¡Y el torero, solo corazón arriba!

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La gente dice “viva los hombres” cuando lo ven torear.

“Francisco Alegre”, Concha Piquer.

El 5 de julio de 2009, la Monumental de Barcelona asistió a una corrida imperfecta. José Tomás sufrió dos cogidas, aunque siguió toreando a esa velocidad tan suya, como intentando llegar a un lugar que los demás no vemos, tirando hacia delante con “esa testarudez que se arraiga en los cojones”, según Zabala de la Serna. Los toros no fueron perfectos, ni cada pase limpio, pero Tomás acabó cortando cinco orejas y nadie acusó al presidente de ser demasiado generoso. Entre la salida del primer toro de Núñez del Cubillo y la de un José Tomás victorioso, seis toros después, habían sucedido cosas en el ruedo que la mayoría de aficionados no sabríamos explicar, pero que los presentes sí supieron premiar con las cinco orejas. El mismo hálito galvánico conecta a miles de personas cuando aparecen Leo Messi o Roger Federer, a los que al menos el resultado objetivo sí premia con la Copa de Europa o la de Wimbledon.

La escena podría no llegar a repetirse. El 15 de diciembre, el parlamento catalán votará la Iniciativa Legislativa Popular, una ley con la que se podría prohibir el toreo en esa comunidad. Otra comunidad autónoma, Canarias, ya siguió esta senda en 1991, pero la tradición taurina de las islas era insignificante. La Monumental de Barcelona, plaza con capacidad para casi 20.000 almas, es otra cosa. Más allá de la corrida de Tomás, un fijo en los carteles del ruedo barcelonés, los espectadores de la Monumental llevan acudiendo a corridas míticas desde 1914.

Aunque los partidos que han promulgado la ley antitaurina lo hacen aduciendo la defensa de los derechos de los animales, resultaría poco serio obviar que la ley ha sido apoyada sólo por la extrema izquierda nacionalista: Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) e Iniciativa per Catalunya (IPC). Frente a ellos se sitúa la derecha, el Partido Popular, y Ciudadanos de Cataluña, una plataforma transversal pero claramente españolista. En medio, la derecha democristiana catalanista, Convergencia i Unió, y el Partido Socialista de Cataluña, de izquierda, pero que apoya al PSOE en el gobierno. Estos dos últimos han decidido otorgar la libertad de voto a sus parlamentarios, algo poco usual en la política española.

La guerra cultural tras el intento de prohibición resulta paradójica. Mientras que Lluís Companys, histórico líder independentista, asistía hace 70 años a las corridas en la Monumental, la Fiesta ha terminado por identificarse con el estado español y sus tradiciones. A unos kilómetros de Barcelona, en la Francia catalana, el toreo se esgrime por el movimiento independentista como particularidad cultural del pueblo catalán frente al gobierno francés. En España, sin embargo, tanto ERC como IPC piden la prohibición de la llamada Fiesta Nacional, pero no así del correbous, una tradición exclusivamente catalana en la que al toro se le prenden dos fuegos sobre los cuernos antes de soltarlo por las calles del pueblo. Algunos medios, como el New York Times , han visto en la ley el reflejo de un creciente provincianismo en Cataluña. Este factor, unido a la preocupación por un mayor intervencionismo por parte del gobierno catalán, puede llevar a los diputados más moderados a votar contra la ley.

Las posibilidades con las que cuenta la moción de prosperar son una incógnita. En una rara entrevista al programa de radio esToros, el empresario taurino Antonio Matilla declaraba que, según los cálculos y sondeos, su causa estaba a veces “4 votos arriba, a veces 4 votos abajo”. Mientras, muchos toreros, el propio José Tomás incluido, han hecho bandera de la causa y hacen esfuerzos por apoyar la tauromaquia en la ciudad Condal. A veces estos esfuerzos son algo torpes, más apoyados en la ocurrencia que en el movimiento cívico organizado. Pero es comprensible: el torero nunca se ha enfrentado a una situación similar. De pronto, éste se convierte en blanco del odio de un sector significativo de la población regional, y algunos reaccionan con exabruptos. Sin embargo, la mayoría ha optado por un silencio prudente, a la espera quizá de la reacción de uno de los grandes o de una respuesta pactada y en masa del mundo del toreo.

José Tomás no siente miedo: eso adoran sus seguidores y le achacan sus detractores, que ruegan que observemos las diferencias entre un inconsciente y un torero. Pero, ¿y nosotros qué sabemos? Los toreros están hechos de otra pasta. Tampoco aprecian sus detractores esa aura de Tomás que le encumbra incluso en faenas imperfectas, como la del 5 de julio en Barcelona. Pero es para eso (aunque no sepamos lo que es eso), y no para la reivindicación, que están los toreros. Las leyes que les colocan fuera de su mundo recuerdan a la incertidumbre de Yuri Zhivago ante una realidad bélica y burocratizada: su forma de actuar siempre parece inadecuada, y el lector desearía verle de vuelta en su antiguo mundo, donde una vez pudo salir adelante con normalidad. No sabemos si eso será posible en Barcelona, donde los asistentes a cada gran corrida se encuentran con numerosos grupos de activistas increpándoles a la entrada de la plaza. Incluso si la ley es rechazada, habrá un largo camino por recorrer hasta que la fiesta se normalice de nuevo; un camino tan largo como el que llevó a Cataluña de tener a un presidente, Companys, que llegó a presidir una corrida en la Maestranza de Sevilla a otro, Montilla, que ahora oculta su condición de aficionado a los toros por culpa de la presión de la opinión pública.

– Alex García-Ingrisano

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