Ciertos vecinos jamás resolverán sus litigios. Hay casos extremos como el de las Coreas que oficialmente no han firmado la paz, el de Armenia y Azerbaiyán por la jurisdicción sobre la región de Nagorno Karavakh, el de Serbia y Bosnia Herzegovina por tan reciente conflicto étnico-religioso o el de Alemania y Holanda por heridas de guerra que no terminan de sanar.
El ejemplo de Uruguay y Argentina, sin embargo, es distinto: sus pleitos territoriales quedan lejos y la discusión suele centrarse más en la posesión de Carlos Gardel y en temas futboleros.
Mientras este miércoles veía brincar a la cancha a los dos equipos, recordaba que en torno a dos ríos se jugó el mejor futbol de la primera mitad del siglo XX: en Europa, cerca del caudal del Danubio, brillaron las selecciones de Austria, Hungría y la extinta Checoslovaquia; en América, bañados por el ancho río de la Plata, Uruguay y Argentina enseñaban al mundo lo que es tratar el balón con verdadera dulzura.
Sonaban los himnos nacionales en el estadio Centenario de Montevideo y me remitía a un lejanísimo partido del que perduran borrosas imágenes de cine. Fue la primera final de Copa del Mundo, la de 1930 jugada en ese mismo Centenario, en la que Uruguay derrotó a Argentina: el país chico, la provincia escindida del territorio argentino, la nación más cercana culturalmente a Buenos Aires, era precisamente la que despojaba a los argentinos del título mundial.
En ese partido se peleó por todo; inclusive, sobre si se jugaría con el balón de los locales o con el de los visitantes; al final, se acordó utilizar la pelota argentina en el primer tiempo (y los albicelestes se fueron al descanso ganando 2-1) y la de los charrúas en el segundo (los celestes voltearon el marcador a 4-2).
Desde entonces, uruguayos y argentinos desarrollaron desde la más preciosa técnica, hasta aquello conocido como el “cancherismo”, es decir, la habilidad para ganar con vías alternas a los goles.
Lo mismo existieron artistas como Maradona en Argentina o Francescoli en Uruguay, que jugadores malencarados cuyo valor principal era ejercer, como se dice a menudo en Sudamérica, de caudillos, de amedrentadores, de represores del talento rival.
Luego Uruguay se quedó en la historia; la otrora “garra” fue confundida con “guerra”, la entrega con patadas, y poco a poco nos fuimos acostumbrando a que los charrúas dejaran de asistir a Mundiales.
En lo que estaba llamado a ser el partido del año, el de este miércoles en Montevideo, la Argentina menos funcional en muchas décadas consiguió derrotar por primera vez a Uruguay en el estadio Centenario en partido oficial.
Futbol hubo poco y el cálculo abundó; las miradas pronto se desviaron a lo que no pudo hacer el tercero en discordia, Ecuador, que perdía con Chile y dejaba vía abierta a los supuestos rivales acérrimos del Río de la Plata.
¿Rivalidad? ¿Enemistad? ¿Necesidad de existir a costa del otro? No en Montevideo; así como en las eliminatorias rumbo al Mundial 2002 la ya clasificada Argentina no apretó al urgido equipo uruguayo, hoy nadie apretó a nadie.
El Río de la Plata, célebre por la pasión futbolera de sus dos lados, fue un río de conveniencias e intercambios.
Tanto, que quizá alguien admitirá mañana que Gardel sí nació en Tacuarembó y mucho tuvo de uruguayo.
– Alberto Lati
Corresponsal que intenta usar el deporte como metáfora para explicarse temas más complejos.