Un país de llorones

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Mirada penetrante o extraviada. Ademanes nerviosos o ensimismados. Vestimenta descuidada o extravagante. Una flor en el ojal de la chaqueta. Si, a estas alturas, todavía hay alguien que conserva una imagen romántica e idealizada de lo que es un artista, un hombre que ve más que los demás y que por ello ha de pagar el precio de la soledad, una visita al Registro Territorial de la Propiedad Intelectual de la Comunidad de Madrid debería bastar para bajarle de las nubes y convencerle de que cualquiera puede ser un creador. Un tipo trajeado, de unos 35 años, quiere registrar una página Web. Un señor con gorra azul, pelo cano, gafas de fina montura y cartera de cuero, mezcla de marinero y bohemio, que debe de andar por los sesenta, ha acudido con unas poesías. Una señora rubia de peluquería, miope, de clase media alta, ha venido a proteger un cuento contra los ladrones de ideas. Calculo que tendrá unos 55 años, pero he de reconocer que cada vez calculo peor las edades; sobre todo, las de las señoras. Me precede un tipo que lleva un casco, un motorista de unos cuarenta años, rubio, con mirada de loco (¿por fin un auténtico artista?), vaqueros ajustados, algo macarrilla. Es un poeta. Detrás de mí ha llegado una señora o señorita bien parecida, con gafas, de unos treinta años, elegantemente peinada y arreglada, que podría ser abogada de un caro bufete. Trae unas ilustraciones de vivos colores. Afirmaba Apollinaire que los artistas son los hombres que quieren llegar a ser humanos. Me pregunto si no lo han conseguido en demasía. Me pregunto si el triunfo del arte ha sido tan total que ya todos somos artistas. Recordando sus inicios como escritor, Rudyard Kipling decía que había descubierto, no sin pena, que cualquier mentecato podía ser escritor.
     Si queremos ver el vaso medio vacío, nos fijaremos en las cifras de lectura; si lo queremos ver medio lleno, en las de publicaciones. No hay excesiva diferencia. Es cierto que hay algunos lectores que no escriben, pero, por otra parte, existen sospechas bien fundadas de que hay bastantes escritores que no leen, y lo uno compensa lo otro. Las oficinas del Registro abren de nueve a dos, de lunes a viernes, y hay bastante movimiento. Madrid —y es de suponer que toda España— bulle en una fiebre creadora. Lo más sencillo de registrar son las obras literarias. Hay que llevar una copia encuadernada y paginada y el DNI, original y fotocopia. Picado por la curiosidad, pido al funcionario que me atiende, que no debe de tener muy lejana la jubilación, si me pueden proporcionar datos sobre el número y la modalidad de las obras que se registran en la Comunidad de Madrid anualmente. La penetrante mirada que me dedica —mirada de artista, anoto en mi fuero interno—, envuelta en el silencio, me hace sentir sospechoso; no sé de qué, pero sospechoso. Explico que es para escribir un artículo (soy tan puritano que, días después, estoy convirtiendo esa pequeña mentira en verdad). Llamada telefónica para consultar a instancias superiores. Se me informa de que debo ir a Caballero de Gracia, 32. Allí relleno un impreso (escribo, bajo el epígrafe Petición en que se concreta la solicitud: “Datos estadísticos sobre las obras registradas en 2003, número, a qué categoría pertenecen, etcétera”), que será remitido a la oficina de la que vengo, y de allí, se me enviará por correo. Se me dice que tardarán en contestar entre quince y veinte días.
     Al cabo de ese plazo aún no he obtenido respuesta. No dudo de que llegue, pero este artículo tiene fecha de entrega y decido hacer un cálculo por mi cuenta, consciente de que carecerá de toda base científica. En la primera de mis visitas a Alcalá, 31, en la que había olvidado el DNI, en media hora desfilaron ante mí ocho creadores que registraron sus respectivas creaciones. En la segunda, ya con el carné, únicamente dos registraron alguna obra (tres más habían acudido a informarse). La diferencia entre una y otra mañana es notable. La atribuyo a que el segundo día era un día nublado, brumoso, inglés, y los creadores se habían quedado en su casa, encerrados, casi sin ninguna duda creando. El primer día, soleado, había sido aprovechado para salir y registrar como propio lo que en realidad es regalo de las musas. También en eso los artistas son como el resto de los seres humanos: prefieren el sol, el calorcito al frío. Hago una media entre lo que he visto en dos medias horas, las horas y días de apertura al público, y calculo que, al año, se registran en Madrid algo más de trece mil nuevas obras. Considerando que en la capital hay muchas más jornadas de sol que de lluvia, y que, por aquello de matar dos pájaros de un tiro y ahorrarse el paseo, es seguro que a menudo se registra más de una obra el mismo día, incluyo dos factores de corrección: el nuevo resultado arroja, en lugar de trece mil, cerca de 22.000 entradas anuales en el Registro de Madrid. ¿Cuántas habrá en toda España? ¿Y en el mundo? ¿Y cuántos millones de obras no se registran? Sin duda mis cálculos no son muy fiables, pero hoy día hasta en las finanzas y en la contabilidad se ha colado la creatividad, que suele servir, mayormente, para quedarse con el dinero de otros. Abrumado, dejo de escribir durante 24 horas.
     Recuperado 24 horas después, rebobino. Me antecede un joven con chándal, zapatillas deportivas, pendiente, pelo negro, largo y peinado hacia atrás, que quiere registrar una obra musical. Registrar una novela, un cuento o una canción cuesta 11,26 euros, que han de pagarse en una sucursal de Caja Madrid. Se establece un interesante diálogo entre el artista y el funcionario. El joven quiere registrar un cuaderno con canciones, pagando 11,26 euros en total: es decir, como si fuera una partitura única, aunque dividida en canciones. Como si fueran los capítulos de una novela, explica. Hay algo que no cumple del todo las normas —no consigo enterarme con exactitud, pues, aunque pego la oreja, procuro, a la vez, guardar un mínimo la compostura—, el funcionario opina que debe pagar 11,26 euros por cada canción, hay un tira y afloja, el músico rompedor se sonríe, el funcionario mantiene su rostro pétreo, y al final, la apoteosis: en el tira y afloja, gana el tira, y el compositor empieza a arrancar hojas del cuaderno, ha llegado el otoño en este invierno, elige allí mismo, sin más reflexión, las canciones que no quedarán registradas, que alguien podrá, algún día, plagiar, cada hoja que arranca es un ahorro de 11,26 euros, las hojas van a parar a una papelera, es una especie de corrección a lo bestia, cada hoja arrancada es un grito, un lamento, una víctima de la pobreza de los artistas.
     Salgo con un guión registrado y la sensación de que he asistido a una gran representación teatral, que simboliza la eterna lucha entre el dinero y la creación, entre el poder y el arte. Tan próximos y tan lejanos. Camino por la calle de Alcalá pensando que si en España escribir es llorar, somos entonces un maldito país de llorones. ~

— Martín Casariego

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