aguja filosa y reluciente en un pajar.
Por dormilón y distraído, me perdí la lectura de Álvarez el último día del encuentro. Más por estupor que por envidia, imagino que dejó un sinfín de caras largas entre los poetas que tomaron las curules del Congreso Nacional. Sobre todo, la imagino dando voz —una voz “sucia y artera” frente a la limpieza moral y el escrúpulo poético— a “Todos aquellos”, una oración que los asistentes del encuentro debimos haber rezado al escucharla:
Los que no tenían nada que perder y lo perdieron todo, es decirlos que de ningún modo tuvieron nunca nada que ganar
(…)
Los que antes de salir de la oficina para no volver nunca
y antes de recoger
su almanaque del año, sus papeles ya inútiles
y su pisapapeles le dan las buenas tardes cortésmente al patrón que los ha despedido
(…)
Hombrecitos
con corazón de perro leal y sin astucia Cada mañana
cumpliendo sus deberes sin esperanza
pero a cabalidad Cada mañana mascando tostaditas
rancias con margarina tan pudorosamente, dirigiendo
sus correctos modales su consideración su humilde cortesía
mesocrática tan colmada de buena y respetuosa voluntad
al enorme, soez, indiferente
monstruo llamado Mundo
Los que creen
que nada valen y que nada aportan
Aquellos que aplacan
un poco a los demonios
con su pequeño y diario morir sin acusar Los que impiden
que ahora mismo nos matemos a mordiscos…
Hubiéramos comprendido que el reino de este mundo no pertenece, como Borges pensaba, a los justos con iniciativa, sino a “todos aquellos” de Álvarez: los que escriben poemas con el fin de divulgar su “miserable milagro” (Henri Michaux); los funcionarios que organizaron un Encuentro Internacional de Poetas criticones y mediocres; los compañeros de asiento que aceptaron con gusto el vaso de refresco tibio que nos dio una azafata durante el vuelo de Asunción a Buenos Aires.
– Hernán Bravo Varela
(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).