En dos entregas anteriores me he ocupado de aplicar la teoría de las generaciones a la vida política postrevolucionaria, comenzando por el PAN y el PRD. Toca su turno al PRI, pero antes permítaseme un recuento.
En el PAN, la “Generación fundadora” (nacida entre 1890 y 1905 y representada por Manuel Gómez Morin) aspiró a “bregar eternidades”; la “Generación consolidadora” (1905-1920) bregó, en efecto, esas eternidades; la “Generación crítica” (1920-1935) desesperó de bregarlas y la cuarta, la “Generación de la ruptura”, con Vicente Fox a la cabeza, decidió no bregar más. La ruptura del paciente paradigma la llevó al poder ejecutivo, pero la misión de Fox pareció agotarse en un acto: sacar al PRI de Los Pinos. No faltaron en su gabinete miembros de la siguiente generación (nacidos entre 1950 y 1965) que proponían el arranque de un nuevo ciclo: cirugías mayores a la maraña de intereses heredados del ciclo anterior. Fox aplazó esos cambios. Ahora Felipe Calderón, miembro de esa nueva generación, intenta, con escaso margen de maniobra, hacer algunos.
En el campo de la izquierda, al fundador Vicente Lombardo Toledano le siguieron sus incondicionales, que vivieron entre el sectarismo ideológico y el acomodo político hasta que la Revolución Cubana terminó aquel letargo y cautivó con sus promesas, sus íconos y sus mitos no sólo a la “Generación crítica” (1920-1935), compuesta sobre todo por intelectuales, sino a la “Generación del 68”. Habiendo aspirado a ser revolucionaria, esta generación terminó por ser reformista y pragmática: sentó las bases de la libertad política en México y ha sido un factor clave en la transición a la democracia. La misión de la generación siguiente (1950-1965) era abrir un nuevo ciclo, pero ha vivido fija en los paradigmas del Nacionalismo Revolucionario (AMLO) o en agotados modelos revolucionarios (Marcos). La izquierda mexicana -ésa es su tragedia, y la nuestra- no ha tenido un Fernando Henrique Cardoso ni un Lula da Silva. ¿Podrían serlo Marcelo Ebrard (1959) o Juan Ramón de la Fuente (1951)?
El recuento en el PRI es paralelo a los anteriores. Si bien el General Calles fundó el partido en 1929 y lo pastoreó por un tiempo, el epónimo del nuevo ciclo fundacional fue, sin lugar a dudas, el General Cárdenas. En su generación (nacida entre 1890-1905) hubo mucho menos generales que en la anterior, la propiamente revolucionaria, que rompió con el orden porfiriano y a la cual pertenecieron Obregón, Zapata y Villa. Fue Cárdenas quien integró a obreros, campesinos, burócratas y militares en el PRM. Fue Cárdenas quien abrió el ciclo previsto por la Constitución del 17 al nacionalizar el petróleo y repartir la tierra. El enigma de su preferencia por Ávila Camacho y no por su aguerrido maestro Múgica se entiende en términos generacionales: Múgica (perteneciente a la camada revolucionaria) hubiese querido ahondar la ruptura, Ávila Camacho (del elenco fundador) fue un constructor de instituciones, como el IMSS.
Tras la era de Cárdenas vino la “Generación institucional”, la de los “Cachorros de la Revolución”, representada por un hombre casi contiguo en edad a la anterior, Miguel Alemán, y por una serie de personajes destacados, cuyo común denominador fue defender la hegemonía del sistema por vías diversas entre sí y a menudo distintas de las de Cárdenas: Antonio Ortiz Mena, Antonio Carrillo Flores, Adolfo López Mateos y el propio Díaz Ordaz. El imperio de esta generación duró de 1946 a 1970.
Los dos hombres representativos de la “Generación crítica” (1920-1935) fueron Echeverría y López Portillo. Ambos ejercieron la crítica de sus padres y quisieron emular a su abuelo Cárdenas, pero una cosa era ser popular en los treinta y otra ser populista en los setenta. El mando de esta generación duró hasta 1988, atenuado por la gestión de un miembro muy joven del elenco, Miguel de la Madrid, quien en muchos sentidos se apartó de sus coetáneos y pasó la estafeta a la “Generación de ruptura”, encabezada por Carlos Salinas de Gortari.
La generación de Salinas de Gortari (1935-1950) estuvo en el poder lo que duró su sexenio. Desde el primer momento rompió con los paradigmas de la Revolución sostenidos por las generaciones precedentes: puso un límite al sindicalismo duro, modificó la propiedad ejidal de la tierra, cambió la relación con la Iglesia, replanteó la relación con Estados Unidos, creó el programa Solidaridad. Fue, en muchos sentidos, una presidencia que trascendió, pero le faltó la reforma fundamental, la reforma política. Ése fue su pecado. Luego de los hechos sangrientos del 94, la construcción de ese nuevo orden democrático quedó a cargo de un hombre que, si bien participó siendo muy joven en el 68, pertenece por edad a un ciclo nuevo: Ernesto Zedillo.
Zedillo representó a un PRI que ya no era el PRI: con la Reforma Política de su periodo, el PRI competiría en condiciones menos inequitativas que en todas las elecciones anteriores. La prueba de fuego de la democracia es perder y el PRI perdió, primero la Cámara y el DF en 1997, y luego la presidencia en el 2000. Zedillo fue el presidente de la transición y sentó las bases de un PRI moderno: un partido entre partidos, un partido normal.
Hoy disputan la hegemonía del PRI diversas corrientes, todas posteriores al ciclo postrevolucionario. La pragmática encabezada por Manlio Fabio Beltrones (1952) reconoce la necesidad de superar tabúes y afectar intereses creados, pero parecería buscar una vuelta a la vieja hegemonía. La ideológica, con Beatriz Paredes (1953) a la cabeza, parece pensar en términos del Nacionalismo Revolucionario. La tercera, bautizada por algunos como mediática, la representa Enrique Peña Nieto que por su edad (1966) pertenece a la generación siguiente, supuestamente consolidadora de un nuevo orden (anticorporativo, competitivo, antimonopólico, abierto al mundo, con ideas sociales prácticas), orden que muy pocos priistas, si no es que ninguno, asumen.
La conclusión de este paseo generacional no es alentadora. En las tres corrientes políticas predomina la generación nacida entre 1950 y 1965, una generación que no sabe adónde va.
– Enrique Krauze
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.