Foto: Museo Nacional de Ámsterdam www.rijksmuseum.nl/rijksstudio

Deformaciones propias

Quizá es una enfermedad imaginaria o mero estrés, pero ha crecido en mi brazo izquierdo un bulto del tamaño de una pelota de ping-pong. No sé si es una consecuencia de las mudanzas. Tal vez son las ausencias que se acumulan. 
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No sé si es el café, las ocasionales copitas de vino tinto, el chocolate oscuro del que tal vez abuso; si es la carne roja o el pescado crudo, si son las papas fritas a las que me cuesta trabajo resistirme cuando camino al lado de un carrito que las vende, si es la comida corrida o si en realidad no tiene nada que ver con malos hábitos alimenticios y más bien se trata de cambios hormonales o ambientales por el regreso, de la contaminación o del otoño.

No sé si la causa son los ritmos acelerados de esta nueva vida, las juntas o los horarios de oficina a los que no estoy acostumbrada. No sé si es la comodidad desde la que leo las noticias. Quizá es una enfermedad imaginaria o mero estrés, pero ha crecido en mi brazo izquierdo un bulto del tamaño de una pelota de ping-pong.

Es una bola roja que duele y todavía no se mueve. No podría asegurar que crece, sin embargo, cada mañana, desnuda frente al espejo, alargo tanto como puedo el brazo para observar el relieve y me parece que de hecho aumenta de tamaño. Supongo que late durante la noche y estira la piel a empujones para acomodarse entre las hebras del músculo.

No se puede drenar, el contenido es demasiado espeso. Extraer la bola cuesta por lo menos veinticinco mil pesos, sumando los costos del anestesiólogo, el cirujano, el enfermero y la sala de operaciones, sin contar las consultas médicas previas y de seguimiento, ni los ultrasonidos para observar cómo el brazo se va reconstruyendo.

No es un ente dañino. No pisa ninguna de las venas importantes, ni se ha enraizado en los músculos sobre los que está estacionado, no estorba al hueso. No va a reventar; si acaso va a agrietar la piel con la que se protege.

No sé si es una consecuencia de las mudanzas. Tal vez son los adioses, las ausencias que se acumulan en una mezcla densa de células inútiles, en un grumo de recuerdos que crea una nueva presencia. No sé si son las despedidas enquistadas que desproporcionan mi cuerpo, pero esta cosa que se aloja en mi brazo comienza a pesar, tarde o temprano va a desbalancearme.

Podría pedir dinero prestado o podría renunciar a la vanidad: asumir las deformaciones propias. Llevar una extensión convexa, tensa en cuyo interior se concentre y revuelva, entre sangre y grasa, la memoria de los lugares y las personas que ya no están, vaciar, entonces, en una protuberancia la nostalgia. Prefiero quedarme con ella para futuras separaciones.

 

 

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